jueves, 28 de enero de 2021

La convulsa y epiléptica Segunda República / por Aquilino Duque

La Guerra Civil fue uno de esos fracasos históricos de los que se regodean los que consideran que toda la historia de España es un fracaso. Y es que ese fracaso, el de la Segunda República, ya había empezado en octubre del 34 con la revolución de Asturias y la insurrección de Barcelona.

La convulsa y epiléptica Segunda República

Aquilino Duque
El Debate | 25 de enero de 2021
Cuatro meses y ocho días tenía yo cuando España, como dijo el almirante Aznar, último primer ministro de la monarquía, «se acostó monárquica y despertó republicana». Su primer presidente, Niceto Alcalá-Zamora, exministro de la monarquía, dijo que la república sería una república «ni convulsa ni epiléptica» y «con obispos». Unas elecciones municipales, en las que la mayoría votó monárquico, abrían el paso a la república por la sencilla regla de tres de que muchas capitales de provincia de la nación habían votado republicano. El rey, aconsejado o apremiado por sus propios cortesanos, hizo las maletas y abandonó Madrid «antes de caer el sol», según la exigencia de los nuevos gobernantes.

El júbilo popular de aquel 14 de abril corrió como la pólvora y no había transcurrido un mes cuando la fogosidad del ambiente estallaba en la quema de conventos, ante la pasividad del Gobierno, la satisfacción sin reservas de Baroja y Valle-Inclán, la reprobación de Ortega, Marañón y Pérez de Ayala y la atribución del estrago a «insensatas provocaciones de los monárquicos» por parte del partido de los «cien años de honradez». Este partido, que ya en 1917 estuvo a punto de adelantarse a la Revolución rusa y que no tuvo inconveniente en colaborar con la dictadura de Primo de Rivera en 1923, hizo que la «república de profesores» que querían los republicanos «burgueses» se constituyera en «república de trabajadores».

Cabe preguntarse si ese alarde de piromanía no pudo ser una respuesta a la pastoral del cardenal primado don Pedro Segura de diez días atrás y que le costó la expulsión de España y su deposición, una vez en Roma, del primado toledano. Luego vendría la expulsión de los jesuitas, obra de Azaña y Fernando de los Ríos, a la que se opuso en vano, como dijo Unamuno, «el buen liberal Cossío», tan institucionista o más que don Fernando. El propio don Niceto, tan católico y conservador como era, no dejó de contribuir a las convulsiones y epilepsias de los cinco años que, mal que bien, duró el régimen que desembocó en el fracaso de la Guerra Civil.

Pío Moa, inasequible al desaliento o, si se prefiere, con más moral que el Alcoyano, trata de contrarrestar la leyenda lila sobre la Segunda República impuesta por los mismos historiadores empeñados, al amparo de la inculta clase política, en hacer del régimen del 18 de julio un apéndice de la leyenda negra. El momento, por desgracia, no puede ser más oportuno, para un libro que, a mí al menos, me confirma en la idea que tengo desde un primer momento del carácter retrógrado de la llamada Transición, cifrado en una película, galardonada con Óscar y todo, titulada Volver a empezar o, lo que es lo mismo, «volver a las andadas». Entre los reformistas nostálgicos de la Constitución del 76 y los rupturistas nostálgicos de la del 31, nos llevarían a una situación que tiene demasiadas cosas en común con la presente como para no causar alarma y escalofrío. Si lo primero desembocó en el desastre del 98, lo segundo lo hizo en el fracaso del 36, en el que los verdugos serían los mismos de hoy, a saber, el PSOE y la Esquerra.

