viernes, 30 de noviembre de 2018

EN MÉXICO SE SECÓ LA FUENTE DE LA PASIÓN AL VACIARSE EL POZO DE LA RIVALIDAD Por El Vito


Lorenzo, Manolo y Fermín, pura pasión mexicana en el ruedo de la Plaza Monumental México.


EN MÉXICO SE SECÓ LA FUENTE DE LA PASIÓN AL VACIARSE EL POZO DE LA RIVALIDAD 

La Temporada Grande o la llamada Temporada Internacional, como promueve la empresa de la Plaza Monumental México su ciclo más importante,  llega este domingo a su cuarto festejo. Lo hace sin que en sus carteles, muchos de ellos muy atractivos, destaque lo que años atrás nutría  la pasión y disposición de los aficionados: la rivalidad.

Hubo siempre rivalidad entre toreros, como aquella encendida entre Gaona y Silveti, Balderas, Armillita, Garza, El Soldado en México, y también entre ganaderos como don Antonio Llaguno y los González de La Laguna y de Piedras Negras como comprobamos al  recorrer los caminos de la historia deliciosamente narrada por grandes cronistas del toreo mexicano.
En su relato Luis Niño de Rivera  es su magnífico libro Sangre de Llaguno, nos cuenta cuando don Antonio Llaguno y su hermano José Julián invirtieron todo su dinero para irse a España en medio de el azar de aquellos turbios días cuando en México estallaba una Revolución exterminadora de todo lo que oliera a hispanidad. Los Llaguno viajaron a comprar vacas bravas, lo que animó a los González y se convirtió en rivalidad, más tarde del pacto de San Miguel Texmelucah.

Era Tlaxcala contra Zacatecas.

Luego, cuando regresaron a México para sembrar la semilla. Lo hicieron evitando invasores y esquivando asesinos,  escondieron en sus casas en Ciudad de México sus vacas, llegándose a dar la casualidad que en Ciudad de México, el mismo día y en la misma habitación, nacieron Ana María, hija de don Antonio, y una vaca de San Mateo pura de Saltillo…


En un libro escrito por Guillermo Cantú y que sirve de bisagra a dos generaciones del toreo mexicano que lleva el llamativo título de Silverio, se unen los que llevaron la pasión inaudita de los tendidos del viejo Toreo de la Condesa a los amplísimos escaños de la Plaza Monumental México.
A la entrada del tendido en la Plaza México, el pincel de Ribelles inmortalizó a los hermanos Carmelo y Silverio, "los Pérez de Texcoco".
Apasionantes ambos, que le dieron un vuelco a la fiesta de los toros mexicana.

Guillermo Cantú, un autor que es muy conocedor del sentido del toreo mexicano, es también, por la ideología expresada en sus libros y artículos, hombre muy polémico.
La intención que envuelve Silverio no es diferente a la de su anterior trabajo, Muerte de Azúcar, contribución y búsqueda de una explicación a la expresión racial al toreo sensual.
Leí la obra de Cantú hace años durante mi estada en Chichimeco, en el rancho de Miguel Espinosa Armilita Chico. Tras andar el camino escrito por Cantú, viví la oportunidad y el privilegio de acercarme a los hermanos Carmelo y Silverio de la mano de la narración de anécdota brillantemente recordada por Carlitos Izunza —fotógrafo de los inmortales— y por Miguel Sahid, un armillista hueso colorado, quienes fueron testigos y protagonistas de los días de la gloria de los toreros de Texcoco en la Ciudad de México. Tal vez los mejores días del garcismo militante, enfrentado al armillismo. Eran aquellos días del terreno abonado para que Carlos Quiroz, "Monosabio", lanzara la máxima guerrera taurina de: "Agarzarse o morir".

Más tarde en el tiempo y en la pasión de los corazones aparecería entre los monstruos el torero nahuatl, Silverio Pérez.


Silverio llegó al toreo con la misión de a recoger la herencia que había dejado intacta su hermano Carmelo. Muerto tras largo, doloroso y penoso calvario que padeció tras las espantosas cornadas inferidas por Michín de San Diego de los Padres. Cornadas que como cuchillos penetraron el cuerpo del texcocano, inerte sobre la arena del Toreo de la Condesa en la Ciudad de México.
Contaba Miguel Sahid que los silveristas cuando iban a la plaza y para diferenciarse de los rivales garcistas y armillistas, y para identificarse con su ídolo Silverio, llevaban prendida a la solapa del paltó, o prendido del pecho de la camisa, una cinta de color solferino - rosa mexicano -, para sin necesidad de gritarlo decir que estaban con El Compadre, que eran del partido de Silverio Pérez; porque los que gritaban y se peleaban en los tendidos eran los armillistas y los garcistas, militantes furibundos de las peñas La Porra y la Contraporra, que capitaneaban "El Jitomatero" y "El Zángano".

Silverio Pérez fue torero de grandiosa irregularidad, desacertado e inspirado, estaba prácticamente acuñado entre Armillita y Garza con su insolente indolencia de indio, “o de español cuando torea”...
De esa conexión trata la obra de Cantú y el autor busca en cada línea y en cada párrafo las raíces raciales de la expresión que difícilmente -tal vez sólo Andalucía- sea entendida en otro rincón del universo taurino.
Al alimón con la obra de Guillermo Cantú leí la recopilación de las crónicas de Carlos León, quien en el diario Novedades de México creó un estilo epistolar -muchas veces mal imitado y pocas igualado-, para narrar sus reseñas y crónicas taurinas... Estilo avinagrado, hiriente, sarcástico, de profundos conocimientos taurinos el de Carlos León Quezada, que mucho antes de que apareciera la tesis de Guillermo Cantú, se opuso rotundamente "a eso” que calificaron como la expresión taurina mexicana, y que fue alimentada por Francisco Lazo, responsable de la información taurina del influyente tabloide Esto.

Aún vibra en el ambiente periodístico taurino mexicano otro
cronista, este ya desaparecido, muerto en un trágico accidente aéreo y que llenó de dulce mexicanismo sus sabrosas cuartillas. Me refiero al yucateco Carlos Septien “El tío Carlos”. Silverista apasionado este poeta de la crónica, como también lo fuera de Carlos Arruza, uno de los toreros que la adversidad de Carlos León convirtió en diana para los dardos de la avinagrada crítica.

Los escritores y los periodistas, los aficionados y las peñas, vivían en México con la pasión de sus toreros. Eran cada latido de aquellos corazones que le dieron vida y presencia a lo que califican los que narran la historiografía de la fiesta como la Edad de Oro del Toreo en México. Al vivir y escuchar revivir el apasionante remolino de la polémica taurina, comprendí el porqué de las raíces tan hondas en el toreo mexicano; y vi que para llevar pasiones y masas a los tendidos, hay que distinguirse con divisa solferino.

Hoy hay puras promesas. Ilusiones muchas, pero ya no hay que “Agarzarse” ni tampoco distinguirse con “divisa solferino”


Fresca en la memoria la última época dorada del México taurino, la de Manolo, Curro y Eloy y esta que recién se fue de Jorge y de Miguel…

No han recogido el reto, se ha secado el pozo se la pasión. 

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Enlace relacionado:
El Ingeniero Arnulfo Canales (centro), con su inconfundible postura, acompañando a dos leyendas: Eloy Cavazos y Manolo Martínez.

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