sábado, 18 de septiembre de 2010

Hombre y toro, un encuentro milenario / Por Lcdo. Germán A. Torres R.


-Fresco cretense del Palacio de Knossos "Salto del toro",
datado en torno al año 1500 a.C.-


Hombre y toro, un encuentro milenario

Por: Licdo. Germán A. Torres R.
Mérida Venezuela/ 09/2010

Introducción

La literatura y bibliografía taurina que se ocupa de los aspectos fundamentales de la tauromaquia, de su evolución e historia, es muy extensa, pero no es así respecto a sus raíces ancestrales, tal vez por ello, tendemos a olvidar que cada vez que asistimos a una plaza de toros nos contemplan muchos siglos de historia. La intención de la investigación vertida en estas breves páginas, no conlleva ningún tipo de pretensión literaria y mucho menos el tratar de precisar con exactitud cronológica las raíces y orígenes de las corridas de toros; tampoco analizar el origen del toro de lidia, raza del “bos taurus” nombre celta para el toro bravío, la que encontramos en el primitivo “uro”, “urus” o “auroch”, o los vínculos que convirtieron al toro en un animal sagrado, en una figura totémica, sin el cual no existiría la fiesta brava; pero sí exponer algunas versiones y presunciones que intentan establecer el comienzo de los festejos taurinos en los que se desarrolla el arte de lidiar toros que muchos atribuyen a los antiguos ritos religiosos y juegos de caza primitivos de los pueblos mediterráneos cuyos testimonios están plasmados en la iconografía ibérica y en la cretense.

