VUELVE SÁNCHEZ MEJÍAS |
Por Joaquín Albaicín En mi modesta opinión, a los españoles, aficionados o no a los toros, les resultaría de lo más provechoso el estudio de la figura de Ignacio Sánchez Mejías, así como la reflexión en torno al puñado de páginas que dejó escritas. Sánchez Mejías, sí, el varón de ética vertical que, en réplica a las zarandajas de los “animalistas” de su tiempo, escribió y publicó que: “La sensiblería de los nuevos sentimentales es el camino de la muerte” y que la supresión de las corridas de toros supondría para España “el cierre de su fábrica de hombres”. Claro que quizá sea ya demasiado tarde, quizá los españoles hayan ya perdido sin remedio el norte y clausurado a cal y canto la susodicha fábrica en un país donde, con cargo al erario público y en virtud de unas operaciones etiquetadas como “reasignación de sexo”, los cirujanos sacan a los hombres de los quirófanos convertidos en quimeras y gorgonas. ¡Así que el sexo es algo que se asigna y reasigna, que se asume y abandona en base a las habilidades con el bisturí y a las querencias suscitadas por los trastornos psicológicos! ¡Qué acusado contrate con la condición de torero, que acompaña a quien la ostenta hasta la muerte, por más años que pueda llevar sin vestirse de luces! No sé, decía, si estará ya todo definitivamente perdido o no. De cualquier modo, enterado de que Juan Carlos Gil González, novillero ayer e historiador y abogado hoy, presentaba en el Hotel Colón de Sevilla el libro Sobre Tauromaquia (editorial Berenice), el conjunto por él reunido y prologado de las conferencias y artículos debidos a la pluma de Ignacio Sánchez Mejías, para allá que me voy. No sólo yo, por supuesto. Allí está, con sus excelentes expectativas, Oliva Soto, ya regresado de Ecuador y que dentro de poco hará el paseíllo como Rey Mago Baltasar en la cabalgata de Camas. Y Martín Núñez, presto a ir por la tarde de tienta a lo de Campoamor. Y Dávila Miura. Y Romero de Solís. Y Tomás Campuzano y Luis Mariscal, apoderados de Salvador Cortés. Y varios familiares del torero del 27. Pese a las temporadas transcurridas desde su inmolación, el cuñado de Joselito El Gallo nunca ha dejado de flotar en el ambiente ni de, incluso, como el genio animador de un oráculo, saltar periódicamente de espontáneo para recordarnos y hacernos sentir –de un modo u otro- su presencia. Dos biografías de él han salido recientemente a la calle. Se ha recuperado el borrador de una novela inédita. Y no hace mucho que Enrique Morente presentó en Sevilla su visión de la elegía que a Federico le inspirara su muerte. Antonio García Barbeito recuerda hoy en sus palabras de presentación que tanto Ignacio como Federico murieron en trece, uno entre las astas de Granadino y, el otro, entre las de unos granadinos. Hay aquí -apréciese- una tríada, porque, a fuer de granadino, también Enrique, como buen supersticioso, ha acertado a morirse en doce más uno. Y está a punto de descansar para siempre a la vera del estanque sin nenúfares de la Alhambra cuando sale a la luz este libro de cuya lectura habría, sin duda, disfrutado. -Las mismas que Benavente si hubiera querido tomar la alternativa. Conocíamos una edición anterior de estos escritos, pero, aparte de agotada desde hace años, se trataba de una selección incompleta. Además, el reposado e inteligente prólogo de Juan Carlos Gil, que ha podido trabajar a partir de los manuscritos originales de los textos, constituye una excelente puesta en situación y en antecedentes para el lector no familiarizado, por edad o vivencias, con la figura de Ignacio, reivindicado en estas líneas como “ejemplo de rigor y seriedad en todos los ámbitos por los que transitó”, como hombre “de cortesía antigua, dueño de una elegancia intelectual acorde a su porte físico de señorial patricio cosmopolita” y, como, en fin, hombre de pelo en pecho, caballeresco talante y ávido de alzarse hasta las cumbres de la inteligencia. Más allá de lo inusual de que un matador de toros cultive la crítica taurina o escriba acerca de la bravura del toro con una sinceridad raramente leída o escuchada nunca a un torero, si uno se para un poquito a pensar, no resulta nada difícil seguir el hilo de las reflexiones de Sánchez Mejías, percibidas por Juan Carlos Gil como “un grito de rechazo a la mediocridad” y “un gesto ante la mezquindad de los que deseaban usurparle el valor a las personas que van de frente por la vida y cogiendo los problemas por los cuernos”. Su autor pudo sentirse poderosamente atraído por la demencia, y, en la mejor tradición de la literatura galante, definir Sinrazón como una loca de la que se había enamorado y a cuyo rapto había procedido tras saltar una noche la tapia del manicomio de Sevilla. Pero sus artículos -en particular, los de respuesta a la crítica adversa de Don Criterio y al ataque de Salaverría a la Fiesta Brava- nos parecen, sencillamente, un canto al sentido común, noble facultad intelectiva que, en una clase política sin rumbo ni vergüenza, apenas parece conservar nadie, más allá de Ramón Tamames y Miguel Ángel Revilla (y no, no me estoy saliendo de la materia taurina, como no me salí en el arranque de estas líneas, porque en esta vida todo es tauromaquia). Cualquiera de los dos citados firmaría, creo, esta frase tan elemental pronunciada por el torero del 27 en la Universidad de Columbia: “El toro, o se come o se torea, pero en todo caso se mata”. No hace falta ser un genio, ¿verdad? Mas esto, claro, trata hoy de hacérselo entender a una lumbrera que está tratando de sacar adelante una ley de sostenibilidad intersexual para uniones de pareja débiles en memoria histórica y decididas a dejar de fumar en solidaridad con las mulas del destacamento de intendencia muertas por fuego enemigo en la orilla izquierda de la batalla del Ebro (sin salirse, obviamente, del Título III, Párrafo IX de la Constitución). ¡Vano esfuerzo! Vano porque, en palabras de Gil: “La ética torera es una moral del individuo excepcional que busca la excelencia suprema ocurra lo que ocurra”, y no sólo eso de la excelencia suprema no se percibe, por desgracia, como algo hoy muy en mente de casi nadie, sino que existe una carrera desenfrenada, exhibicionista y estridente por alcanzar, al precio que sea, la mediocridad suprema. Por eso la reivindicación de Ignacio es necesaria siempre, y por eso acabo ya, con dos frases. Una, de Ignacio: “El traje de torero no es ni podrá ser en ningún caso confundido con la librea del lacayo”. Y otra, de Juan Carlos Gil: “La realidad sólo contiene interés cuando está modificada y manipulada por los artistas”. ¿Piensa en el Arte Real, es decir, en la cristalización de la Piedra Filosofal? No sé. Yo, sí. E Ignacio, que leía y visitaba mucho a Villalón y hojeaba con frecuencia las obras de Paracelso y Agrippa apretadas en sus anaqueles, acaso también. Enhorabuena, pues, a Juan Carlos Gil González y al editor por esta publicación imprescindible: Sobre Tauromaquia (editorial Berenice, recuerden). Feliz Navidad. |
“el nacimiento de la Fiesta coincide con el nacimiento de la nacionalidad española y con la lengua de Castilla……… asi pues, las corridas de toros…….. son una cosa tan nuestra, tan obligada por la naturaleza y la historia como el habla que hablamos.”. R. Pérez de Ayala
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