"...el caso de Ponce no tiene término de comparación con ninguna otra gran figura de la historia, incluidos sus coetáneos. Lo más lógico habría sido que alguno de estos últimos hubieran conseguido terminar con su larga permanencia en la cumbre. Era una ley de vida que no se cumplió ni se cumple en su caso pese a los 26 años que lleva como matador de toros ininterrumpidamente..."
Por qué seguimos hablando de Enrique Ponce
J.A. del Moral
Porque continúa en plena actividad y, sobre todo, porque cada año está mejor, sin que por el momento podamos saber cuáles serán sus límites, tanto en el plano profesional como en el artístico.
Y porque el caso de Ponce no tiene término de comparación con ninguna otra gran figura de la historia, incluidos sus coetáneos. Lo más lógico habría sido que alguno de estos últimos hubieran conseguido terminar con su larga permanencia en la cumbre. Era una ley de vida que no se cumplió ni se cumple en su caso pese a los 26 años que lleva como matador de toros ininterrumpidamente. Tuvieron tiempo y ocasiones para lograrlo. Lo intentaron algunos – muy pocos -, frente al toro. Pero como no hallaron modo ni manera de logarlo en las plazas, últimamente no cesan de zancadillearle en los despachos en su maligna intención de quitarle de en medio. Prefieren no tener que soportarlo. Baldío propósito porque a medida que transcurren los años parece que el tiempo pasa para todos menos para Ponce. No han podido destronarle y esta impotencia es, precisamente, la que más les hiere en su ego y la que más envidia les provoca.
De sus detractores en la crítica – ha tenido muchísimos que le daban hasta en el carnet de identidad -, la mayoría han terminado por rendir sus armas. No les ha cabido más remedio. Y sus adversarios de entre la afición cada vez son menos aunque quedan. Les consuela meterse con los que le defendimos desde sus comienzos hasta ahora. Quizá sea quien esto firma uno de los más atacados.
Mis lectores no tienen ni la más remota idea de la enorme cantidad de comentarios que tengo que enviar a la papelera por los insultos, desprecios y pesadas bromas que me profieren a cuenta de Enrique Ponce.
Quizá muchos ignoran que la inmensa mayoría de los más grandes toreros de las pasadas épocas, sufrieron ostensibles decadencias en sus últimas temporadas sin más excepciones que los que vieron truncadas sus carreras por haber muerto prematuramente por causas naturales o en la plaza víctimas de un toro, dejando sin despejar la incógnita sobre cómo hubieran terminado sus carreras de haber permanecido vivos.
Aunque la precoz maestría de Ponce la mantuvo y la acrecentó frente cualquier clase y condición de las reses de lidia a las que tuvo y tiene que enfrentarse, ha sido en su estilo en lo que más ha evolucionado en su permanente búsqueda de la perfección. Hubo unos años en los que dijimos que Enrique Ponce estaba por encima del bien y del mal. Pero la insólita regularidad de sus éxitos tan solo limitados por fallos con la espada, su incólume afán competitivo, su indeclinable amor propio pese a las gravísimas cornadas que ha padecido sin que ninguna haya mermado ni un gramo su natural y excepcional valor, son las razones de haber atravesado una frontera que parecía infranqueable hasta llegar él.
He tenido recientemente la ocasión de verle actuar en dos pueblos andaluces: el sevillano de Utrera y el cordobés de Cabra. Lo de menos es haber cosechado en ambos festejos siete orejas y un rabo. Lo importante fue verle tan dispuesto en todos los aspectos como en cualquier plaza de primerísima categoría. El Ponce de Utrera y de Cabra fue el mismo que el de sus mejores tardes de este año en los escenarios más exigentes.
Hace ya bastante tiempo que se ha dado en decir sobre Ponce que se “inventa” toros cada vez que cuaja grandes faenas a reses que en otras manos no hubiera pasado de trasteos meritorios cuando no imposibles. Ciertamente es Ponce quien más toros se ha “inventado”. El término proviene, precisamente, de sus muchas obras cuasi milagrosas. Pero es que “inventarse” un toro, en su caso, no solo trata de dominarlo, de someterlo, de poderlo en los casos de reses difíciles que terminan embistiendo como corderos, también de lograr que reses de escasa cuando no nula fuerza, la recobren. Y sobre todo, que a la mayoría, tanto a los malos como a los nobles, termine toreándolos con despacioso relajo, adecuado temple, exquisita factura y la natural facilidad que es lo que más le distingue de los demás. Tanto es así que muchísimos malos toros, bien sea por su genio o por su debilidad, son aplaudidos en el arrastre gracias a como los ha entendido Ponce.
Por eso los ganaderos le admiran, sabiéndole salvador de muchos desastres aunque en voz baja se quejan de que Ponce explique en sus declaraciones posteriores a la lidia cómo fueron y cómo arregló los defectos de sus toros si los tuvieron. Y el caso es que nunca se guarda para sí el cómo y el por qué lo consigue. Lo explica cual libro abierto que, por cierto, es tan fácil de comprender como difícil de llevar a la práctica.
Sé perfectamente que estas líneas me van a acarrear más insultos y desprecios. Me da igual. Estoy acostumbrado. Siempre me ocurrió con los que fueron mis toreros predilectos.
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