jueves, 19 de noviembre de 2020

La batalla cultural / por Aquilino Duque


El caso es que la Transición tiene más de Estado de golpe que de Estado de derecho y la democracia tal como se practica no parece muy compatible con la patria, de la que se ha llegado a decir que es un concepto «discutido y discutible».

La batalla cultural

Aquilino Duque
El Debate / Nvbre. 2020

El núcleo fundador del partido Vox es gente joven, como lo fue en su día la gente que fundó Ciudadanos, y en su mayoría no habían nacido o eran muy niños cuando pasó a mejor vida el «régimen anterior». De ahí que estos últimos situaran los orígenes de la nación española en las Cortes de Cádiz y aquellos, la llamada «reconciliación nacional» en la Constitución del 78. Es inevitable que el «relato» de lo acontecido después los haya impregnado, porque es muy difícil que nadie se haya salvado desde entonces de la, llamémosla, «deformación del espíritu nacional», por otro nombre «educación para la ciudadanía», de los pedagogos para la democracia y los «nefastos búhos», como decía Francis Picabia, de los medios de confusión.

En los albores de la Transición y al levantarse el arco constitucional, no dejé de fijarme en el pequeño detalle de que no tocaba tierra por la derecha, con el riesgo de que se viniera abajo el día menos pensado. Por el lado izquierdo no había cuidado; los vencidos, a los que tendían la mano los vencedores, sabían que su razón de ser era la reivindicación de su fracaso. En la Roma de mediados de siglo, María Zambrano le dijo a Dionisio Ridruejo que, para que las heridas de España se cerraran, todos los españoles que se habían enfrentado a muerte tenían que ponerse de rodillas. No es la primera vez que lo menciono, como no es la primera vez que digo que los primeros en hacerlo serían los del bando nacional, pero que, en vista de que los de enfrente no hacían lo mismo, muchos de ellos optaron por ponerse a cuatro patas a ver si así convencían a los refractarios a la genuflexión. Mal podían, en esa postura, asegurar la estabilidad del arco constitucional y evitar que tanto los hunos como los hotros volvieran a las andadas.

El caso es que la Transición tiene más de Estado de golpe que de Estado de derecho y la democracia tal como se practica no parece muy compatible con la patria, de la que se ha llegado a decir que es un concepto «discutido y discutible», cosa que nadie se atrevería a decir de la democracia. Mucho me temo que la «batalla cultural» de que algunos hablan tenga algo que ver con esto. No hace mucho, un político de los que no engañan a nadie se refería a unos guardias civiles tachándolos de «patriotas» y, hace años, un intelectual «recuperado» por ABC oponía, en una tercera, a lo «políticamente correcto», que ya se empezaba a poner en tela de juicio, algo a su juicio mucho peor: lo «patrióticamente correcto». Más recientemente, otro político, pero de los que se engañan a sí mismos, proclamaba su equidistancia entre el nuevo Frente Popular que nos amenaza y la «España grande y libre» que añoran, por lo visto, algunos de sus votantes.

La proclamación de un estado de alarma de seis meses, con el pretexto de la pandemia, conlleva la clausura de un Parlamento en que la oposición se reduce al único partido, Vox, que la ejerce en serio, y cuya mayor virtud sería estabilizar el arco parlamentario por la derecha, de no ser porque su aliada natural, la derecha vergonzante, que nos ha traído a la presente situación con sus claudicaciones, sus concesiones, sus abstenciones y sus sumisiones ante la que debería ser su enemiga natural, haya llegado al extremo de abrochar el «cinturón sanitario» que por fin lo expulse a las tinieblas exteriores.

Dicho suavemente, no creo que al servum pecus, como decía Joaquín Costa, del que formo parte, infunda mucha confianza el proyecto político del contubernio rojo-separatista del presente Frente Popular. Alguna vez he dicho que la corrupción es el lubricante de la política en general y el combustible de la democracia en particular. El que observe el desarrollo del «turno pacífico» de conservadores y progresistas en ambas restauraciones de nuestra monarquía parlamentaria, el del equilibrio avanzato entre democristianos y comunistas de la Italia de los 60 o la alarmante situación de Méjico o Argentina en nuestra América, llega a la conclusión de que el ejercicio del poder o la lucha política convierte a los partidos políticos sin distinción en asociaciones de delincuentes. El caso nuestro es especialmente grave, pues la pandemia es una broma pesada si se la compara con la corrupción que afecta a casi todas las instituciones de la nación y que deja, por tanto, a esta a merced de los que reniegan de ella desde la propia sede de la «soberanía nacional».

La única institución que se salva, en mi opinión, es la actual Jefatura del Estado, si se la juzga por el paso al frente que tuvo el valor de dar frente al reto separatista y que hizo que los balcones de toda España se llenaran desde entonces de banderas nacionales. Dicen los comentaristas del Estado de golpe que el cierre de las Cortes por medio año va a permitir un golpe de Estado constitucional como el que se dio en Alemania en 1933. Ese golpe tendría, como primera providencia, el efecto inmediato de la secesión de las que llamo «autonomías histéricas». En tal caso, el Jefe del Estado es, según la Constitución, el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, entre cuyas obligaciones constitucionales está la de la defensa de la integridad del territorio nacional. No digo más.

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