lunes, 29 de julio de 2013

Belmonte y Joselito / Por Aquilino Duque


Belmonte y Joselito

Por Aquilino Duque
En una mesa redonda para periodistas celebrada en el Instituto Cervantes de Roma a raíz de la exaltación a la Silla de San Pedro de S.S. Francisco I, pasó lo que suele pasar en estos casos: que cada análisis fue un pronóstico en el que el facultativo de turno confundía la realidad con el deseo. Algo de esto pasó con la entronización en España del Monarca felizmente reinante, cuando no hubo currinche que se privara de decirle lo que tenía que hacer. Por aquel entonces, en un comentario sobre la concesión por vez primera del premio Cervantes, que recayó en don Jorge Guillén, a la que tuve el honor de asistir, me permití criticar aquella catarata de consejos al joven Monarca, señalando que de esa tarea ya se debían de haber ocupado dos personas, a saber: el que le dio la vida y el que lo puso en el trono. 

De todas las conjeturas o las profecías emitidas en Roma la más gratuita fue acaso la de que el nuevo pontificado iba a ser una « revolución » . La revolución ha dado tantos tumbos en los dos últimos siglos que hablar de ella es un lugar común, un latiguillo como aquel «¡Viva Cartagena!» con que remataban sus soflamas los cantonalistas de la I República cuando se quedaban sin argumentos. Viene todo esto a cuento de que al aparecer en los ruedos Juan Belmonte hace poco más de un siglo, las etiquetas que se le aplicaron fueron igualmente catastróficas, las de «revolución» y «terremoto», como si en vez de un lidiador temerario se tratara de un país centroamericano. Bien es verdad que en 1913 la revolución aún conservaba todo su prestigio, prestigio que iría a más con su triunfo de 1917 en el Imperio ruso. 

Creo que era Lagartijo el que decía de sus compañeros de profesión que «unos saben lo que hacen y otros hacen lo que saben». Nadie nace sabiendo y el que haya leído lo mejor de lo mucho que se ha escrito sobre Juan Belmonte y lo que él mismo, con una sencillez ejemplar, dejó escrito sobre sí mismo, saca la conclusión de que, todo valor e instinto, se lanzó por vez primera a los ruedos a «hacer lo que sabía» que no era mucho, sin otro principio rector que aquella máxima del Espartero de que «más cornás da el hambre». Lo que pasa es que junto al valor y al instinto, en Belmonte había otras dos cualidades igualmente poderosas: la voluntad y la inteligencia. También tuvo eso que es como la Gracia para el creyente, que fue suerte, una suerte que le permitió salir vivo de percances sin cuento y de encontrarse en su carrera con Joselito el Gallo

Joselito tenía todo lo que a Belmonte le faltaba. Para empezar, era torero por su casa como el que es rico por su casa y apenas supo andar y ya le habían puesto una muleta en la mano. Tenía facultades de sobra para hacer, mejorándolo, el toreo de piernas que es el que se había hecho hasta entonces, y se conocía al dedillo, no ya todas las suertes de sus predecesores, sino la psicología por así decir de los toros, de cada toro, en las placitas de los tentaderos y rodeado de entendidos y de gentes que podían salir al quite y de las que continuamente aprendía. El aprendizaje de Belmonte había sido en cambio clandestino y arriesgado, con nocturnidad y alevosía por así decir, expuesto no ya a los pitones de la fiera que había que apartar de la manada, sino al rigor de los guardas o los mayorales. Uno tenía en su haber todo el cursushonorum de su carrera; el otro era un pobre autodidacta. Sin las facultades ni las hechuras de José, Juan no podía salir por pies como él, ganarle al toro a la carrera, y tuvo que hacer, más que l o que sabía aún, que era poco, lo que podía, que sería mucho, y así fue cómo el toreo subió de las piernas a los brazos. Belmonte no tuvo más remedio, para hacer ese toreo, que violar la territorialidad del toro, pisar terrenos hasta entonces vedados, en l os que sólo era posible la maravilla estética de sus tres grandes aportaciones: l a media verónica, el molinete y el forzado de pecho. Y, como sus dos piernas no podían competir en la carrera con las cuatro patas del toro, llegó a la conclusión de que, ya que éste era más ágil, le costaba menos trabajo que a él evitar el choque. 

No rezaba pues con Belmonte aquello de «o te quitas tú o te quita el toro», sino que aprendió a fuerza de revolcones a hacer que fuera el toro quien se quitara y ahí es donde llegó a ser un maestro en lo de mandar y templar. Su mejor admirador fue el torero al que lo enfrentó la afición. No podía ser más distinto el uno del otro, y si el toreo cambió y se renovó a partir de entonces, es por las lecciones que, como quien no quiere la cosa, se daban entre ellos cuando alternaban. Joselito tuvo a la fuerza que meterse en los terrenos conquistados por Belmonte, y Belmonte fijarse bien en la elegante facilidad y en los recursos técnicos de Joselito.

(*) Publicado en ABC de Sevilla el 28 de julio de 2013

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