La experiencia con numerosos toros indultados (antes sobrevivían menos, por la infección de las heridas, pero ahora se les trata con antibióticos enseguida), que se valoran como los mejores sementales, muestra que les quedan pocas o ninguna secuela (de hecho, seguramente para el toro produce mucha más ansiedad psicológica la experiencia de ser transportado en camión que la pelea en la plaza: para lo segundo, su sistema cognitivo está preparado con la respuesta oportuna (el ataque), mientras que para lo primero, no).
Si esto fuese lo habitual, no nos parecería que el toro que ha sido toreado es un animal que, en general, ha recibido un trato cruel, en comparación con la vida y la muerte de otros animales (p.ej., el pescado, que muere por asfixia; las serpientes que se comen en china y que se pelan vivas; los tiburones a los que se cortan las aletas y se devuelven al mar; los piojos a los que intoxicamos con venenos; etc.).
Es decir, gran parte del rechazo visceral (ciertamente, no todo) que experimentan los críticos de la fiesta ante el trato que reciben los toros se debe al hecho de que el toro MUERE. Pero esto, como digo, no es un mal PARA EL TORO, al contrario que las otras causas de sufrimiento que se el infligen, pero que, si no acabaran en la muerte, seguramente no se considerarían TAN graves.
Ya dijo Tertuliano que el "alma es cristiana por naturaleza", lo que se ha confirmado con el descubrimiento de las neuronas espejo. No es que nuestro cerebro venga equipado de serie para descubrir la verdad de los dogmas del credo niceno (supongo que, para eso, tendría que ser un mac), sino que el mandato cristiano por antonomasia (y todo lo demás son virus) es el de "amaos los unos a los otros", y, en sabiendo el Creador que tal cosa habría de ser difícil por narices, nos introdujo un applet que nos haría sufrir por el sufrimiento ajeno y regocijarnos por la alegría ajena. Naturalmente, entre tanto cableado no todo iba a marchar como una seda (mecachis, si es que vamos a ser windows al final), y el funcionamiento de las neuronas espejo dista mucho de ser tal como habría querido mi tocayo más famoso, tanto, que no le quedaron más uebos que bajar a recordárnoslo.
El caso es que todos (salvo excepciones) podemos experimentar por nosotros mismos cómo sentimos que se nos contrae el escroto o la parte inguinal cuando vemos a alguien recibir un golpe en el mismo sitio, o cómo nos compadecemos por la heroína de una novela que está siendo maltratada por sus antagonistas, pero también cómo nos regodeamos cuando alguien que nos cae como una patada en el hígado fracasa en alguno de sus planes.
El fenómeno de la compasión es tan fuerte desde el punto de vista emocional, de todas formas, que, quizá con la excepción de los fremanianos, todos tendemos a sufrir con el sufrimiento de los demás, y tanto más cuanto más inmerecido nos parezca. A lo largo de la historia, las sociedades han hecho auténticas virguerías de ingeniería pedagógica para evitar que sintiéramos demasiada compasión por los sujetos "incorrectos" (enemigos, esclavos, subordinados, animales destinados al consumo o al sacrificio, e incluso nuestros propios familiares cuando eran llamados a "morir por la patria"), de modo que la compasión no se hiciese en dichos casos con el control de nuestra conducta. Pero una de las pocas cosas relativamente seguras que podemos afirmar sobre el progreso de la historia es que se ha ido extendiendo el alcance jurídico de la compasión, de tal modo que cada vez más formas de causar sufrimiento a los demás han sido condenadas legalmente, y cada vez más formas de evitar el sufrimiento de los demás o de fomentar su satisfacción han sido promovidas por la organización de la sociedad.
Como todo el mundo que haya tenido algún cachorrito sabrá, el funcionamiento de nuestras neuronas espejo no está limitado por la consideración de los miembros de nuestra especie (ni siquiera por la de los seres vivos: también sentimos compasión y alegría por seres imaginarios, y hasta por artefactos), sino que nos apena, a veces muy profundamente, el sufrimiento de los animales. Dado que todo aquello que nos haga de alguna manera sufrir es susceptible de ser prohibido o limitado legalmente (p.ej., el abandono de basuras en la Antártida), es obvio que las sociedades pueden razonablemente legislar sobre la evitación del sufrimiento de los animales, como así lo han hecho la mayoría de los países. Pero hay una razón (bueno, son varias, pero hoy me centraré sólo en una) por la que me temo que esa legislación nunca llegará al extremo de considerar cualquier "maltrato" a un animal como igual de condenable que un maltrato análogo ejercido sobre un ser humano.
Se trata del hecho de que los derechos de los seres humanos a no sufrir maltrato han sido promovidos a lo largo de la historia mediante el mecanismo de la reciprocidad, pues no hemos de olvidar el elemento esencialmente contractual de todas las legislaciones. Al fin y al cabo, la sensación de "obviedad" y de "verdad profunda" que el contenido de un derecho puede producir en algunas personas cuando piensan en él no es un fundamento suficiente para que el tal derecho sea convertido en ley: para esto último, tienen que estar de acuerdo también quienes no lo consideran como tan evidente, o en quienes el convencimiento no llega a ser tan intenso como para disuadirles de lo adecuado de algunas posibles excepciones.
Así que los derechos humanos son, en definitiva, el resultado de un "pacto de no agresión y ayuda mutua": yo te respeto y te ayudo, a cambio de que tú me respetes y ayudes.
El problema con respecto a los derechos de los animales no es la trivialidad de que éstos no pueden hacer, ni siquiera pensar, un pacto semejante con las personas, sino el hecho de que muchos seres humanos no tendrán interés en sellar "un pacto de no agresión a los animales" con los seres humanos defensores de los animales.
Es decir, aunque es cierto que el poder de nuestras neuronas espejo en hacer que nos compadezcamos del sufrimiento ajeno nos conduce a la solidaridad con otros seres, esta solidaridad está limitada por dos cosas: por la intensidad de nuestro compadecimiento (que, p.ej., es habitualmente mayor hacia los niños humanos que hacia las ratas, y hacia los miembros de nuestra familia que hacia otras personas), y por la fuerza de nuestros demás deseos.
Así, yo puedo razonablemente esperar que mis congéneres firmen conmigo un pacto por el que me comprometo a no perjudicarles, a cambio de un compromiso igual por su parte, porque deseo intensamente no ser agredido por ellos, y el pacto es una forma de conseguirlo. Pero, en cambio, no tengo necesariamente un incentivo igual de fuerte para firmar un pacto de no agresión a los mosquitos con un jainista, pues no siento compasión por los insectos en la misma medida que él, y tengo interés en evitar las molestias que los mosquitos me producen.
3. NO ES POR SU CAPACIDAD DE SUFRIR POR LO QUE LOS SERES NOS MERECEN RESPETO.
El carroñeo nos parece una forma de alimentación moralmente aceptable (aunque poco higiénica, lo reconozco), salvo cuando los cuerpos que carroñeamos son humanos (eso sólo lo nos parecería admisible en casos de extremísima necesidad). Es decir, el cadáver humano nos parece más digno de respeto que el cadáver de un animal.
Pero, obviamente, ninguno de los dos cadáveres sufre absolutamente nada por el hecho de que nos alimentemos de él.
¿Qué tiene esto que ver con el toreo (veo que os estáis preguntando ya, ansiosillos), donde el problema moral fundamental se plantea precisamente porque el toro está vivo y sufre?
Pues tiene que ver porque el ejemplo de los límites morales del carroñeo nos señala hacia el hecho de que AQUELLO que nos hace experimentar respeto hacia los humanos NO ES si sufren o no, ni siquiera si tienen la capacidad de sufrir, sino alguna otra cosa (¿el qué?, no lo sé; imagino que algún efecto de nuestro cableado neuronal, que tiene que ver con el reconocimiento de nuestros semejantes), que nos hace distinguir entre "humanos-(y-por-lo-tanto-dignos-de-respeto-moral)" y "no-humanos-(y-por-lo-tanto-menos-dignos-de-respeto)".
Es DESPUÉS de haber establecido esta distinción, que las consideraciones sobre QUÉ acciones o hechos suponen una "falta de respeto" entran en juego.
Por supuesto, esa intrincada maraña de cables y chips neuronales que nos hace experimentar emociones morales, puede ser modulada por el entorno, y, de hecho, podemos llegar a sentir una gran repugnancia por alimentarnos de animales con los que hemos estado jugando y a los que hemos cogido cariño (todo este tema me recuerda y reconfirma en la hipótesis de que el instinto moral procede evolutivamente del instinto de la náusea), como también hay casos de culturas que han instituido el canibalismo (aunque normalmente en ausencia de otras fuentes asequibles de proteínas, y rodeando el consumo de carne humana de unas prácticas protocolarias muy especiales), pero todo ello no obsta para que, en general, clasifiquemos a los animales como "posible comida" y a los humanos no, y por tanto, a los segundos como más merecedores de respeto que los primeros.
4. SI EL TOREO NO EXISTIERA, HABRÍA QUE INVENTARLO (RAWLS DIXIT).
Seguimos con la serie de argumentos en defensa del toreo. Hoy me voy a poner un poco rawlsiano.
Como sabréis, el filósofo John Rawls es conocido por su criterio de justicia conocido como "la hipótesis de la posición original", o más popularmente, "el velo de la ignorancia": un sistema social, una ley, etc., son "justos", si se da el caso de que los aceptaríamos bajo el supuesto de que ignorásemos totalmente en qué puesto de la sociedad, o de la distribución de renta y riqueza, fuésemos a quedar una vez que se implementara dicho sistema, ley, etc. (No es que yo esté muy de acuerdo con este criterio como definición del concepto de justicia, pero creo que capta relativamente bien el modo en que nuestra mente funciona a la hora de clasificar las situaciones como justas o injustas).
En el caso del toreo, la pregunta rawlsiana sería más o menos la siguiente: si te fueras a reencarnar en tu próxima vida en algún animal no humano, ¿en cuál te gustaría reencarnarte?; o, un poco más sutil, ordenando a los distintos tipos de animales desde aquel en el que más te gustaría reencarnarte, a aquel en el que menos, ¿dónde colocarías a los toros de lidia, más bien hacia arriba, hacia abajo, o por el medio?
Y todavía más sutil: imagínate que haces dos clasificaciones de animales como la de la última pregunta: una suponiendo que existe el toreo, y otra suponiendo que no existe. Ante estas dos ordenaciones, el malévolo croupier que organiza el cotarro de la "posición original" te hace la propuesta siguiente: si eliges la clasificación en la que existe el toreo, te tocará ser un toro de lidia (no es seguro que te toreen; tienes tantas posibilidades de ser toreado como las que tienen de hecho los toros individuales, pues no todos ellos acaban en una plaza); si eliges la clasificación en la que no existe el toreo, tienes la misma probabilidad de acabar siendo cualquiera de los animales de la clasificación.
Ante estas dos opciones, ¿elegirías la lista de animales con toreo (y acabarías siendo un toro)?, ¿o elegirías la otra lista (y podrías acabar siendo un animal de cualquiera de los otros millones de especies)?
Lo relevante para hacer esta elección es pensar cómo es de apetecible la vida de cada tipo de animal. Naturalmente, lo importante no es cómo nos parece a nosotros de apetecible esa vida si siguiéramos teniendo nuestras propias preferencias, sino cómo es de apetecible desde el punto de vista del animal.
Conviene recordar que la principal causa de muerte de los herbívoros es el ser cazados y devorados (lo que, normalmente, no es mejor que ser toreado, con la diferencia de que se pasan la vida huyendo de los cazadores y peleando con ellos... hasta que la última vez).
La principal causa de muerte de los carnívoros, es, por el contrario, el HAMBRE (una vida buscando jodidamente cosas para comer, a menudo sin éxito, y al final morir por una dolorosa infección provocada por una pelea o un accidente o una enfermedad, o de pura inanición, no me parece nada envidiable).
En cambio, el toro de lidia vive sin preocupaciones, con toda la comida que pueda querer, sin enemigos, y todo a cambio de unos breves minutos de pelea (peleas sangrientas, por cierto, que no dejarían de darse si los toros vivieran una vida salvaje, tanto contra los depredadores como contra otros machos).
En mi caso, yo no sé si elegiría la vida del toro para mi próxima reencarnación, pero sí que estoy seguro de que la colocaría entre las primeras (de entre los varios millones de posibles variantes). Y en la elección propuesta por el croupier malévolo, casi estoy seguro de que elegiría la lista con toros de lidia que la otra. Esto último es lo más importante: la vida (típica) de un toro de lidia me parece más aceptable que la vida (típica) de un animal; eso significa que, si creásemos la institución del toreo en un mundo en el que esta institución no existiera, estaríamos aumentando el bienestar de los animales.
Y aquí no vale el contraargumento de que "estaríamos aumentando el bienestar de unos animales a costa del sufrimiento de otros", porque es la introducción de cierto tipo de animales -o un cambio en su modo de vida y de muerte- la que aumenta el bienestar medio de todos ellos, es decir, lo que estamos haciendo es aumentar el bienestar medio de los animales, aumentando el bienestar de una de sus especies o razas; en realidad, lo que hacemos es aumentar el bienestar medio de la mayoría de los miembros de esa especie -el toro de lidia-, proporcionándoles una larga vida muy cómoda, a cambio de un rato de sufrimiento a algunos de los miembros de la especie, sufrimiento que (¡incluso considerando sólo el rato de la lida!) NO ES MAYOR que el que esos animales tendrían ocasionalmente en una "vida salvaje".
Por lo tanto, puesto que la institución del toreo incrementa el bienestar de los animales (con respecto a la situación en la que no existiría el toreo), se sigue que es justa la existencia del toreo.
(*) Jesús Zamora Bonilla. Catedrático de Filosofía. Vicerrector de Planificación y Asuntos Económicos de la UNED. Director del postgrado en Periodismo científico y comunicación científica. Junio/2010.