EL SUR DE LUCES
TARDE DE TOROS EN EL CINE DE VERANO
JESÚS CUESTA ARANA
El cine ha contribuido, sin duda,
a la difusión de la Fiesta en una época donde las diversiones eran escasas. Los
tiempos discurrían como en la mayoría de las películas: en blanco y negro.
Todavía al pueblo no había llegado el
celebrado tecnicolor. Estamos a finales de
los cincuenta, donde la inmensa mayoría
de las pequeñas poblaciones no contaban con plaza de toros. De modo que para
ver una corrida con todos sus avíos solo quedaba el recurso de ir al cine, la
televisión y las secuencias taurinas del Nodo. Muchas criaturas de no ser por
el celuloide jamás hubieran visto de cerca; aunque fuera virtualmente la
atmósfera de una tarde de toros.
Por aquel entonces, si un torero
no contaba sus hazañas en una película no era nadie. Hasta había algunos con
buena fibra de actor: Luis Procuna, El Cordobés, Pepín Martín Vázquez,
Miguelín, Palomo Linares…
Hoy por el contrario el cine
taurino duerme en el fondo de las aguas sus mejores glorias. Aún está por hacer
la gran película. No corren buenos tiempos para la lírica ni la filmografía
taurina. El torero ha perdido su punto
de romanticismo y hay que sortear por otros vericuetos más complejos, acorde
con la bulla de los tiempos. La figura del torero –otrora heroica– navega por
otros mares menos folletinescos. Son otros los arquetipos. El torerillo
desarrapado e inclusero tocado por la cruda realidad del hambre y los pitones
de la miseria han pasado por suerte a la avinagrada historia. El torero hoy –el
que se presta– es carne de novela rosa o prensa del corazón y otras vísceras a
consumir. Todo cambia y todo llega. Los maletillas ceden los trastos o el hatillo
a los estudiantes de Tauromaquia. Pero ojo, en el toreo y en todo se valora más la originalidad que la
innovación. El ser “ca uno es ca
uno” como filosofaba el Gallo.
Os cuento: finales de los años
50. El que suscribe, era niño cargado de
inocencia con pantalones cortos y mirlo (flequillo) en guerrilla. Noche
calurosa. En el cine de verano el no hay billetes. Echaban la película Tarde de toros. El cartel de lujo:
Domingo Ortega, Antonio Bienvenida y Enrique Vera. Entremedia del toreo bueno
había argumento, trama con intriga y amoríos. Ésta vez no había tragedia para
contentar al personal. El público jaleaba y ovacionaba como si estuviera en una
plaza en vivo. El olé traspasaba, se escuchaba en todos los vientos del pueblo
(Alcalá de los Gazules). No había ocasión de ver una corrida en color,
resultaba atrayente; aunque se presentara una realidad desvaída o chillona. No
importaba el capote se veía color fucsia y amarillo y no gris. Y los trajes de
luces. Y el público. Todo coloreado
chispa mas o menos como en la realidad. Todavía quedaba mucha lluvia hasta
llegar a la alta definición.. Mientras que arriba en el hueco del cielo de vez
en cuando volaba una estrella fugaz. Una noche de toros en una tarde de toros.
Un prodigio. Por un tiempo el día iluminó la noche, con aquel sol virtual
pegando fuerte. La pantalla vivificadora proyectaba una realidad
trasustanciada. Como un cuadro dentro de otro cuadro en la magia del
superrealismo. Más encanto imposible. De cómo un cañón de luz –cruzada a veces
por una mariposa– sobre una sábana blanca, en las manos del proyeccionista era
capaz de recrear una corrida de toros en una cálida noche de verano. De aquel
emulo de plaza de toros en el cine abierto, acabada la película, la gente no
solamente había visto una corrida de toros, sino una historia entre toreros. El
poder omnisciente y mágico del cine que rebasa o inventa otra realidad sobre la
misma realidad. Entre el gentío saliendo del cine se oyó decir a un viejo maestro satre aficionado
de los de antaño:
-¡Ojú! ¡Cuando empezaron a salir
los toros en la pantalla, como uno estaba en primera fila, me tuve que ir a la
cola; me daba mucho miedo parecía que el toro iba a saltar a éste lado!
El alfayate nunca había visto –en su larga vida–
una película de toros. Lo real en movimiento por muy ficticio que sea siempre
impone. En los tendidos el toro quedaba
más lejos. El que el toro subiera a los tendidos pasaba, pero era cosa rara.
Una lotería.
En el alba del cine, la gente se
asustaba lo mismo. En las mítica secuencia de la llegada del tren de los
Lumiere, en el año 1895, Belmonte tenía sólo tres años, los espectadores se
echaban a un lado, temiendo ser atropellados por aquella locomotora que venía
echando chispas. Lo mismo que los toros que vio venir –con la misma violencia
del ferrocarril– el maestro sastre. ¡Bendita ingenuidad!
Las estrellas fugaces siguen
corriendo disparatadas en el firmamento; pero el cine, aquel cine de verano ya
no está, ni los tres toreros tampoco. Solo nos queda el recuerdo de aquella Tarde de toros en la noche a los que
seguimos –por suerte– lidiando el tiempo que siempre da regular juego.
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