domingo, 10 de octubre de 2010

"LA CORDOBESA DE LA CALLE LEÓN" / Por Aquilino Sánchez Nodal

"LA CORDOBESA DE  LA CALLE  LEÓN”

Por Aquilino Sánchez Nodal
 
Madrid, 10 de Octubre de 2010
     Otras veces se ha escrito sobre aspectos taurinos y sociales de toreros llegados a Madrid en busca de oportunidades o, simplemente, reunirse en oráculos íntimos para desaparecer del humano bullicio.  Cafés, círculos cerrados y sobre todos, tabernas, fueron lugares de humo y toros.  Me viene al recuerdo una historia desconocida para la mayoría de los aficionados e incluso, a profesionales del toreo. Este apólogo solo pudo ocurrir en aquellos años en que, las corridas de toros, era la máxima expresión para el entretenimiento del vulgo en la Villa y Corte. La narración es la epopeya de una vasca madrileña y su hostería de la calle León, una taberna disfrazada y un torero ciego. 

     Corrían los años 10 del Siglo XX, Gregoria Echezarreta, remató para que sirviera de hospedaje, la vetusta vivienda que tenía en el primer piso del número, 7 de aquella estrecha y adoquinada calle, hervidero de poetas, menesteroso y huidos de la justicia en los años de las revueltas liberales o absolutistas del Siglo XIX, la vieja calle de León, puente entre la de Atocha y la calle del Prado en donde está el Ateneo. 

La señora Gregoria tenía dos sobrinas más feas que “picio” y que, como todas las poco agraciadas, eran ariscas como erizo y mal educadas como alcalde socialista.  La doña casó a una de ellas con un hombrecillo “regordío” dueño de una tienda en los bajos de la casa. En el letrero constaba, “Pastelería”, pero la realidad era que, en aquel local no había pasteles, solo “bebercio”. Se despachaban los mejores vinos andaluces de Madrid, montilla, moriles, finos y manzanillas que mantenían al establecimiento abierto desde la una de la tarde hasta pasadas las tres de la madrugada. El mostrador de mármol siempre cubierto por vasos y copas que denotaban la presencia de parroquianos que abarrotaban la disfrazada taberna donde agotaban las rondas de “chatos”. A la altura del entresuelo, doña Gregoria había colgado, con letras de “palote”, un letrero, “La Cordobesa”

 A través del teñido y verdoso ventanal se podía observar que los clientes de aquel tugurio no eran normales. Por su aspecto, la trenza que les caía sobre el cuello del montañes: Tío “Chuchi”, se distinguía que eran toreros. Rafael Guerra, “Guerrita”, Rafael González, “Machaquito”, José García, “Algabeño”, Antonio de Dios, “Conejito”,  y otros matadores “pasaos”; un picador de “Lagartijo” y gentes relacionadas con el toro y su entorno. 

Las tardes de corrida era fiesta en la calle. El carro de los toreros aparecía a la hora exacta con el repiqueteo de campanillas y madroños en esperaba de los pasajeros vestidos de luces que resplandecían con los rayos del sol. En la puerta de la taberna los curioso aficionados “caninos” y desde los balcones deseaban suerte. Los mismos ociosos esperaban el regreso de la tartana al crepúsculo terminada la corrida. Cuando el carromato llegaba antes de lo previsto y venía vacío, algo trágico había sucedido y traía un herido. Dos camilleros con blusa y gorra de visera blancas transportaban sobre un hule negro al infortunado para subirlo a una habitación de la posada. 

“La Cordobesa”, sin duda fue una fonda de toreros. Entonces, en las limpias habitaciones que dan a la parte trasera, a donde no llegan los ruidos de la calle, doña Gregoria cuidaba del herido, ayudaba a los médicos y no se apartaba, ni de noche ni de día, de la cama del doliente sin cobrar extraordinario por su impagable labor. El cariño a sus huéspedes toreros era más propio de una madre que de una patrona de fonda. 

     Uno de los toreros, que allí vivían, necesitaba más a menudo de aquellos piadosos cuidados que el resto de los inquilinos. Manuel Rodríguez, “Manolete” (el padre). Hombre sin suerte en los ruedos. Valiente en bastantes ocasiones, aturdido en muchas más y ayuno en el arte de torear. Nunca llegaría a romper el hielo de la Tauromaquia. Demasiadas veces caía herido o arrollado por los toros y atendido por la doña. Aquel “Manolete”, era un muchacho singular, barbilla corta con un hoyo que la dividía en dos partes. La nariz era larga y sobre ella dos ojos abultados desprovistos de pestañas. Durante horas permanecía en la parte más oscura de la sombría taberna sentado frente a una mesa sin pronunciar palabra. En la más absoluta oscuridad ocultaba la mirada tras unas gafas de cristales negros pareciendo más hermético y distante. Mi abuelo era el apoderado del matador. En casa se hablaba del asunto taurino con suma cautela y discreción. Yo era pequeño y no se recataban de comentar en mi presencia. Los mayores piensan que los niños no se enteran de nada. Así conocí del gran secreto que acompañaba a Manuel Rodríguez, “Manolete”.

     Una dolencia había corroído su córnea y le amenazaba con la ceguera total. Mi abuelo y el torero, con mucho sigilo, visitaban a un oculista famoso, el doctor Mansilla. Las sesiones eran dolorosas y el tratamiento ineficaz. “Manolete” salía al ruedo atormentado por el dolor, con la visión turbia y confusa. Sentía una sensación de enfrentarse a la muerte con los ojos vendados. Pese a su juventud estaba sumido en una melancolía creciente y la amenaza de la ceguera en sus ojos heridos sin que nadie lo supiera. Esa fue la causa de los fracasos en los ruedos y la desilusión que entristecía su corazón por el inevitable adiós a su carrera de matador. 

     En ese estado le conoció una bella mujer melancólica y viuda que se enamoró del desgraciado toreo; su nombre, Angustias, doña Angustias la llamaba respetuosamente todo el mundo.
     Al poco tiempo de la boda “Manolete” renunció definitivamente al toreo. Se refugió en una finca cordobesa con su ceguera y sus fracasos. Allí nació un niño enclenque y delicado que llegaría a revolucionar las formas conocidas en el arte de torear, Manuel Rodríguez Sánchez, “Manolete”, ¡el hijo de “Manolete”!.
     ….  Con su manera fácil, arriesgada y diferente de hacer las suertes, con valentía y elegancia en el ruedo. Ajeno al tumulto y las aclamaciones en los tendidos proyectó su imagen de torero único, diferente y genial principio del modernismo en las formas de interpretar el toreo.
 

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