viernes, 27 de abril de 2012

Cano, Oliva Soto y el país fantasma / Por Joaquín Albaicín


Alfonso Oliva Soto

Cano, Oliva Soto y el país fantasma

"...De hecho, de no ser por la frecuente comparecencia en los ruedos de Oliva Soto, de Diego Silveti, de Castella, de Julio Aparicio, de “Manzanares”, de “El Juli”… Uno hasta diría que el país llamado España no existe hace mucho tiempo..."

Por Joaquín Albaicín

Estaba en el callejón Francisco Cano, el Cano de toda la vida, que ya hiciera fotos a mi abuelo, de novillero, en la puerta de cuadrillas de Alicante. Cano ha conocido, pues, la época en que, lo mismo que Domingo Ortega cortaba el rabo a un “villamarta” con cuatro pases contados, la afición sacaba a hombros a los toreros por su arte y valor, corte de apéndices aparte. Ni el descabello ni la puntilla son suertes del toreo, sino procedimientos expeditivos, pertenecientes más al orden administrativo que al de la lidia. Por eso imagino que tal vez Cano se preguntó, como me pregunté yo, dónde estaban los pañuelos de la afición sevillana cuando al fin partió al limbo el toro “Guitarrista”, de Montealto, despachado por Oliva Soto con un gran estoconazo al encuentro. El cachetero se lo levantó, sí, después de unos doce o catorce ataques con la puntilla, pero… ¿Es que la oreja se pide para el puntillero? ¿Acaso deja de recibir un matador su recompensa por la impericia de su banderillero o el desacierto de sus picadores?

Me gustan los toreros que torean con relajo. No sé si Oliva Soto estará tranquilo o no cuando espera y reboza con la muleta a un toro, pero transmite la sensación de que sí, y es lo que importa. Otra cosa es que intranquilice a los tendidos, pues ese es, a la postre, el cometido del torero. Pero él está —o semeja estar- tranquilo. Y, en sus pases de pecho y en dos encajados muletazos con la derecha, se asomaron a su escarlata todos los toreros gitanos de la historia, todos esos a los que —de Rafael “El Gallo” acá- el felizmente centenario Cano ha visto y fotografiado. Como se asomaron en la donosura con que, en un natural, toreó al viento transformándolo en brisa. La cadena, pues, sigue.

Otra cosa es que, evaporada la oreja y por la pachorra de los tendidos, el triunfo quedase en sal sin olas, sin fragor, como rielando calmo bajo el verdor del mar, algo nada raro en un país donde, de no ser por la economía sumergida, millones de habitantes pasarían hambre. Quizá debiera el gobierno, dejándose de zarandajas, ir ya pensando en disolver formalmente esta España que barzonea con media en las agujas y dos palmos de lengua colgando, preparar el salto del gabinete al mundo del estraperlo y dejar todo en manos de esa única economía que de verdad funciona, la sumergida. Por supuesto, Moncloa tendrá que contratar antes a un buen cachetero, no sea que vayan a levantarle el toro en plena mudanza y cunda el pánico. Pero esto no está ya para muchos pases.

De hecho, de no ser por la frecuente comparecencia en los ruedos de Oliva Soto, de Diego Silveti, de Castella, de Julio Aparicio, de “Manzanares”, de “El Juli”… Uno hasta diría que el país llamado España no existe hace mucho tiempo. Que hace decenios que se le ha dado la puntilla en tablas y sobrevive sólo su fantasma, un escenario compuesto de centros comerciales, legaciones diplomáticas, organizaciones humanitarias, estaciones, aeropuertos, estudios de televisión… Sitios de paso. Sitios donde no se puede, en realidad, vivir.

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