El esperado Oliva Soto repite con Conde de la Maza
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Los carteles de Sevilla... y una novela sobre los templarios
Aún sin secar la goma que los sostiene en pie en las esquinas de Sevilla, los carteles de la Feria ya prometen. Que luego, además, cumplan con las expectativas que aventan, eso ya no queda en manos de ninguna empresa, sino en las de la Providencia divina. En las combinaciones figuran divisas suscitadoras siempre —por un motivo u otro- de runrún: Alcurrucén, Núñez del Cuvillo, Dolores Aguirre, Miura... Con ellas se verá las caras la mayoría de las torres, caballos y alfiles toreros de esta época, acaudillados por El Juli, lidiador de neuronas privilegiadas, muleta con un poder de convicción que asusta y responsable hace nada del incendio de la Plaza México y otro puñado de allende…
Regresa a las cálidas arenas Julio Aparicio, con el aura única que distingue a su toreo y que —“Barquerito” dixit- “ha sido con la espada el torero más certero de su generación”. El Cid parece que trae de América y Valencia las uñas más afiladas que en el ciclo pasado. Cayetano viene dos tardes, esta vez sin tiras ni aflojas. Aplaudo la inclusión de Fandiño, en quien creo. Se espera que Juan Mora refrende su cantada resurrección, y cabe augurar momentos felices por partida doble de su coincidencia en el cartel con Curro Díaz. Dos citas también para Oliva Soto: una, con la corrida del Conde de la Maza (que le dio el año pasado el clamoroso triunfo, y no habría sido educado rechazar ahora), y la otra con la de Alcurrucén, ganadería entipada por hondo fondo de clase.
Que me apetece, en fin, esta Feria. Por supuesto, unos nombres tiran más de mí que otros. ¿Quién no echa en falta a alguien? Todos calentamos en el bolsillo de la pechera, mil veces recompuesto, nuestro particular censo de coletas olvidados por las empresas, nuestro muestrario escogido de injusticias taurinas, nuestra selección de toreros a los que perdonamos todo y de toreros a los que no pasamos una. Pero creo que la calidad y el atractivo de los carteles son difíciles de discutir: faltan —siempre faltan- nombres, pero no sobra ninguno.
Nada en esta vida sucede por casualidad y, justo en vísperas de esas jornadas feriales en que, tras el aperitivo o almuerzo en “Volapié”, “Puerta Grande” o “Pepe Donaire”, acudiremos a la plaza —o a la pantalla de “Malabar”- con la ilusión de ser testigos del sometimiento, con el temple como arma, de las táuricas embestidas, nos llega una novela en torno, precisamente, a los templarios: “Un infierno en la mente”, de Javier Martín Lalanda. Según leo en la contraportada, estos caballeros templarios suyos sobreviven, concretamente, ocultos en ignotos laberintos que minan el subsuelo madrileño.
No puede extrañarnos el compromiso emotivo, editorial y artístico del autor con la caballería y la ciencia-ficción, por cuanto pertenece a una familia cuyos varones, en el pasado reciente, dedicaron sus vidas a luchar espada en mano contra camadas enteras de minotauros (Marcial sólo, a quien tuve el placer de tratar en sus últimos años, debió despachar al inframundo entre dos y tres mil de estos monstruos mitológicos a cuya guarida se llega siguiendo el resplandeciente y delicado hilo de Ariadna). No puedo tampoco considerar un capricho del azar el dato de que la editorial, que es al escritor lo que la ganadería al torero, sea, precisamente… ¡“La Biblioteca del Laberinto”! La lectura de la novela se nos antoja, pues, de lo más a tono con esos días de feria que nos vienen, y para entonces la reservamos, a fin de, aún frescos y restallantes en nuestras sienes los olés de los tendidos, cotejar las hazañas de los templarios de ayer -vivos en la imaginación de Javier Martín Lalanda- con las dignas de ser trovadas de los de hoy.
Y es que atravesamos tiempos difíciles, para cuyos intrínsecos sinsabores hallamos muchos, sí, un eficaz calmante en los júbilos y fiascos destilados y propiciados por el arte del toreo. Pero, a final de cuentas, es la imaginación el verdadero bálsamo de Fierabrás. Hoy más que nunca, en la taiga azotada por los vientos de la crisis, el secreto para no perder el compás reside ahí: en echar imaginación e ilusión al día a día. A falta de ella, el temple por el temple -en la vida, la novela, la guerra o el ruedo- quedaría ineluctablemente reducido a fatigosa y rutinaria gimnasia (física o mental).
