miércoles, 29 de febrero de 2012

UN TORERO PARA SEVILLA: PEPÍN JIMÉNEZ / Por Joaquín Albaicín

UN TORERO PARA SEVILLA: PEPÍN JIMÉNEZ

Por Joaquín Albaicín
Escritor y aficionado

Puestos a añorar, me ha venido de súbito a la cabeza un torero retirado hace casi dos lustros y en quien, en mis verdes años, concentré buena parte de mis ilusiones de aficionado: Pepín Jiménez. Eran los tiempos de gloria de Ojeda. Madrid vibraba conAntoñete, Curro, Rafael de Paula y Manolo Vázquez, y apostaba por Pepe Luis, Lucio Sandín… Sí, ya sé que no procede reprochar a la empresa de la Maestranza no haber barajado el nombre de Pepín de cara a los carteles de 2012… ni lo estoy haciendo. Es sólo que me he acordado, y ya está, de un torero que, curiosamente, vino muy poco a Sevilla, pese a reunir cualidades que invitaban a presagiar en él a un futuro consentido de esta afición.

Llevaba ya varios años de alternativa cuando, flanqueado por Pepe Luis y Ponce, se presentó en la Maestranza como matador. Presenciamos desde un tendido bajo de sol aquella corrida, saldada para él con una oreja y una cornada. No me lo anoten por si acaso yerro, pero creo que fue su única actuación como matador aquí. ¿Por qué no vino más? A eso, a estas alturas, no cabe responder ni deshojando la margarita. Raramente puede uno determinar al ciento por ciento sus circunstancias: por lo general, son otros –amigos, enemigos e indiferentes, y no siempre con conciencia de ello- quienes las tejen. Aparte, claro, de que, inclinado sobre su escribanía, no cesa de musitar sus letanías el Destino, de natural implacable.

Vertical, lánguido, aparentemente frío, Pepín llegaba rápido a los tendidos apenas calentaba motores. Muleteaba y toreaba de capa con sello propio, con una personalidad que, además, siempre radicó por entero en su exclusivísima interpretación del toreo. No fue hombre de pegar muchos muletazos fuera de la plaza, apenas se cruzaba uno con él en cenáculos de artistas o veladas sociales, raramente aparecía una foto suya ilustrando una publicación o un artículo que no versasen estrictamente sobre el mundo de la lidia. A priori, por carecer de leyenda taurina -ni era continuador de una dinastía, ni había salido de esa “nada” tan cara a los revisteros tenebristas-, daba muy poco juego literario. Su única excentricidad –ciertamente notable, ahora lo advierto- era la de compaginar sus andanzas en los ruedos con la profesión de maestro de escuela en Lorca, provincia de Murcia.

Sin embargo, fue un artista muy popular en el sentido más genuino del término. Pese a no ser asiduo de copeos e inauguraciones, pese a no frecuentar la noche ni los estrenos, en la entraña de su sentimiento artístico nos reconocíamos muchos que, paradójicamente, andábamos siempre sobre las aguas, iluminadas por fuegos artificiales, del trasnoche y la fiesta. En su campaña novilleril, burilada con loores y triunfos, rápidamente se ganó, en efecto, la adhesión de infinidad de artistas plásticos y de la pluma. Todos los asiduos del “Gijón” y de “Candela”, de las exposiciones de“Moriarty” y de la barra del “Cock”… Todos, salvo raras excepciones, éramos de Pepín.

No sé si el tirón radicaría en su naturalidad, o en esa seriedad de su semblante, que, a minutos de que sonaran los clarines, parecía ser su única carta en la manga. El caso es que su toreo emocionaba y sorprendía a entendidos e indoctos, a machos y hembras, a autóctonos y guiris, a menestrales y titulados, a izquierdas y derechas, a austeros y hedonistas, a meridionales y norteños, a los guapos y a los feos… Y, paseíllo a paseíllo, conservó su crédito tanto entre los aficionados de a pie como entre los pretendidamente exquisitos. No importó que no llegara nunca a subirse a ese vagón de privilegiados que despachan el toro escogido, y hubiera a menudo de vérselas con astados de ganaderías broncas, agosteñas, difíciles de convencer con el argumento de sus telas corridas siempre al ralentí… Madrid nunca dejó de creer en él. Tras pasar sin gran ruido por San Isidro, Pepín solía ser uno de los platos fuertes de las corridas veraniegas. En ese sentido, su carrera transcurrió por cañadas y rutas de la Mesta muy similares a las que señalan hoy, o han señalado durante varias temporadas, la de Curro Díaz. Pero, lo mismo que éste, era uno de esos toreros a los que bastan una tanda al natural, tres de la firma y media estocada en buen sitio para cortar la oreja –la oreja estival, perlada siempre de sudor- y saludar una ovación de gala.

Otro matador de toros, Rubén Sanz, me pasó hace poco la película de una tarde de Pepín en Granada, y mis pupilas han podido recuperar su estampa y procederes toreros, ese andarle siempre flemático a los bureles embutido en su sempiterno vestido blanco y oro.

Y no sé, en fin, a santo de qué un artículo que iba a tratar sobre los carteles de la feria de Sevilla ha terminado dando cuerpo a un retablo sobre un torero que ni una vez figuró en ellos. Pero bueno. Ahí está.
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