miércoles, 18 de enero de 2012

ISIS Y OSIRIS / Joaquín Albaicín



ISIS Y OSIRIS 
Plutarco 
Ediciones Obelisco, 2010 

Joaquín Albaicín
Altar Mayor, Ene-Feb 2012
Nadando en aguas de Rota, muy cerca de las Columnas de Hércules, reconozco que no escuché ese canto o sonido emitido por el sol en su puesta, que Estrabón todavía alcanzó a percibir. Pero la placidez verde esmeralda de esas aguas, las mismas sobre las que se deslizaron las naves de los pueblos del mar cuando partieron rumbo a la conquista de Egipto, nos hicieron contemplar las gaviotas en vuelo como reflejos de los halcones, símbolos de Horus, y nos hicieron pensar en Plutarco. Nos acordamos de que, según su célebre tratado Isis y Orisis, el mar, para los antiguos egipcios, no formaba, en propiedad, parte del mundo: lo consideraban un resto, un sobrante de los materiales empleados en la Creación, una masa amorfa, no incluida en la Tierra propiamente dicha. Y sospecho que, al menos, parte de razón llevaban. 

El texto del neoplatónico Plutarco, hijo de una civilización que siempre –vía Platón y Pitágoras, entre otros- reconoció la deuda contraída por sus sabios con los de India y Egipto, recoge muchas otras creencias que, a buen seguro, el lector medio de hoy tendrá por extravagantes o producto de la ignorancia. Citemos, a título de ejemplo, la que entiende el vino como originado por la sangre derramada de los hombres que, en el érase que se era, se alzaron en armas contra los dioses (motivo por el cual este licor se bebió en Egipto sólo en época extremadamente tardía). O la escrupulosidad con que eran examinadas las marcas distintivas que había de poseer un toro para vehicular de modo efectivo la influencia celestial de Apis (y que, lejos, de parecerme delirantes, me pregunto, como aficionado, si no deberían ser observadas por ganaderos, toreros y empresas en los reconocimientos de, al menos, plazas de la enjundia de Madrid, Sevilla, Bilbao y Valencia). En efecto, quizá debieran los veterinarios certificar que todo toro encerrado para la lidia en dichas plazas luce en la lengua una marca natalicia con forma de escarabajo, al igual que, en la vieja Europa, se atisbaba un futuro sanador o vidente en todo niño nacido con la cruz de Caravaca en el cielo de la boca. 

Y especial atención dedica, claro está, Plutarco a la historia de Isis, recorriendo gimiente el mundo en busca de los restos del cuerpo de Osiris a fin de devolverle la vida, que no puede dejar de recordar la de María Magdalena, primera en atestiguar que su Maestro había resucitado. No en vano, como señala Mario Meunier en su estudio introductorio, Plutarco fue un convencido defensor de la Philosophia Perennis, pues creía que “todos los tipos divinos, fuere cual fuere su país de origen, no podían dejar de ser idénticos” y que “todas las religiones … en lo que tienen de sano, no son sino formas locales, hereditarias, de una misma creencia universal, diversas maneras de proclamar las mismas verdades”. 

La lectura de esta obra sobre las costumbres, los ritos y el panteón del antiguo Egipto resulta, en fin, sumamente gratificante debido a la oportunidad que nos brinda de evocar una civilización dotada -como es normal- de una explicación de orden mitológico para todas y cada una de las manifestaciones de la vida y, sobre todo, porque, tras su lectura, nos reafirmamos en la convicción de lo mucho que el mundo, desde su desaparición, ha andado hacia atrás. 

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