La imaginación es el filtro, el tamiz a través del cual, así en el toreo como en la caballería, nos alcanza la luz del Intelecto. No lo olvidemos. Y menos ahora, cuando están a punto de sonar los clarines de la Maestranza.
Regresa a las cálidas arenas Julio Aparicio, con el aura única que distingue a su toreo y que —“Barquerito” dixit- “ha sido con la espada el torero más certero de su generación”. El Cid parece que trae de América y Valencia las uñas más afiladas que en el ciclo pasado. Cayetano viene dos tardes, esta vez sin tiras ni aflojas. Aplaudo la inclusión de Fandiño, en quien creo. Se espera que Juan Mora refrende su cantada resurrección, y cabe augurar momentos felices por partida doble de su coincidencia en el cartel con Curro Díaz. Dos citas también para Oliva Soto: una, con la corrida del Conde de la Maza (que le dio el año pasado el clamoroso triunfo, y no habría sido educado rechazar ahora), y la otra con la de Alcurrucén, ganadería entipada por hondo fondo de clase.
Que me apetece, en fin, esta Feria. Por supuesto, unos nombres tiran más de mí que otros. ¿Quién no echa en falta a alguien? Todos calentamos en el bolsillo de la pechera, mil veces recompuesto, nuestro particular censo de coletas olvidados por las empresas, nuestro muestrario escogido de injusticias taurinas, nuestra selección de toreros a los que perdonamos todo y de toreros a los que no pasamos una. Pero creo que la calidad y el atractivo de los carteles son difíciles de discutir: faltan —siempre faltan- nombres, pero no sobra ninguno.
Nada en esta vida sucede por casualidad y, justo en vísperas de esas jornadas feriales en que, tras el aperitivo o almuerzo en “Volapié”, “Puerta Grande” o “Pepe Donaire”, acudiremos a la plaza —o a la pantalla de “Malabar”- con la ilusión de ser testigos del sometimiento, con el temple como arma, de las táuricas embestidas, nos llega una novela en torno, precisamente, a los templarios: “Un infierno en la mente”, de Javier Martín Lalanda. Según leo en la contraportada, estos caballeros templarios suyos sobreviven, concretamente, ocultos en ignotos laberintos que minan el subsuelo madrileño.
No puede extrañarnos el compromiso emotivo, editorial y artístico del autor con la caballería y la ciencia-ficción, por cuanto pertenece a una familia cuyos varones, en el pasado reciente, dedicaron sus vidas a luchar espada en mano contra camadas enteras de minotauros (Marcial sólo, a quien tuve el placer de tratar en sus últimos años, debió despachar al inframundo entre dos y tres mil de estos monstruos mitológicos a cuya guarida se llega siguiendo el resplandeciente y delicado hilo de Ariadna). No puedo tampoco considerar un capricho del azar el dato de que la editorial, que es al escritor lo que la ganadería al torero, sea, precisamente… ¡“La Biblioteca del Laberinto”! La lectura de la novela se nos antoja, pues, de lo más a tono con esos días de feria que nos vienen, y para entonces la reservamos, a fin de, aún frescos y restallantes en nuestras sienes los olés de los tendidos, cotejar las hazañas de los templarios de ayer -vivos en la imaginación de Javier Martín Lalanda- con las dignas de ser trovadas de los de hoy.
Y es que atravesamos tiempos difíciles, para cuyos intrínsecos sinsabores hallamos muchos, sí, un eficaz calmante en los júbilos y fiascos destilados y propiciados por el arte del toreo. Pero, a final de cuentas, es la imaginación el verdadero bálsamo de Fierabrás. Hoy más que nunca, en la taiga azotada por los vientos de la crisis, el secreto para no perder el compás reside ahí: en echar imaginación e ilusión al día a día. A falta de ella, el temple por el temple -en la vida, la novela, la guerra o el ruedo- quedaría ineluctablemente reducido a fatigosa y rutinaria gimnasia (física o mental).
La imaginación es el filtro, el tamiz a través del cual, así en el toreo como en la caballería, nos alcanza la luz del Intelecto. No lo olvidemos. Y menos ahora, cuando están a punto de sonar los clarines de la Maestranza.
Una sugerencia, sea mas corto. Lo bueno y breve es dos veces bueno. Habla mucha paja.
ResponderEliminarCada uno es cada uno. Más que paja se aprecia lo que propugna el propio Albaicín, imaginación, costumbrismo y ansías de pinceladas artísticas; quizás le pueda lo barroco en ciertas expresiones pero no son vanas; aunque eso va en gustos. Yo lo veo con agrado.
ResponderEliminarOswaldo.