Entre Mitos y Leyendas

Poetas e historiadores de la antigüedad, desde tiempos del poeta épico griego Homero hasta nuestros días, han considerado que en el transcurso de los primeros siglos de la edad de bronce de la antigua Grecia surgió una de las más importantes civilizaciones prehelénicas como la minoica implantada en la isla de Creta (2.000 a.C.). La civilización minoica, llamada así porque se considera que Minos era un título real o dinástico de los soberanos cretenses, se desarrolló en torno a los palacios reales siendo el más importante de ellos el de la ciudad de Cnosos, cuya construcción en forma laberíntica fue ordenada por el Rey Minos de Creta y realizada por Dédalo, ingeniero llegado a la isla procedente de Atenas de donde tuvo que huir, la función del Laberinto de Creta fue defensiva para impedir el acceso de los adversarios al centro del palacio.
El Rey Minos de Creta hacía alarde de haber recibido su reinado de los dioses y de que ellos le concederían sus peticiones, por lo que decidió poner esto a prueba y le solicitó al dios griego del mar Poseidón que sacara un toro del mar para ofrecérselo en sacrificio. Poseidón le entregó un toro blanco tan perfecto que Minos lo guardó para sí, sacrificando otro en su lugar; desató así la furia de Poseidón que tramó su venganza, haciendo que Pasifae, esposa del rey Minos se enamorara del toro. Dédalo, padre de Icaro, acudió en ayuda de la reina y construyó una vaca de madera hueca y recubierta de piel, dentro de la que se ubicó Pasifae quién logro atraer la atención del toro copulando con él y engendrando un ser terrible al que llamó Asterio y que fue conocido como el Minotauro por tener cabeza y rasgos de toro y cuerpo de hombre. El rey Minos encerró a Minotauro en el laberinto del que una vez dentro nadie podía encontrar la salida. Minos, vencedor de la guerra contra Atenas castigo a los atenienses, por la muerte de su hijo Andrógeno en lucha contra aquéllos, a realizar periódicamente sacrificios (existen versiones contradictorias que indican que los mismos se ofrecían cada uno, tres o nueve años), consistentes en la ofrenda de siete jóvenes y siete doncellas que eran introducidos en el laberinto para servir de alimento y placer al Minotauro. Al tercer año cuando muchas personas ya habían sido sacrificadas, vino el turno a Teseo, príncipe heredero e hijo del rey de Atenas Egeo, del que se enamoró la bella rubia Ariadna, hija de Minos, que consiguió de Dédalo la complicidad y los secretos del laberinto y el ovillo de hilo muy fino fijado en la entrada del laberinto y deslizado por todo el recorrido, con el que Teseo logró salir del laberinto después de matar al Minotauro; más tarde se casó con Ariadna, siendo esta la primera versión legendaria de un enfrentamiento directo entre un toro y un humano. También en Grecia nació la leyenda de que uno de los doce “Trabajos de Hércules”, impuestos por Euristeo rey de la antigua ciudad griega Tirinto, fue capturar a un toro furioso que aterrorizaba y amenazaba la isla de Creta. Los dioses civilizadores se presentan como lidiadores y vencedores de toros fieros, símbolos de las fuerzas naturales sometidas por el esfuerzo y la razón del hombre. Es el caso de Gilgamesh, Rey legendario de Uruk antigua ciudad de la baja Mesopotamia en Asia occidental, que en compañía de Enkidu mata al toro celeste que la diosa Ishtar y su padre habían mandado contra él, el fragmento en que se relata esta lucha permite saber que los lidiadores míticos practicaban las suertes de sujetar al toro por los cuernos para luego descabellar. Cabe señalar que también centran en Creta algunos autores ciertas referencias sobre los orígenes del canto folklórico flamenco “cante jondo”, que como se sabe tiene su origen en el seno de la comunidad gitana andaluza. Del rito, a la caza, al ejercicio militar y al espectáculo Se han observado testimonios de sociedades cazadoras que han llegado a nuestros días, como las pinturas rupestres de Canchas de Minateda, las hipotéticas danzas y los poemas táuricos que tenían la doble función de rememorar diversos aspectos de la vida cotidiana y de pedir a los dioses su favor. La domesticación del toro, para fines agrícolas, y el paso del hombre de cazador a ganadero que se dio en el Mediterráneo y Oriente no hizo olvidar las destrezas necesarias para su dominio y muerte; tanto en su época de cazador como de ganadero el hombre veneró al toro, en primer lugar porque le permitía subsistir, y en segundo término, porque encarnaba ejemplarmente cuanto hay de grandioso en la naturaleza. Anterior a las “Guerras Púnicas”, que enfrentaron a Roma y Cartago, los celtíberos, que habitaban regiones montañosas de la ancestral península de España, conocían las peculiaridades del ganado salvaje que ocuparon sus bosques, habiendo convertido su caza en un juego, y también manteniéndolos vivos en manadas para su uso como auxiliares de guerra donde se aprovechaba su ferocidad. Así, en el año 228 a.C. el General cartaginés Amílcar Barca, padre del General Aníbal, marchó