miércoles, 21 de junio de 2017

Las propinas de Dios / por Enrique Amat



La muerte el pasado sábado de Iván Fandiño no deja de ratificar la veracidad del aserto del denominado Divino Calvo. Y es que si ya todos los seres humanos vivimos de las propinas de Dios, porque levantarse cada mañana es un regalo, lo es todavía más para todos aquellos que ponen en juego su vida en ese círculo mágico que es una plaza de toros.

Las propinas de Dios

“Vivimos de las propinas de Dios”. Esta es una de las múltiples sentencias que se le atribuyen a aquel coletudo de ensueño que debió ser Rafael el Gallo. Un ser de una personalidad fascinante y quien, al margen de sus brillantísimas desigualdades en la plaza, en la calle pródigo frases llenas de ingenio, sabiduría y gracejo.

La muerte el pasado sábado de Iván Fandiño no deja de ratificar la veracidad del aserto del denominado Divino Calvo. Y es que si ya todos los seres humanos vivimos de las propinas de Dios, porque levantarse cada mañana es un regalo, lo es todavía más para todos aquellos que ponen en juego su vida en ese círculo mágico que es una plaza de toros.

Ha muerto Iván Fandiño, como antes sucedió Víctor Barrio y otros muchos. Una muerte que va a contribuir a engrandecer y mitificar, como sucedió en otras ocasiones la figura de este espada de variados orígenes, con un maridaje entre lo gallego, lo vasco y lo alcarreño. Ahora sorprende, e incluso causa cierto sonrojo, leer o escuchar los elogiosos epítetos que le están dedicando algunos de los que otrora vertieron hacia él comentarios despectivos, críticos e irónicos. Pero la vida es así.

Y la muerte de este enrazado torero, quien por cierto ingresó en la Escuela de Tauromaquia de Valencia el 26 de enero de 1999 con el apodo de El Niño de la Antigua, en la que estuvo dos años, ha servido también a volver a magnificar y poner de manifiesto el respeto y la admiración que merecen todos cuantos se visten de luces en una plaza de toros. Y la grandeza de este arte efímero juego con la muerte que es la tauromaquia. Un arte tan denostado por algunos. Eso sí, utilizando argumentos cerriles, desde el punto de vista de la cerrazón, el sectarismo y el odio. Amparándose en un estúpido buenismo, y en ridículos eslóganes como eso las políticas inclusivas, la sostenibilidad, las sensibilidades y demás zarandajas.

Es la grandeza única de este ritual tan vivo y real pero a la vez tan efímero. El tratadista José Alameda aseguraba: “El toreo es difícil de ver porque es un arte en movimiento, un arte en el tiempo que nunca se detiene para que lo alcances, ni deja respiro para que lo vuelvas a pensar antes de haber transcurrido.”

Y es que el citado concepto de inmediatez, de incertidumbre y de riesgo, es algo esencial para entender y encontrar el verdadero sentido a la tauromaquia. Por eso, si después de haber vibrado al presenciar una faena en la plaza, uno la contempla en el video, en la tranquilidad de un salón, sabedor ya lo que ha sucedido en el ruedo y desprendiendo a todo aquello del riesgo, del miedo a lo desconocido, las cosas se perciben de una muy distinta forma.

Porque el riesgo y la posibilidad de la muerte, aunque no deseada por nadie, es algo esencial en el toreo. No ya en el sentido de que ésta se produzca o tenga lugar, ya que por fortuna no son tan numerosos los accidentes mortales en un coso, en comparación con otras manifestaciones como el boxeo, el automovilismo, el motociclismo o el alpinismo. Si no en el sentido de que su mera posibilidad, aunque remota, esté presente en el festejo.

Ese “aletear de negro la muerte por el redondel”, que decía el poeta Rafael Alberti, es lo que en definitiva engrandece y dimensiona la figura de los toreros. Así, García Lorca manifestó que: “La corrida es el único sitio donde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de la más deslumbradora belleza.”

Eso es lo que significa meterse en ese círculo mágico que es una plaza de toros. Un espacio del que el espada no sabe si va a salir con vida, una vez entra en él. Hay que insistir en el hecho de que la muerte no se desea, pero es necesario que exista como posibilidad, como mera hipótesis, para que se pueda captar la grandeza que supone la creación del arte frente al riesgo.

