Winchester Geese'. | Mikel Aingeru
«Era esperable que un Gobierno mentiroso enseguida inventase una palabreja, ‘resignificar’, inédita en nuestros diccionarios, para tapar lo que en verdad quería»
Miguel Ángel Quintana Paz**
Nos quejamos con frecuencia de nuestros obispos, pero cierta perspectiva histórica nos ayudaría, tal vez, a morigerarnos. Acudamos ahora hasta las orillas del Támesis y hasta el siglo XI, por poner un caso. Allí nos toparíamos con que el muy católico obispo de Winchester, gran terrateniente inglés, contaba entre sus inmensas posesiones con lo que hoy llamaríamos el barrio rojo de Londres: Southwark –también llamado Liberty, debido a la patente permisividad que se vivía en sus calles–. Burdeles, tabernas, casas de apuestas, teatrillos y delincuencia se mezclaban por Liberty del modo que solo sabía entremezclar las cosas la vida medieval.
El obispo de Winchester no se limitaba, claro, a poseer aquellas tierras. Desde el siglo XII empezaría a cobrar todo tipo de tasas, permisos e impuestos a sus prostíbulos. También a imponerles algunas reglas para su mejor funcionamiento –detalles como el de prohibir arrastrar a los clientes hacia la mancebía agarrándoles de la ropa; obligaciones como la de descansar cada domingo y fiesta de guardar–.
En lenguaje moderno, digamos que el prelado se convirtió en todo un manager de aquella zona de lenocinio: se preocupaba de registrar y dar licencia a las prostitutas, de comprobar que no vivieran esclavizadas, de supervisar sus enfermedades venéreas, de regular sus precios y, por supuesto, de perseguir a cualquier proxeneta que osara controlarlas –para eso ya estaba él–. El cuidado episcopal hacia sus rameras se hizo tan famoso que estas empezaron a ser conocidas como «las ocas del obispo de Winchester». Otra cosa que sabían hacer en el Medievo era nombrar bien.
Tantos desvelos hacia sus meretrices terminaban para el prelado, eso sí, apenas estas fallecían, lo cual coincidía (suele ocurrir) con que dejaran de serle rentables. Una vez muerta la lucrativa hetaira, el obispo empezaba contemplarla como una mera furcia; y ya se sabe que con furcias no conviene que el clero tenga mucho que ver. Se les prohibía, pues, la posibilidad de ser enterradas en sagrado; sus huesos acababan, junto con los de otros personajes de mala vida, en una fosa común llamada «Cementerio de solteras» (ya hemos aludido a la maestría de los medievales con esto de los eufemismos). Improductivas ya para su antiguo manager, el obispo, ni siquiera en su sepulcro las prostitutas estarían a salvo de otros explotadores: los ladrones de tumbas frecuentarían más tarde ese Cementerio de solteras para así vender sus cadáveres a estudiantes de Medicina, poco escrupulosos con su origen.
Algo que siempre me pregunto, cuando pienso en las «ocas» del obispo de Winchester, es el modo en que los meapilas de su época justificarían tan curiosas actividades dentro de su diócesis. Ya saben ustedes que los meapilas (también llamados santurrones, chupacirios, mojigatos o beatorros) son tan antiguos como los obispos, aunque quizá no tanto como esa otra a la que llaman profesión más antigua del mundo, la prostitución. Con todo, acaso no dejen de poseer ciertas concomitancias con esta última, si lo pensamos. Así, tanto meapilas como meretrices son aficionados a mostrar un cariño desmedido hacia su clero (en el caso meapilístico) o hacia su cliente (en el caso de la prostitución); cariño que en realidad no refleja un verdadero amor hacia su objeto (no, amigo cura, los meapilas no te quieren a ti, sino a tu sotana; no, frecuentador de burdeles, esas chicas no sienten nada por tus músculos, sino solo por tu cartera).
