viernes, 24 de abril de 2015

Aniversario de José Antonio. El fervoroso afán de España / por Fernando García de Cortázar


José Antonio Primo de Rivera  
(Madrid. 24 de Abril de 1903 
 Alicante. 20 de Noviembre de 1936)

"...Aquella no era la voz del conformismo ni la del títere sin alma de los privilegiados. Aquella era la voz de un hombre entero, de un español que acababa de entrar en la madurez y que afrontaba sin falsa modestia y sin jactancia la responsabilidad de una movilización nacional..."

El fervoroso afán de España

Fernando García de Cortázar 
Aquella España de los años republicanos puso en la historia una actitud patriótica que superaba los esquemas inútiles del nacionalismo. La enfermedad que asoló el continente europeo en los años de entreguerras se presentó en las mejores plumas y en los mejores ejemplos vitales de nuestro país como un supremo esfuerzo por devolver España a un destino abatido bajo los escombros de la decadencia política y el desarme moral.

Recuperar una nación que había sido la comunidad más precoz del Occidente moderno no era un ejercicio de vana melancolía ni de turbios manejos reaccionarios. Aunque estos no dejaran de asomar en el egoísmo social de algunos y en la parálisis ideológica de otros, aquel afán de regeneración procedió del desprendimiento, de una extrema sensibilidad por la justicia, de un respeto por la persona, y de un apego a la tradición en la que no descansaba el pasado inmóvil. En ella se encontraban valores permanentes, indicadores culturales de nuestro significado, material indispensable para hacer frente a la inmensa crisis que asoló la civilización desde la Gran Guerra.

Teatro de la Comedia

El 29 de octubre de 1933, José Antonio Primo de Rivera se dirigió a un público curioso y atento en el Teatro de la Comedia de Madrid. Aquel «acto de afirmación españolista» permitió descubrir a un hombre de poderosa honradez, de brío expositivo, de elegancia clásica y voluntad regeneradora. En la literatura política de aquella crisis nacional, es difícil encontrar, en un estilo poético que escapó siempre a la impostación y la cursilería, una posibilidad tan clara de lograr la síntesis entre tradición y futuro, entre repudio al resentimiento de clase y exigencia de justicia social, entre crítica a la corrupción del liberalismo y propuesta de una auténtica representación popular.

Aquella no era la voz del conformismo ni la del títere sin alma de los privilegiados. Aquella era la voz de un hombre entero, de un español que acababa de entrar en la madurez y que afrontaba sin falsa modestia y sin jactancia la responsabilidad de una movilización nacional. Sus reproches a la insensibilidad social de las clases dirigentes fueron atroces, y no lo fueron menos sus ataques a la falta de sensibilidad patriótica de quienes con su egoísmo estaban conduciendo a la disolución de España. No era, desde luego, el heraldo del inmovilismo quien hablaba aquella tarde de otoño en Madrid, pero tampoco de los que pensaban que la historia era un pasado al que podía renunciarse. 

La violencia extrema de una época y las tentaciones totalitarias que envilecieron la ruta de Occidente en aquellos años fueron anulando el inmenso potencial de aquella postura. José Antonio fue gestor y víctima de una radicalización que empezó por negarle a él mismo la calidad de su conducta personal y el vigor popular de sus propuestas. Por fortuna, sus palabras siguen ahí, aunque fueran manoseadas y desvirtuadas por quienes se rieron de él desde el principio, para convertirlo después en un mito cuya ejemplaridad se empeñaron en desactivar.

Y ese mensaje de denuncia, de echar en cara a sus compatriotas su carencia de sentido de servicio y el desdén ante la misión universal de los más profundos valores de España, conmueve aún a quien lo lea sin prejuicio, lamentando que tan alta visión fuera cautiva de la pugna estéril y el conflicto inútil que tendió el cuerpo de nuestra nación en la mesa de operaciones de una trágica guerra civil. 

