lunes, 25 de octubre de 2010

Recordando a Marcial / Por Andrés Amorós

MADRID.-Día 25/10/2010
A los veinte años de su muerte, recuerdo a Marcial Lalanda: «el más grande», en la memoria popular, según su pasodoble. De ningún modo lo hubiera admitido él. El más grande, para él, fue, sin duda, Joselito el Gallo: su ídolo, su ideal permanente.
 
Seguía Marcial la línea magistral de José, que colocaba, en el centro de todo, la lidia, el dominio de cada toro, de acuerdo con sus condiciones. Pocos representantes más cualificados ha tenido la escuela clásica del toreo.
Había nacido en Vaciamadrid (Madrid), en 1903. Toreó en público por primera vez en 1914, a los once años. Le dio la alternativa Juan Belmonte, en Sevilla, en 1921. Se retiró en octubre de 1942, después de casi treinta años de profesión y de haber estoqueado más de 2.000 reses: por ejemplo, 67 toros de Miura y 71 de Pablo Romero. A pesar de ser un prototipo de «torero de Madrid», la Plaza donde actuó más veces, 127 tardes, fue la de Barcelona: así era normal entonces, aunque algunos hoy lo ignoren.
 
Subrayo dos tardes especiales: en Valencia, el 27 de julio de 1923, mató cinco miuras de 35 arrobas, en una corrida en la que fueron heridos dos matadores, dos banderilleros y cuatro picadores, además de morir una veintena de caballos. El 19 de octubre de 1930, en Barcelona, mató siete toros, cortó doce orejas y seis rabos, realizó 21 quites distintos...
No pudo tener grandes estudios pero, como otras figuras del toreo, poseía una inteligencia natural extraordinaria. Muy pocas veces he encontrado un juicio tan certero. Sus análisis de técnica taurina eran implacables.
Para Marcial, el toro era, siempre, el centro de la Fiesta; su evolución es lo que ha causado los cambios en el toreo. En sus últimos años advertía un creciente estilismo, veía que las suertes se habían depurado estéticamente pero echaba de menos lo esencial: el riesgo y las dificultades que plantea la lidia de un toro auténtico.Era inteligente, un castellano serio, educado, exigente, de trato exquisito.
 
Cuando publicamos el libro de su «Tauromaquia», viajamos juntos a muchas ciudades. Siempre, eso sí, en tren. (No le gustaba el avión). En los viajes, no parábamos de hablar: de toros, claro, el mundo que seguía apasionándole. Una vez, me dijo: «Ya le hemos dado una vuelta a todos los matadores importantes de la historia. Repasemos ahora a los banderilleros y picadores...» Hablar de eso, nunca le cansaba.
 
Una tarde, en Las Ventas, vio cómo el público enloquecía por un diestro de la línea que él llamaba estilista. A la salida, alguien le dijo: «Ha sido increíble, ¿verdad?» No advirtió la ironía de su respuesta: «Desde luego: increíble».
Su opinión era tajante: «Sobre las bases del toro auténtico y el toreo clásico nuestra Fiesta no puede morir, por su belleza inigualable». Dios le oiga.

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