a Hélice y bloqueó la ciudad, los defensores reunieron manadas de toros a los que ataron a vagones y carretas cargadas con madera resinosa, las que fueron encendidas con antorchas y dirigidas a los atacantes. En la batalla el General Barca fue muerto y su ejercito aniquilado. Los cartagineses y romanos se aterraron por la manera en que fue aniquilado Barca y su ejercito. Luego fueron sorprendidos por subsecuentes historias de juegos celebrados en Bética (la antigua provincia española de Andalucía) en los que los hombres exhibían sus destrezas y valor al enfrentarse a los toros con lanzas o hachas. Se cree que éstos íberos usaban capas para evitar los repetidos ataques de los toros salvajes antes de matarlos. A pesar de que hace más de quinientos siglos el toro o su antecedente el “uro” ya pastaba por las praderas de Asia y Europa, los antecedentes de las castas fundacionales de la cabaña brava más antiguas datan de 1.388 en el caso de la casta Navarra y de 1.610 en el caso de la casta Jijona cuya cría comenzó por tierras manchegas de Ciudad Real para luego expandirse a otras latitudes, o de la importante vacada en Aranjuez que poseyó el rey de España Felipe IV durante su reinado (1.598 - 1.621). En algunos lugares como la antigua Creta, los ritos taurinos se convirtieron en juegos que exigían valor y destreza. Los lances de la caza se habían convertido en ritual y se habían encerrado en un espacio acotado. Tal y como esta plasmado en pinturas murales y adornos de elementos cerámicos, entre las suertes de la lidia se contaban los saltos sobre el testuz del toro, los saltos al trascuerno, o sea, de un lado a otro apoyándose en uno de los pitones, o el mancornar que consistía en agarrar al toro por uno de los cuernos y la mandíbula para torcer su cabeza hasta derribarlo. No está claro si en la antigua Creta estas prácticas eran meramente deportivas o tenían un sentido religioso. Además de la legendaria versión cretense de Teseo, hay constancia de que en las fiestas de primavera, en el escenario de Cnosos se desarrollaban juegos que incluían la muerte de un toro. Mil años antes de Cristo, en Grecia y en Etruria, antigua región de Italia, se practicaban sacrificios rituales, en honor de la divinidad suprema del panteón griego el dios Zeus y de su hijo Dionisos, el dios toro. La caza de toros silvestres fue deporte de reyes en Mesopotamia y Egipto. Los vaqueros de Tesalia, región de Grecia continental, tenían fama por su destreza en enlazar desde el caballo y derribar al toro. El espectáculo de la lucha con el toro, desprovisto de su valor religioso y mitológico, pasó al circo romano. En los juegos de las arenas circenses de la Roma Imperial, escenarios a los que se atribuye frecuentemente el origen de la plaza o coso actual de los que quedan dos monumentales estructuras como lo son el coliseo de Nimes que data del 27 a.C. y el anfiteatro de Arlés construido a finales del siglo I, el emperador Romano Julio César introdujo la lucha entre el toro y el hombre armado con espada y escudo, además de la lucha entre un toro y un caballero quién desmontando derribaba al toro sujetándolo por los cuernos, tal y como lo describe el escritor Plinio el Viejo en su “Historia Natural”, vasta compilación científica en 37 libros. Una gran figura de aquella época, según el poeta latino Ovidio, fue el llamado Karpóforo, que obligaba al toro a embestir utilizando una tela de color rojo. También lo observamos en las luchas descritas en algunos pasajes de la novela “Quo Vadis” escrita por el novelista polaco y premio Nobel de literatura Sienkiewicz que tiene como marco histórico la Roma Imperial en tiempos de las persecuciones de los cristianos por el emperador Nerón (54 - 68 d.C.). Los romanos introdujeron en Hispania ritos y costumbres que incluían el sacrificio de toros. El doble sentido de las fiestas taurinas (deporte y ritual) pasó a los siglos medios. El alancear toros desde el caballo, al igual que la caza, sirvió al adiestramiento militar, era la forma de adquirir habilidades para la guerra y sobre todo templar el ánimo y prepararlo para la violencia de la batalla. Algunos estudiosos sostienen que el toro bravío, que vivía en todo el Mediterráneo, fue extinguiéndose como consecuencia de la recesión económica que impuso la invasión árabe al norte de África y España. Paralizados el comercio y la industria, la actividad se limitó a la agricultura donde no había lugar para un animal duro y hosco. Sobrevive el toro en España donde la guerra entre árabes y cristianos dio sentido al juego con el toro salvaje como deporte y preparación bélica. Los ejercicios se ofrecían en público espectáculo con ocasión de fiestas populares o religiosas, competían los caballeros y con ellos las familias y ciudades, en el dominio y ejecución de las suertes. Las variedades bravías fueron desapareciendo, pero, como mostró el catedrático español José Ortega y Gasset, aún pervivían a principios del siglo XVII en el bosque polaco Jaktorowka y en las marismas y sierras españolas.