No es Moa de los que se enteran ahora, como toda la vieja guardia socialista, más próximos hoy de Besteiro y de mi amigo Saborit que de Largo y Negrín, como el viejo Tarradellas estaría en sus últimos años más cerca de Cambó que de Companys. La Segunda República Española. Nacimiento, evolución y destrucción de un régimen. 1931-1936 no es más que el concentrado y resumen de una trilogía: Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Los orígenes de la Guerra Civil y El derrumbe de la República y la Guerra Civil.  Todo lo esencial de esos libros está en esta historia, que a mí me lleva a unos acontecimientos que, como ya he dicho en alguna ocasión, me adelantaron el «uso de razón» cuando los mayores parecían haberlo perdido.

No voy a repetir lo dicho en El rey mago y su elefante, cuyo primer capítulo se titula «Mi 18 de julio». Lo único que digo y repito es que si estábamos refugiados en Sevilla era porque, desde febrero en que llegó al poder el Frente Popular, se desató una campaña de caza y captura que, para muchas familias como la nuestra, no auguraba nada bueno. Ahora, cuando Moa nos cuenta cómo se llegó a esa situación y llama por sus nombres y apellidos a sus responsables, no puedo evitar recaer en la pesadilla de aquellos meses de mi infancia que desembocaron en la Guerra Civil.



La Guerra Civil, he dicho y vuelvo a decir, fue uno de esos fracasos históricos de los que se regodean los que consideran que toda la historia de España es un fracaso. Y es que ese fracaso, el de la Segunda República, ya había empezado en octubre del 34 con la revolución de Asturias y la insurrección de Barcelona. Ese fracaso inicial fue abortado por el Gobierno del llamado «bienio negro», que no impidió que sus principales responsables se salieran de rositas y contraatacaran con una insolencia y una violencia tales que se llevaron por delante al propio presidente de la república, víctima de sus propias maniobras, y culminaron en los comicios de febrero del 36, en los que el Frente Popular logró su propósito mil veces declarado de poner fin a la «República burguesa».

Como escribiría uno de los responsables, por omisión, de lo que vendría, «no fue posible la paz». Entre sus omisiones estuvo también la de haber accedido en las Cortes al suplicatorio para que ingresara en prisión, por tenencia ilícita de armas, el diputado de una fuerza política insignificante que se llamaba José Antonio Primo de Rivera, el mismo que, al estallar el conflicto, escribiera antes de morir fusilado, que «en una guerra civil sólo hay vencidos».

El 27 de agosto de 1934 -en pleno «bienio negro» pues, y antes de lo de Asturias y Barcelona-, escribía José Antonio en el periódico Libertad, de Valladolid, estas palabras enteramente vigentes en este año bisiesto, por no decir otra cosa, de 2020:

«…el último período político transcurrido bajo el signo de las derechas, ha sido de una desoladora esterilidad. No ya en los resultados, sino, lo que es peor, en la temperatura y en el tono. España va trampeando su suerte; pero no ha sentido ni las primeras sacudidas en su viejo fondo histórico y popular. Todos sus magníficos resortes espirituales siguen en desuso. Ha habido regateos en el detalle, pero las derechas no han querido, o no han podido, lanzar la gran palabra del entusiasmo.

Pues, ¿y las izquierdas? Las unas -…- ya se han desligado por completo de toda emoción española. No hay movimiento separatista, por ejemplo, que no cuente con su aquiescencia.

…la justicia, más mediatizada que nunca por la política… Y en cuanto a las otras izquierdas – el socialismo -, nadie podrá abrigar la mínima esperanza. En el socialismo, fuera de dos o tres ideólogos cada vez menos influyentes, sólo hay dos clases de elementos a cuál menos estimables: un equipo de viejos zorros duchos en picardías políticas y habituados a los mismos burgueses, y una masa rencorosa cada vez más cerrada a toda sensibilidad espiritual, bolchevizada, encendida de rabia por una Prensa inmunda y a la que se prepara para la revolución por medio de las drogas más adecuadas: el materialismo, el desnudismo y el amor libre.

Tal es el panorama de España: un Gobierno de centro que languidece en su consunción; unas derechas faltas de fe y de empuje; unas izquierdas antinacionales. Y, olvidada, España».

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