Y bien, ¿cómo defenderían los meapilas del siglo XII el que su obispo se enriqueciera ejerciendo labores más propias de rufián que de pastor? No me cuesta imaginar, por qué será, varios de sus argumentos. En primer lugar, aducirían que el prelado sin duda iba a dedicar buena parte de tan generosos ingresos a la caridad y la beneficencia con los más depauperados (lo que hoy vendría a ser la labor de Cáritas), así que oponerte a esas ganancias equivaldría a negarles a muchos pobres y enfermos su pan. ¿Cómo puede ser usted tan malo, herrero Smith, vecino de Winchester, como para querer dejar sin sustento a tantos menesterosos? Sí, está bien, quizá el dinero para tales filantropías no tenga un origen del todo limpio. Pero, según afirmó el emperador Vespasiano cuando le reprocharon cobrar un impuesto por la orina de las letrinas, pecunia non olet: el dinero no huele, sea cual sea la procedencia desde la que nos llega.
Otros meapilas probablemente reprocharían al reprochador el hecho de que reprochara. ¡Cómo osas criticar al obispo, tú, un simple laico! Y es que los santurrones de todas las épocas se han inventado un undécimo mandamiento, que reza «No criticarás jamás al clero, haga lo que haga (incluso lucrarse de las furcias): ¡y este mandamiento es casi tan importante como el primero!».
«La ley del silencio ante lo que hagan clérigos u obispos se ha vuelto más tenebrosa, y también más ridícula, que nunca»
Ahora bien, la creación de este mandato procede en exclusiva del magín de los meapilas: la Biblia está repleta de advertencias contra los predicadores falsos y abunda en críticas a sus malas artes; Jesús mismo se las tuvo y se las deseó con el clero de su época —de hecho, cuando quiso poner el ejemplo de dos malas personas que ignoran a un samaritano languideciente, a la vera de un camino, eligió que fueran un levita y un sacerdote, esto es, dos clérigos de su tiempo—. San Pablo tampoco tuvo mayor problema en reprender a nada menos que al primer papa, san Pedro, cuando le vio hacerse el moderadito en asuntos importantes. Y el arte pictórico de siglos de cristianismo no ha dudado en colocar a sumos pontífices, obispos o curas en el seno del infierno, acompañados de demonios y otros condenados. Pero nuestro meapilas se cree mucho mejor que tales pintores, un poquito mejor que san Pablo y, quizá, incluso más cortés que Jesucristo. Y por eso te prohíbe criticar.
En este punto hay que decir que nosotros, en el siglo XXI, contamos acaso con cierta ventaja sobre los meapilas medievales. Pues hoy día, tras todos los escándalos sexuales que han azotado a la Iglesia, la ley del silencio ante lo que hagan clérigos u obispos se ha vuelto más tenebrosa, y también más ridícula, que nunca.
Pensemos qué habría pasado si, ante el primer obispo que decidió trasladar a un cura abusador de parroquia –ofreciéndole, así, un nuevo coto de caza sexual–, todos aquellos que le rodeaban y se enteraron de tal propósito hubieran puesto el grito en el cielo. Y no solo en el cielo: pongámonos en que también le hubiesen gritado a su cara la atrocidad que estaba a punto de cometer. Imaginemos incluso que le hubieran lanzado invectivas, denuestos, incluso algún que otro empujón a su mano cuando se disponía a firmar el traslado. ¿Alguien podría ver mal ese modo de defender a los futuros niños abusados? Tras el modo infame en que se han portado muchos, demasiados obispos católicos con respecto a los abusos de sus presbíteros, nadie puede defender con honestidad que dejemos a los obispos inmunes a cualquier advertencia, cualquier crítica o cualquier censura. Está claro que a veces las merecen. Y contundentes.
