jueves, 28 de junio de 2012

TARDE DE TOROS EN EL CINE DE VERANO / Por JESÚS CUESTA ARANA



EL SUR  DE  LUCES
TARDE DE TOROS EN EL CINE DE VERANO
                                                                                      
JESÚS CUESTA ARANA
El cine ha contribuido, sin duda, a la difusión de la Fiesta en una época donde las diversiones eran escasas. Los tiempos discurrían como en la mayoría de las películas: en blanco y negro. Todavía  al pueblo no había llegado el celebrado tecnicolor. Estamos a finales  de los cincuenta, donde  la inmensa mayoría de las pequeñas poblaciones no contaban con plaza de toros. De modo que para ver una corrida con todos sus avíos solo quedaba el recurso de ir al cine, la televisión y las secuencias taurinas del Nodo. Muchas criaturas de no ser por el celuloide jamás hubieran visto de cerca; aunque fuera virtualmente la atmósfera de una tarde de toros.

Por aquel entonces, si un torero no contaba sus hazañas en una película no era nadie. Hasta había algunos con buena fibra de actor: Luis Procuna, El Cordobés, Pepín Martín Vázquez, Miguelín, Palomo Linares…

Hoy por el contrario el cine taurino duerme en el fondo de las aguas sus mejores glorias. Aún está por hacer la gran película. No corren buenos tiempos para la lírica ni la filmografía taurina. El torero ha perdido  su punto de romanticismo y hay que sortear por otros vericuetos más complejos, acorde con la bulla de los tiempos. La figura del torero –otrora heroica– navega por otros mares menos folletinescos. Son otros los arquetipos. El torerillo desarrapado e inclusero tocado por la cruda realidad del hambre y los pitones de la miseria han pasado por suerte a la avinagrada historia. El torero hoy –el que se presta– es carne de novela rosa o prensa del corazón y otras vísceras a consumir. Todo cambia y todo llega. Los maletillas ceden los trastos o el hatillo a los estudiantes de Tauromaquia. Pero ojo, en el toreo y en todo  se valora más la originalidad que la innovación. El ser “ca uno es  ca uno” como filosofaba el Gallo.

Os cuento: finales de los años 50. El que suscribe, era niño  cargado de inocencia con pantalones cortos y mirlo (flequillo) en guerrilla. Noche calurosa. En el cine de verano el no hay billetes. Echaban la película Tarde de toros. El cartel de lujo: Domingo Ortega, Antonio Bienvenida y Enrique Vera. Entremedia del toreo bueno había argumento, trama con intriga y amoríos. Ésta vez no había tragedia para contentar al personal. El público jaleaba y ovacionaba como si estuviera en una plaza en vivo. El olé traspasaba, se escuchaba en todos los vientos del pueblo (Alcalá de los Gazules). No había ocasión de ver una corrida en color, resultaba atrayente; aunque se presentara una realidad desvaída o chillona. No importaba el capote se veía color fucsia y amarillo y no gris. Y los trajes de luces. Y el público. Todo  coloreado chispa mas o menos como en la realidad. Todavía quedaba mucha lluvia hasta llegar a la alta definición.. Mientras que arriba en el hueco del cielo de vez en cuando volaba una estrella fugaz. Una noche de toros en una tarde de toros. Un prodigio. Por un tiempo el día iluminó la noche, con aquel sol virtual pegando fuerte. La pantalla vivificadora proyectaba una realidad trasustanciada. Como un cuadro dentro de otro cuadro en la magia del superrealismo. Más encanto imposible. De cómo un cañón de luz –cruzada a veces por una mariposa– sobre una sábana blanca, en las manos del proyeccionista era capaz de recrear una corrida de toros en una cálida noche de verano. De aquel emulo de plaza de toros en el cine abierto, acabada la película, la gente no solamente había visto una corrida de toros, sino una historia entre toreros. El poder omnisciente y mágico del cine que rebasa o inventa otra realidad sobre la misma realidad. Entre el gentío saliendo del cine se  oyó decir a un viejo maestro satre aficionado de los de antaño:

-¡Ojú! ¡Cuando empezaron a salir los toros en la pantalla, como uno estaba en primera fila, me tuve que ir a la cola; me daba mucho miedo parecía que el toro iba a saltar a éste lado!

El  alfayate nunca había visto –en su larga vida– una película de toros. Lo real en movimiento por muy ficticio que sea siempre impone. En los tendidos el toro  quedaba más lejos. El que el toro subiera a los tendidos pasaba, pero era cosa rara. Una lotería.

En el alba del cine, la gente se asustaba lo mismo. En las mítica secuencia de la llegada del tren de los Lumiere, en el año 1895, Belmonte tenía sólo tres años, los espectadores se echaban a un lado, temiendo ser atropellados por aquella locomotora que venía echando chispas. Lo mismo que los toros que vio venir –con la misma violencia del ferrocarril– el maestro sastre. ¡Bendita ingenuidad!
Las estrellas fugaces siguen corriendo disparatadas en el firmamento; pero el cine, aquel cine de verano ya no está, ni los tres toreros tampoco. Solo nos queda el recuerdo de aquella Tarde de toros en la noche a los que seguimos –por suerte– lidiando el tiempo que siempre da  regular juego.

 Antonio Bienvenida, Enrique Vera y Domingo Ortega
Fotograma de la película "Tarde Toros" 

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