lunes, 17 de marzo de 2014

Señores de Europa / Por Ignacio Ruiz Quintano


Don Santiago en los toros


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Señorear Europa (o lo que Putin vaya a dejarnos de ella, que será el fútbol): en eso está el lío.

Ahora, los señores de Europa (también futboleramente) son los alemanes, y para ganarles no vale la malagueña del ensayo con Schuster, pues Schuster, que quiere decir Zapatero, es un alemán como Carlos V, es decir, un español que madruga.

El Madrid se presentó en Málaga con Marcelo de capitán, cumpliéndose con ello el refrán brasileño que avisa de que Dios escribe recto con líneas “tortas”: Marcelo o los renglones torcidos de Dios.
El capitán ni siquiera reclamó el penalti de Bale, ese castillo del fútbol, mientras en algún verde valle cántabro Arminio, Doctor No del rotarismo arbitral, acariciaba a su jato (sin erratas: ternero) en brazos.

Lo único hermoso de la noche malagueña fue una jugada, la más mourinhista, de Di María, que dejó a Isco como Cruyff dejaba a Manolo Clares, con el mismo resultado: a Isco no le salió un remate; a Isco le salió un escobazo como los que en Deadwood pegaba Jewell, la coja irónica y adorable, para barrer mondongos en el salón de “Al” Swerengen.

En esa jugada, Isco salvó a Schuster de que la afición local cantara vete a Yuste ya.

Pero al Madrid, ¿qué le importa Schuster?


El alemán que debe importar al Madrid es Guardiola, el Zelig de todos los nacionalismos (menos el español), que alterna la dirección técnica del Bayern con la promoción del golpismo en Cataluña.

El Bayern es históricamente la Atapuerca del Madrid, con aquellos Khanes y Augentháleres míticos que remitían a los nuestros a la sima de los huesos (Khan y Augenthaler eran los Miguelones de Arsuaga), ante cuya presencia hasta Juanito perdía la cabeza pisando la de Matthäus, un futbolista sobrevalorado por la diéresis.

Al Bayern lo tuvimos bajo la bota con Mourinho en la semifinal del Bernabéu, la noche en que los tres jugadores mejor pagados de la plantilla, Cristiano, Kaká y Ramos, marraron (“marrar” lo decían mucho los viejos cronistas del cuero) sus penaltis, circunstancia que al menos sirvió para conocer de la tremenda grosería de dos personajes bávaros, Uli Hoeness y Paul Breitner, que lo celebraron en el palco como gamberros (en el caso de Breitner, como si el Madrid le debiera dinero).

–Les sacamos de la mierda y sus clubes de fútbol no pagan a Hacienda–había dicho Hoeness de España, así, en general.

Y con eso llegó a presidente del Bayern, de donde acaba de salir para ir al talego por escaqueo de impuestos (“En nombre de todos los contribuyentes alemanes, metan en la cárcel a Hoeness”, fue la portada del “Bild Zeitung”).

Con el guardiolismo culé tocado y hundido por el Madrid de Mourinho, es la hora de copar al guardiolismo muniqués, ése que aburre hasta las lágrimas (como a mí) a Beckembauer, su presidente de honor.

El guardiolismo culé era el opio del Tercer Mundo, según el biógrafo de Madiba, que escribió en el periódico global en español: “El fútbol es alegría para todos y consuelo para los jodidos (sin palabrotillas no hay texto progre que valga). Si Guardiola dudase del poder que tiene sobre el estado de ánimo de la especie, que vaya a Sierra Leona, Congo o Zimbabue.”

Pero Guardiola prefirió irse a Alemania, y ahí es donde le vamos a dar.


PEPE ANTE EL ESPEJO
Mourinho dijo que los jugadores del Madrid hacen cola en el espejo mientras el árbitro los espera en el túnel, y Pepe, que ha interiorizado su papel de zumosol de Casillas como Bela Lugosi el de Drácula, contestó que Mourinho es el único que se levanta por la mañana y no se ve en el espejo, que a saber lo que quiso decir con eso. Él, desde luego, se mira, al menos desde que se ha dejado el pelo. Se cree obligado a hacerlo porque se siente responsable (ahora) de la imagen del Madrid. Con pelo, en fin, es otro. En Málaga le clavó los tacos en la rodilla al cartesiano Duda, y en su defensa salió hasta ese personaje culé que tiene la TV para amenizar la locución de los partidos imitando a Doña Croqueta. Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué.


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