Citemos por último una tercera defensa santurrona de los tejemanejes obispales con las prostitutas. Esta residiría en cierta mezcla de las dos anteriores, aunque un tanto aguadas. En vez de prohibirnos las críticas de modo directo, se nos invitará a tener confianza en aquello que los obispos de Winchester hacen con los burdeles y nosotros no somos capaces de comprender: ¡cómo osas criticarles a ellos, sin duda mucho más sabios que tú, mero herrero de Winchester! Y en vez de justificar las andanzas prostibulario-episcopales por el dinerito que dedican a luego a obras caritativas, se nos argüirá que confiemos en el equilibrio moral que tales prelados han hallado entre medios y fines, que ellos saben mucho más de equilibrios morales, y tú qué vas a saber. Podríamos tildar esta forma de defensa como escéptica, basada en lo enorme de nuestra ignorancia frente una supuesta gran sabiduría obispal. No nos detendremos aquí en demostrar lo desatinado de este razonamiento: ya hemos explicado que la forma en que se gestionaron los abusos infantiles no revela indicios de que habite una especial sabiduría en todo palacio episcopal.
Y bien, quizá a estas alturas esté preguntándose algún lector inquieto que por qué dedicamos tanto espacio a los obispos, a los meapilas y a las prostitutas de la Inglaterra medieval, cuando en realidad son otros asuntos los relacionados con obispos y con meapilas (y tal vez también con prostitutas, aunque no sexuales) los que nos ocupan hoy en España. En efecto, si hablamos de la Conferencia Episcopal, el tema de actualidad reside en su comportamiento ante la próxima profanación de la basílica del Valle de los Caídos, no lo que ocurriera hace siglos a las orillas del Támesis. Y si hablamos del dinero que reciben tales obispos, el asunto palpitante es si poner o no la X en el apartado de la declaración de la renta que nos pregunta si destinar parte de nuestros impuestos a ellos; ese es el asunto hoy de moda, y no las tasas de los burdeles, antaño, en el barrio de Liberty.
Lejos de mí insinuar que ambas cuestiones resulten por completo análogas. No. De hecho, solo empezaremos a entender nuestra situación actual si captamos una diferencia esencial entre la moralidad de la Edad Media y la nuestra. Donde los medievales eran, a la postre, laxos con los pecados de la carne, nosotros lo somos con un pecado en realidad más nocivo: la cobardía. Ya hablamos de ello en un artículo anterior. Las prácticas proxenetas del obispo de Winchester sobrevivieron porque en el fondo no se veían demasiado graves; la cobardía que nos rodea por doquier sobreabunda porque, en el fondo, nadie la vitupera con la fuerza que merece. Y menos en la Iglesia. «Hoy no falta libertad, faltan hombres libres» afirmó hace ya tiempo Leo Longanesi. Y esta libertad escasea porque mengua la valentía por doquier.
¿Cómo es que afirmamos que la pusilanimidad reinante resulta más grave que la lujuria de antaño? Fácil cabe verlo: la lujuria atañe a una parte más baja de nuestro cuerpo y nuestra alma, a nuestros apetitos (que los antiguos ubicaban en el bajo vientre); dañina como es, se queda por debajo de aquello que ataca una parte superior, y por tanto más importante, de nuestra personalidad: nuestra fuerza de ánimo, nuestro coraje (que se localizaba en nuestro corazón). Así lo sabían los antiguos y así lo sabían los medievales. Nosotros, en teoría más avanzados, hemos perdido esa verdad sobre el coraje quizá cuando más amenazas pretenden subyugarnos, y de modo más sutil que nunca. Y por tanto así nos va.
¿Dónde cabe detectar hoy esa cobardía más dañina que la lujuria de las prostitutas del obispo de Winchester, pero que hemos aprendido a contemplar como menos grave? Es aquí donde, por desgracia, la actualidad episcopal nos ofrece ejemplos palpables, relacionados con los ya citados avatares del Valle de los Caídos. Detallémoslos (aunque moleste a los meapilas de hoy).
«Desacralizar un templo católico sin el permiso de la Iglesia va directo contra los pactos entre esta y el Estado; pactos que tienen rango de tratado internacional»
La primera cobardía está en aceptar el lenguaje de tus adversarios. ¡Has de tener muy sumisa la lengua si incluso ella la sometes a quien lucha contra ti! En todo este asunto del Valle, desde el inicio, nuestros órganos episcopales han aceptado el lenguaje con el que el Gobierno español quiere disimular lo que va a hacer: profanar, desacralizar, una buena parte de la basílica (hasta un 90 % de la misma) para convertirlo en un museo donde aleccionarnos con la ideología gubernamental sobre la Guerra Civil. Hasta cierto punto era esperable que un Gobierno mentiroso enseguida inventase una palabreja, «resignificar», inédita en nuestros diccionarios y literatura, para tapar esa realidad de lo que en verdad quería, que es lo que siempre se ha llamado profanar. Pero lo grave es que nuestros obispos enseguida aceptaron ese lenguaje. Y por el mismo motivo. Para disimular que aceptaban nada menos que la profanación de un templo católico. Pero que sonaba mejor si la llamaban «resignificación».
