domingo, 30 de agosto de 2015

Treinta años de la cornada mortal al Yiyo / por Andrés Amorós



José Cubero Yiyo

El toro «Burlero» le propinó un navajazo en el corazón en la plaza de Colmenar.


Treinta años de la cornada mortal al Yiyo

Andrés Amorós
Hace exactamente treinta años, el 30 de agosto de 1985, José Cubero «Yiyo» fue herido mortalmente, en Colmenar Viejo, por el sexto toro, «Burlero», de la ganadería de Marcos Núñez. Tenía 21 años. Era la gran promesa del toreo, un joven atractivo y alegre. ABC le dedicó su portada, con este escueto titular: «Un toro mató al Yiyo».

Once meses antes, el 26 de septiembre de 1984, al Yiyo le tocó matar el toro «Avispado», que hirió mortalmente a Paquirri: «No quiero hablar de venganza pero, de alguna manera, tenía que expresar mi rabia por lo sucedido». Se enteró de la noticia volviendo, en coche, y tuvo que parar, al borde de la carretera, para llorar por su compañero. (De ese cartel queda vivo únicamente El Soro). «Tras Pozoblanco, el miedo me atenazaba y me sobrepuse. La gente, muchas veces, no quiere ver los riesgos de la profesión de torero. Esto del toreo no es un fraude».

Había nacido en Francia, hijo de padres andaluces, emigrantes. Volvieron a Madrid cuando él era un chico. Ingresó en la Escuela de Tauromaquia. Al trío que formó con Lucio Sandín y Julián Maestro les llamaron «los príncipes del toreo». Tomó la alternativa en 1981, con 17 años. Ya había triunfado en Las Ventas. Me lo decía Luis Miguel Dominguín: «De los jóvenes, era el más dotado». Tenía facilidad, cabeza, elegancia natural. Sólo le faltaba la madurez: no la pudo alcanzar.

Sustituto de Curro Romero

En Colmenar, no toreó Curro Romero, lesionado; le sustituyó El Yiyo, de azul y oro. En el último toro, a la caída de la tarde, cuajó una gran faena. El toro, herido de muerte, lo volteó; en el suelo, le metió el pitón izquierdo por la espalda, levantándolo en el aire. En las borrosas fotografías, impresiona su mirada perdida. Dijo sólo una frase, a su peón de confianza: «Pali, este toro me ha matado». Y cerró los ojos. Antoñete y Palomar lloraban. Su apoderado lo contó así: «Tenía el corazón como si lo hubiera rajado un cuchillo».

En la Plaza estaban su padre y su hermano. En una ambulancia lo trasladaron a la casa familiar, en el barrio madrileño de Canillas. Allí se formó una verdadera manifestación popular. En una fotografía, se ve al padre, abrazándolo: igual que Ignacio Sánchez Mejías a Joselito. Lo amortajaron con el vestido burdeos y azabache con que había triunfado en Madrid. Su féretro dio la vuelta al ruedo de Las Ventas, repleto de aficionados.

Lo recordaba Lucio Sandín, su compañero: «Un chico muy alegre, que siempre estaba de broma». Y Tomás Redondo, su apoderado: «Siempre quiso ser un hombre bueno». (Él no pudo sobreponerse: se suicidó, en 1989). La Tauromaquia incluye siempre esa posibilidad: «La suerte o la muerte», titula Gerardo Diego.

Una vez, Yiyo había dicho: «La muerte la llevamos, en la cara, todos los toreros. Pienso que un cuerno me va a arrancar el corazón.¿Qué más da?» Pero él la encontró. Delante de Las Ventas, en su monumento, un toro lo levanta al cielo de los héroes, que nunca mueren del todo. Treinta años después, El Yiyo sigue muy vivo, en nuestro recuerdo.

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