Valga otra anécdota para ilustrar este tema. Francisco Arjona Cúchares fue un destacadísimo torero del siglo XIX. Un coletudo tan brillante y espectacular como seguro. Bullidor y dominador de las triquiñuelas de la lidia, casi nunca le cogían los toros. Un espada quien, en consonancia a lo que era su forma de torear, afirmaba: “De todas las suertes del toreo, la más importante es que no le coja a uno el toro”. Pues bien. Este espada tuvo una hija, María de la Salud, quien se enamoró de un joven lidiador llamado Antonio Sánchez el Tato. Un lidiador valiente y arrestoso, corajudo y entregado, al que sí cogían los toros con relativa frecuencia. Cuando aquella hija fue a pedirle a Cúchares permiso para casarse con el Tato, la contestación de su ilustre padre fue la siguiente: “Te doy mis bendiciones para que te cases, hija mía. Pero no pierdas de vista una cosa. Que no todos los toreros son como tu padre, que cuando sale de casa para torear una corrida y dice ¡hasta luego!, vuelve. Hay toreros que no vuelven de pie, sino en una camilla o dentro de una caja de pino”.

Cabe recordar que Cúchares acabó muriendo en la plaza cubana de La Habana, pero no como consecuencia de la cornada de un toro, sino a causa de sufrir un vómito negro. En tanto que su yerno, Antonio Sánchez el Tato, perdió una pierna de resultas de una cornada sufrida en la plaza de toros de Madrid, en una corrida que se celebró el lunes 7 de junio de 1869 con el fin de solemnizar la promulgación de la Constitución. La terna estuvo compuesta por El Tato, Vicente García Villaverde y Lagartijo. Los astados fueron de Vicente Martínez. El cuarto, de nombre Peregrino, le cogió al entrar a matar, infiriéndole una cornada de cuatro centímetros de longitud por tres de profundidad, en el tercio superior de la pierna derecha. Una herida que se complicó, por lo que se le hubo de amputar dicha pierna. Una extremidad que acabo por exhibirse más tarde en una célebre farmacia de Madrid y que dio lugar a un libro del autor americano William Lyon titulado La pierna del Tato. Luego, este espada trató de torear dos años más tarde con una pierna ortopédica, y lo llegó a intentar en las plazas de Badajoz, Valencia y Sevilla, pero sin resultado.

El citado Cúchares le dijo en una ocasión al actor y director teatral Julián Romea: “Aquí, en los toros, se muere de verdad y no de mentirijillas, como en el teatro”. Por ello el cineasta y aficionado Orson Welles afirmaba que un actor es un torero al que le pasan cosas de verdad.

Queda claro que el matador convive con la muerte, y ello forma parte de su propia idiosincrasia. Miguel Hernández, en su obra de teatro titulada El torero más valiente, pone en boca del espada Ignacio Sánchez Mejías, protagonista de la misma, la siguiente frase, en el momento en el que éste justifica su reaparición en los ruedos: “Voy en busca de Dios, que me lo dejé en la plaza.”

Con todo, por fortuna, hay que insistir en el reducido porcentaje de percances mortales que se producen en los festejos taurinos, en proporción con la gran cantidad de espectáculos que tienen lugar a lo largo y ancho de todo el año en las plazas de España, Francia, Portugal e Hispanoamérica. Y además, tal como asegura el pintor Miquel Barceló: “La tauromaquia es uno de los mecanismos que el hombre ha tenido que inventar para superar la muerte”.

La visión poética que de la fiesta de los toros tuvo el poeta Gerardo Diego se manifestó en torno a lo que él calificaba de presencias ineludibles en el toreo: la suerte, como lance de la tauromaquia o necesidad de fortuna, y la muerte, como amenaza trágica e imprevisible. Y con ese título, La suerte o la muerte, publicó en 1963 un conjunto de poemas taurinos que concluye con el poema Plaza Vacía y este último verso: “la vida es sombra, y el toreo sueño”

No hay comentarios:

Publicar un comentario