Ahora bien, este palabro no solo sirve para ocultar lo que se va a hacer; sino que es tan poderoso (lo es siempre el lenguaje de la mentira) que también sirve para encubrir la cobardía de quienes lo consienten. Allí donde un cardenal, Cicognani, consagró en 1960 en nombre del papa del momento, Juan XXIII, la basílica del Valle de los Caídos, ahora en 2025 varios cardenales y obispos españoles consentirán su desacralización.
La excusa para ello, por cierto, no resulta original. Es la misma a que recurren siempre los cobardes: «¡No se podía hacer otra cosa!». Esto naturalmente es, en cuanto a los hechos, falso. Desacralizar un templo católico sin el permiso de la Iglesia va directo contra los pactos entre esta y el Estado; pactos que tienen rango de tratado internacional. ¿Podría el Estado, pese a ello, saltarse la ley y profanar el templo entero, no solo el 90 % que se le ha otorgado? Claro, estamos ante un Gobierno que se ha saltado ya demasiadas normas. Pero la solución ante un poder abusivo no es rendirse por anticipado ante sus ansias autoritarias. O al menos esa no es la solución en que creen los valientes. La verdadera solución es la lucha: en los tribunales, en el orden internacional, ante la opinión pública española y ante los 1.400 millones de católicos de todo el mundo. Y eso es lo que no han querido, ni siquiera en el lenguaje, acometer nuestros dilectos obispos. Por unanimidad han aceptado someterse y callar.
Se dice que han actuado así por miedo a que se destapen nuevos casos de abusos o a que se dé mucho bombo a los ya destapados; que han actuado así por miedo a perder sus exenciones fiscales, sus colegios concertados, sus clases de religión, sus licencias en radio y televisión. La hipótesis más alocada es que la alternativa era o transigir con eso, o que se dinamitara la cruz más alta del mundo. Son hipótesis que no importan mucho para el argumento de este artículo: sea uno u otro el objeto del miedo, lo terrible es que este prime. Y que haya un montón de meapilas que pretendan ocultarlo bajo el insólito principio de que, ante la pusilanimidad de algunos, los demás hayamos de callar.
Y es así como llegamos entonces al asunto de la declaración de la renta. ¿Debemos seguir marcándola para que nuestros obispos gestionen los cuantiosos fondos que así les llegan? O, visto lo visto, ¿hay alternativas preferibles para ayudar a la Iglesia, como también las había en el siglo XII si un generoso cristiano no deseaba pagarle, pese a todo, al obispo de Winchester sus tasas a la prostitución? Lo cierto es que, en efecto, existen tales alternativas; y que algunas de esas opciones resultan similares hoy a las del Medievo.
Hoy como ayer es posible donar dinero a numerosos monasterios en graves necesidades. La Fundación De Clausura cuenta con una sencilla web para ello. Tampoco hace falta que nuestro dinero pase por el Estado antes de llegar a los pobres que lo necesitan. Hoy como ayer cabe hacerles llegar nuestra ayuda de otros modos. No debería engañarnos la propaganda del Estado que nos dice que él siempre debe mediar.
¿Por qué no darles, en cambio, dinero a nuestros cobardicas obispos (y uso ese epíteto con toda la caridad del mundo ante nuestros prelados; o, al menos, intentando sentir tanta caridad como la que sentía Jesús cuando vio que Pedro cobardeaba ante la cruz y le comparó a un demonio)? ¿Por qué, dado que les gusta tanto la palabra «resignificar», no deberíamos también nosotros resignificar nuestra declaración del IRPF, con alguna X menos de las que poníamos hasta ahora?