Otras Versiones y Ritos


El apasionamiento del hombre por el toro se remonta hasta el inicio de la civilización, tanto así que en las cuevas de Altamira (Santander, España) se pueden ver imágenes, las más famosas del arte francocantábrico, de toros o bisontes que pintaron los que los cazaban, para reverenciarlos, a finales del período paleolítico primer período prehistórico de la humanidad. Hace más de cinco mil años quedaron vestigios de las matanzas rituales de toros en las civilizaciones de Mesopotamia y el Mediterráneo; en algunos casos se identificó a menudo el toro con el padre de los dioses, así ocurrió en la mitología babilónica y asiria, así como el Baal de los cananeos, con el becerro de oro adorado por los israelitas en el desierto, o con el Zeus griego y el Júpiter romano que se transforman en un toro blanco para raptar a Europa, que según la mitología griega fue la mujer amada de Zeus, y llevarla a Creta donde fue madre de Minos. Ya en la Biblia encontramos referencias al sacrificio de toros bravos en holocausto de la divina justicia, considerándose al toro como símbolo de fortaleza, fiereza y acometividad, de este modo encontramos igualmente referencias a los holocaustos religiosos que celebraban los íberos y en las epopeyas griegas las hecatombes con la inmolación de cien toros que se hacia a los dioses. Es creencia común que Rodrigo Díaz de Vivar “El Cid Campeador” fue hacia el año 1.060 el primero en lancear toros a caballo, aunque el toreo o lidia de los toros a caballo comenzó con los moros en el año 711 d.C. hasta ser adoptada por la España medieval de los siglos XV, XVI y XVII como un deporte de la nobleza y de los señores feudales. Durante siglos, se creyó que las fiestas de toros tenían origen en el mundo árabe sobre todo por la dominación musulmana de España, sin embargo el análisis de testimonios medievales revela que los moros no tuvieron contacto con los juegos taurinos hasta que llegaron a España en el siglo VIII; las prácticas y modelos de las fiestas en que intervenía el toro procedían del norte de España, pero la riqueza bovina de las marismas del Guadalquivir o de la vega del Tajo. Fue en el reinado de Abu-Abdalla en el siglo XV que queda el ejercicio de lidiar a caballo reses bravas reservado a la nobleza. Algunos autores consideran que el moro Gazul fue el primero que lanceó toros en regla. En el siglo XVII el escritor español Francisco de Quevedo escribe su “Epístola Satírica y Censoría contra las costumbres presentes de los castellanos”, escrita al Conde-Duque de Olivares, le hace mención de los juegos de la manera siguiente, "Jineta y cañas son contagio moro, restitúyanse justas y torneos y hagan paces las capas con el toro." En el año 1.615 Don Miguel de Cervantes Saavedra en su obra “Don Quijote de la Mancha” que recogió todos los usos y costumbres de su pueblo, dispone a Don Quijote al posible enfrentamiento con aquel tropel de los toros bravos, guiados por los lanceros con los que se encontró en el camino a Zaragoza, aunque esos toros hubiesen sido de los más bravos criados en las riberas de Jarama. En el año de 1.777 el poeta neoclásico Nicolás Fernández de Moratín escribe su “Carta histórica sobre el origen y progresos de las corridas de toros en España”, y toma como hechos las fantasías literarias de poetas y novelistas; luego en sus versos “Fiestas de toros en Madrid” destaca la lidia a caballo y el influjo neomudéjar de la fiesta y sus escenarios.

Comentario Final

Todas estas versiones, tradiciones, ritos y antecedentes indican la existencia de enfrentamientos con toros desde tiempos inmemoriales que nos llevan al siglo XVIII (aunque hay indicios desde el siglo XVII), en que el caballero se convierte en subalterno del lidiador de a pie, hecho coincidente con la llegada de los Borbones a España cuando la lidia adquiere un carácter más popular y donde se profesionaliza el toreo, se le da forma y es la base de las corridas de toros que hoy conocemos; desde el rondeño Francisco Romero creador de la primera dinastía del toreo y a quién se considera el inventor de la suerte de matar con espada y muleta, o de la relevante rivalidad en una primera etapa de esplendor de la fiesta entre Pedro Romero, Joaquín Rodríguez y de Castro “Costillares” y José Delgado y Gálvez “Pepe-Hillo” hasta nuestros días, acontecimientos ampliamente reseñados sobre los cuales estoy seguro ustedes ya habrán leído variada y suficientemente. La próxima vez, ojalá lo hagan, que asistan a un coso taurino o plaza de toros para disfrutar un festejo taurino, háganlo con admiración y respeto, ya que serán testigos presenciales de una manifestación cultural y artística que además de haberse ido organizando, reglamentando y perfeccionando en el tiempo, ha ido escribiendo su propia historia a lo largo de muchos siglos, siendo ésta, quizás, la justificación de su permanencia.
Corealsa

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