Cuando llegó el momento de afrontar su responsabilidad ante el drama de 1936, aquel hombre que iba a morir suplicó a Dios que su sangre fuera la última en verterse en querellas de este tipo. Ante el tribunal popular dijo que habría sido posible encontrar las vías de entendimiento para la convivencia de los ciudadanos de una gran nación. No había ingenuidad ni oportunismo en aquel testimonio, sino la conciencia de un fracaso personal, de un fin de ciclo colectivo, que echaba por tierra las ilusiones de toda una generación. 

Cuando quedaba esperanza

Pero, tres años antes de esa noche de angustia en la cárcel de Alicante, tres años antes de esa víspera de espanto, de amargura por el sacrificio en masa de los españoles, José Antonio estaba lleno de esperanza: «queremos menos palabrería liberal y más respeto a los derechos del hombre. Porque solo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros lo estimamos, portador de valores eternos». Estaba lleno de impaciencia: «Cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral». Estaba lleno de protesta ante la injusticia: «Hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esta España maravillosa».

Estaba lleno de orgullo por la dignidad última de los humildes y explotados: «Teníamos que pensar de todo este pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por los campos de Castilla, desterrado de Burgos: ¡Dios, qué buen vasallo si oviera buen señor!». 
Estaba, sobre todo, lleno de ilusión ante la posibilidad de rectificación que se invocaba, ante el llamamiento a la unidad de los españoles honestos, de la nación capaz de restaurarse, de la patria con fuerza para incorporarse a un futuro de convivencia y de progreso: «Yo creo que está alzada la bandera. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en la vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas».

No iba a ser la suya la última sangre que se derramara en una contienda civil. Pero sí iban a ser sus palabras, rescatadas del sumidero del oportunismo y de la lacra de la deformación, las que podemos leer como un ejemplo más de aquel «fervoroso afán de España». Una voz entre tantas, que alzaron la que debía haber sido una sola bandera: la de la justicia, la libertad, la afirmación nacional, el impulso por construir un destino común.

***


2 comentarios:

  1. "José Antonio y Lorca no eran antagónicos; lo eran sus mitos"

    El profesor de Filosofía Jesús Cotta (Cártama, Málaga, 1967) se adentra en un territorio pantanoso: la posibilidad de la existencia de una amistad clandestina entre el líder del fascismo español, José Antonio Primo de Rivera, y el poeta que simboliza la represión contra el bando republicano en la Guerra Civil, Federico García Lorca. Para valorar si esta hipótesis es correcta, ya que se basa en testimonios tangenciales, hay que leer Rosas de plomo, que se ha convertido en un gran éxito para la joven editorial Stella Maris. Lo que sí es cierto es que es un libro que contribuye a enterrar las dos Españas.

    -Le voy a sorprender: no me sorprende la admiración que usted describe en Rosas de plomo entre José Antonio Primo de Rivera y García Lorca.

    -Pues sí que es extraño porque a todo el mundo le sorprende.

    -¿Por qué?

    -Porque son mitos antagónicos. No lo eran. Las antagónicas eran las ideologías que los utilizaron.

    -¿Y cuáles eran sus puntos de conexión?

    -Que eran muy eclécticos, defendían la modernidad. José Antonio quería aunar lo mejor de los progresistas y de lo tradicional. Justicia social sin necesidad de quemar iglesias. Lorca hacía una poesía culta pero popular, con afán de justicia social pero conservador en muchos aspectos. Lorca sólo quería que la gente trabajara y comiera.

    -José Antonio hablaba de la dialéctica de los puños y las pistolas.

    -Siempre se arrepintió de haber dicho esa frase porque es una cita incompleta. Hablaba de esa dialéctica en caso de amenaza para la patria. Si lo dice un demócrata no suena tan rara, si lo dice un fascista... El falangismo tenía numerosos intelectuales en su filas, pero también a muchos camorristas. José Antonio era un ciervo cuidando leones y se le fue de las manos, pero, insisto, hay que situarse en la época.

    -¿Cuál fue su primera referencia sobre esta amistad oculta?

    -Había escrito una novela que se llamaba Las vírgenes prudentes, en la que relataba un episodio de colaboración entre monjas y prostitutas en la Guerra Civil. Un amigo me sugirió que, puestos a contar antagonismos, podía indagar en la relación entre el jefe de los fascistas y el poeta rojo.

    -Más de uno se llevará las manos a la cabeza.

    -Durante el proceso de recopilación de información estuve a punto de abandonar porque había quien me decía: ¿Qué pretendes demostrar, que Lorca era fascista y José Antonio homosexual?

    Sigue...

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  2. -¿Escribir sobre José Antonio le convierte en sospechoso?

    -José Antonio ha sido en este país un tabú. Podías ir en el metro leyendo un libro del Ché Guevara, pero si llevabas un libro de José Antonio tenías que ocultarlo. Creo que esto ya no es así. José Antonio era un hombre bueno.

    -Y un fascista.

    -Quienes se hacían fascistas o marxistas, antes de conocer las tropelías del fascismo y el estalinismo, abrazaban estas ideas de buena fe. El fascismo de José Antonio, que, por ejemplo, siempre abjuró del nazismo, fue pasajero y no se llevaba el fascismo a la cama. En sus cartas desde la cárcel llegó a escribir que el fascismo era una religión vacía. Abandonó esa ideología, llegó a la conclusión de que había sido un error.

    -¿Ha contado con documentación de primera mano?

    -Los testimonios son escasos, pero creo que la conclusión a la que he llegado, que existía una admiración mutua y una relación de amistad, es correcta.

    -Afirma que el poeta falangista Luis Rosales, amigo de ambos, le dijo a Ian Gibson que esa amistad había existido. ¿Por qué lo ocultó Gibson?

    -Primero porque Rosales se lo contó de forma confidencial, no quería manchar la memoria de su amigo Lorca por la connotación que todo lo relacionado con José Antonio tenía. Por su parte, a Ian Gibson tampoco le convenía torcer su tesis del poeta rojo.

    -¿Cuánto de rojo tenía Lorca?

    -Lorca sufrió una presión asfixiante de la izquierda, que quería tenerle como estandarte. La izquierda pedía una poesía obrerista que no era la de Federico e incluso algún periódico frentepopulista se mofaba de él durante la República con una viñeta en la que le caricaturizaban como poeta homosexual, señorito y católico, un hijo de papá. Luis Rosales relata el pánico que Lorca tenía a una revolución comunista. Lorca huye de Madrid espantado por el clima de violencia que percibe. Incluso le llega a decir a Rosales que prefiere una victoria de los militares, si traen algo de orden. Claro, él no podía saber lo que iba a ser el franquismo.

    -Ni José Antonio tampoco.

    -Por supuesto. Una amistad entre Franco y José Antonio sí que hubiera sido imposible porque representaban dos ideas de España muy diferentes. Las de Lorca y José Antonio no tanto.

    -¿Qué papel juega la condición de homosexual de Lorca en esta historia?

    -José Antonio no era homófobo en absoluto. Había falangistas muy destacados, como Ximénez de Sandoval, que lo eran. No se podía decir lo mismo de la izquierda. El marxismo más radical consideraba la homosexualidad como un vicio burgués y Miguel Hernández pensaba que la derecha estaba llena de maricones. José Antonio, por fascista y señorito, y Lorca, por homosexual, eran dos apestados para buena parte de la sociedad española.

    -Si a Lorca no lo llega a matar la derecha, ¿lo hubiera matado la izquierda?

    -La muerte de Lorca se fue de las manos, tiene componentes oscuros de extorsión y revancha tras su detención. Lo que sí puedo pensar es que había una parte de la izquierda más radical que no sintió en absoluto su muerte.

    -¿Y si a José Antonio no lo hubiera matado la izquierda, lo hubiera matado la derecha?

    -¿Cree usted que Durruti murió por una bala fortuita o por una bala comunista? No sé si José Antonio, en esa hipótesis, hubiera recibido una bala perdida.

    Copiado por Alejandro Góngora

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