En primer lugar, aclaremos que no por enfado o como un castigo: nuestros meapilas tienen razón en que la ira no es buen fundamento para casi nada; y que la labor de un cristiano no consiste en ir castigando por ahí.
«Algunos preferimos llamar a las cosas por su nombre: hoy los medios de nuestra jerarquía eclesial no evangelizan, sino que desevangelizan»
Donde nuestros meapilas se equivocan es al pensar que quienes no somos como ellos actuamos siempre por maldad. (Con el corolario de que entonces ellos serían los únicos buenos). No, la verdad es que cabe abstenerse de la X de marras por motivos de lo más correctos.
En primer lugar, por responsabilidad: la cobardía de nuestros obispos, como todo vicio asentado, no es cosa nueva. Miremos por ejemplo lo que se hace con el dinero de nuestros impuestos en medios de comunicación episcopales. Lo hemos denunciado ya varias veces: desde la oposición a medidas antiabortistas a la difusión de blasfemias en programas deportivos; más de reciente se ha incluido también la promoción de programas pornográficos, en lo que quizá es un guiño a las viejas costumbres del obispo de Winchester. Y todo ello bajo el paraguas de una defensa sólida no de la fe, no del Evangelio, no de la Iglesia, sino de un partido político, el Partido Popular. Sí, es más cómodo (y más cobarde) defender a una formación política que las ideas disruptivas de Jesús de Nazaret; pero algunos preferimos ser valientes donde otros no lo son. Y llamar a las cosas por su nombre: hoy los medios de nuestra jerarquía eclesial no evangelizan, sino que desevangelizan. Su línea editorial ha puesto al PP donde debería estar el Evangelio. Y por tanto es lo más responsable y lógico del mundo negarse a colaborar con ellos. Como tampoco había por qué colaborar con las recaudaciones de una prostituta de Liberty, aunque parte de ellas fueran al tesoro episcopal.
Por desgracia, si miramos a Cáritas las cosas tampoco nos tranquilizan: una y otra vez nos llegan noticias de lo ideologizada que está hoy día esa organización; en este caso, como si de hallar un equilibrio con el peperismo de Cope se tratase, hacia posturas políticas más propias de Podemos o Sumar. O incluso de algún partido islamista. Resulta poco responsable, habiendo otras alternativas que ya hemos citado, engrosar con más y más dinero esa línea de actuación.
¿Hay otras partidas a las que se destina la X del IRPF que resultan más razonables que las citadas? Claro, al igual que el obispo de Winchester se gastaría también parte de sus emolumentos en asuntos de lo más loables. Pero sería irresponsable, solo porque algunos de sus gastos nos gustan, alimentar lo que a día de hoy hace cobardear a la institución.
Es mucho más responsable (y más propio del amor a la Iglesia; un amor exigente, eso sí, como es todo amor verdadero) el poner un freno a las citadas prácticas. Ya basta.
Ya basta de rendirse por anticipado cuando el Gobierno pretende profanar el 90% de un monumento dedicado a quienes dieron su vida por defender, entre otros, a miles de eclesiásticos.
Ya basta de dedicar una radio y una televisión a difundir la propaganda del Partido Popular y no la fe de la Iglesia. Ya basta de abrazarse al Estado para que este otorgue unas migajas de la recaudación de un impuesto, mientras que en la inmensa mayoría de países del mundo la Iglesia se financia sin necesidad de tan libidinosas carantoñas.
Algunos estamos dispuestos a decir que ya basta. No tenemos miedo. Un buen día, el obispo de Winchester perdió sus privilegios impúdicos sobre los prostíbulos de Liberty, y eso fue a él al primero al que le vino muy bien. Somos muchos los que creemos que desligar a este episcopado español de sus ligaduras actuales es, ante todo, una muestra de amor a nuestros obispos. Que quizá no lo entiendan del todo. Pero no sería la primera vez que no se comprende quién te quiere de verdad.
**Miguel Ángel Quintana Paz: Director académico y profesor en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid.