El maestro Pepe Luis Vázquez, en su casa de Sevilla / NIEVES SANZ
El niño rubio del vestido rosa
El decano de los matadores de toros, Pepe Luis Vázquez, torero que deslumbró a los intelectuales, cumple hoy 90 años
El maestro Antonio Burgos ha evocado, con su finura, una tarde de agosto, víspera de la Virgen de los Reyes, en que Sevilla entera parecía dormida: hasta la guerra dormía, según Queipo. En el cine de verano del Prado de San Sebastián daban una película de Imperio Argentina pero Pagés había organizado una novillada nocturna y algunos aficionados hablaban mucho de un niño de San Bernardo, hijo de un encargado del Matadero, que debutaba esa noche. Ese niño rubio, vestido de rosa, que «va a resucitar Sevilla», se llama Pepe Luis Vázquez. Hoy, 21 de diciembre del 2011, va a cumplir noventa años: ¡quién lo diría! Es el decano de los matadores.
En la posguerra, fascinó a los espectadores por la unión de facilidad, arte e inteligencia. No tenía sólo la gracia atribuida tradicionalmente a los sevillanos; no era un gladiador temerario pero sí un gran lidiador: todos los años, en la Feria de Abril, mataba la corrida de su amigo —casi su hermano— don Eduardo Miura. A Nuria Espert le fascinó, en «El Tenorio» de la calle Mateos Gago, la foto de la figura frágil de un torero, que espera a un toro berrendo, con la muleta plegada en su mano izquierda: el famoso «cartucho de pescao» de Pepe Luis. Me pidió que se lo tradujera a su acompañante, un hombre de teatro inglés. Lo intenté: «The little cornet of fish». ¡Menos mal que no me oyó ningún sevillano!...
Cada Miércoles Santo, solía encontrarme yo al maestro, junto a uno de los faroles barrocos del puente de San Bernardo, viendo pasar a la cofradía de su barrio, con las túnicas moradas y los antifaces negros: como un monumento más de Sevilla... Aunque se le consideró un torero de la línea artística, él siempre defendió la necesidad de la técnica. Marcial Lalanda, que lo apoderó de novillero, me hablaba de su facilidad para ver al toro: «Un día —me contó— le di una indicación que él no siguió... y era Pepe Luis el que tenía razón...» La opinión del exigentísimo Marcial era tajante: «Fue el torero más hondo que yo he visto».
El quite del perdón
Después de una actuación poco feliz, se hacía perdonar todo con el quite «del perdón» o «de la escoba», para barrer a todos. Sabía dominar a los toros difíciles: «Yo habré estado más o menos lucido pero nunca he estado aperreado». Explicaba así la famosa gracia de los toreros sevillanos: «Es saber interpretar en un momento en que nadie, ni él mismo, sabe lo que va a hacer. Se dice que está basada en los adornos. La gracia de estos adornos consiste, a mi juicio, en la sorpresa».
Si poseía todas estas cualidades —conocimiento del toro, técnica, hondura, capacidad de improvisación—, ¿por qué no llegó a mandar en el toreo? Sólo porque le faltó constancia, empeño, decisión. Dicho más simplemente: porque no quiso. Lo reconocía el propio Manolete: «Si Pepe Luis hubiese querido...»
Aquel niño rubio deslumbró también a los intelectuales de la tertulia de José María de Cossío, magistralmente historiada por Antonio Díaz-Cañabate: a Manuel Machado, Sebastián Miranda, Eugenio d'Ors, Emilio García Gómez, Federico Sopeña y al poeta más taurino del 27, Gerardo Diego. En 1947, con el seudónimo —clásico y gitano— «Compás», Gerardo le dedicó una crónica: «Torear de capa así creo, de verdad, que no se habrá visto nunca». Su libro «La suerte o la muerte» incluye un poema, Pepe Luis Vázquez, que se resume en estos dos versos: «Es un torero nuevo de Sevilla la vieja / que los rancios saberes perpetúa y destila». Así es: la misteriosa unión de lo viejo y lo nuevo, la alegría por el milagro renovado que supone la aparición de un verdadero artista.
A sus noventa años, ¿qué verá Pepe Luis, con sus gafas oscuras? ¿Qué voces interiores escuchará, con su dureza de oído? Sin duda, sigue, hoy mismo, soñando con esa perfección estética que él rozó, una tarde, en la Plaza de Valladolid; dándole vueltas a los recuerdos de tantos momentos taurinos; saboreando despaciosamente esta Fiesta que ha sido la razón de su existencia, desde aquella tarde de agosto en que un niño rubio iba para la Plaza, en el coche de cuadrillas de Limones, vestido de rosa...
¡Felicidades, maestro, y que sea por muchos años!
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