lunes, 8 de octubre de 2012

Feria de Otoño. A palos con los Palha (y dos pares de David Adalid) / Por José Ramón Márquez

David Adalid, de turquesa y azabache, recogiendo la ovación de la tarde


José Ramón Márquez
Hoy se cumplió lo que anunciaba el programa. Decía ‘Corrida de toros’, y vaya si salieron toros, que otra cosa no sería, pero toros, lo que se dice toros hubo seis, cada uno con sus cosas. Y es que eso es lo que tienen esos animales llamados toros de lidia, que cada uno tiene sus cosas y en ello se diferencian de las cabras, los caracoles, las babosas y los corderillos que muchas veces quieren hacernos pasar como toros; esos corderos con piel de lobo a los que tratan de disimular en invenciones como la memez de ‘el toro artista’, de ‘el toro colaboracionista’, de ‘el toro suave, o suavón’ y en otros hallazgos literarios que se suelen emplear para no llamar a las cosas por su nombre.

Hoy, solamente hubo lo que se dice toros, que, si por un error, llegan a echar en Nimes a estos seis pavos de hoy, la pétrea deidad que se anunció allí y buena parte del selecto público salen corriendo, aleteando, y no paran hasta llegar a El Grullo. Y lo mismo decimos de los demás, de ese July, torero poderoso frente a los toros a los que no hay que poder, de ese místico Manzanares el indultador de un pobre bicho que nació muerto, de ese mago Talavante, siempre a la espera de que de la montera de su magia salga una paloma o palomo, pero nunca uno de estos Palha, ante los que la única magia que vale es la del oficio y la del valor; y así podíamos hacer una larga lista que empezaría en los toreros y que nos llevaría fatalmente hasta lo que queda de la crítica, hasta los que el otro día se deshacían en elogios hacia el bobitonto del lisarnasio y que a estas horas estarán acuñando esas cosas de ‘toros jurásicos’ o ‘toros decimonónicos’ para darle más palos que a una estera a la corrida de toros de lidia que hoy vino a Madrid, ganadería de Palha, divisa azul y blanca, antigüedad de 4 de noviembre de 1883 y procedencia ignota, pues cierto es que el asunto de la procedencia de los Palha es motivo de arduas discusiones en las que se enfrascan algunos aficionados y que les llevan hasta la extenuación, tanto que a menudo llega la hora de cerrar las tabernas sin que se haya llegado a resultado definitivo sobre ese respecto.

El asunto es que Don Joao Folque se trajo a Madrid doce toros, por lo que pudiese pasar, no fuera a ser que el decanato veterinario se fuese a poner como hace tres años, que desgraciaron la corrida en los reconocimientos esos y sólo dieron cuatro como aptos, y sabiendo que hoy en el palco palqueaba Manolo, la cosa estaba justificadísima y lo mismo se podían haber traído veinticuatro o treinta y seis, pues es bien sabido que si el funcionario se huele que a costa del ganado puede haber algún problema con el Orden Público, entonces no hay quien le pare.

Los seis toros que Palha echó a la blancuzca arena de Las Ventas presentaron la diversidad de formas y tamaños que es tan consustancial a esta ganadería. Desde el Peluquero, número 148, un castaño de una extremada seriedad, con la gravedad de un Catedrático de la Derecho Administrativo, de la época anterior a los PNN, hasta el Cartolito, número 79, toro de desmesuradas defensas y breve cuerpo, que fue protestado por algunos que, con toda certeza, preferían ver en la Plaza a los sobreros de Salvador Domecq, acaso para forzar lo extremo de la comparación entre el toro de lidia de Palha y la birria bovina de Domecq.

La cosa es que habiendo toro nadie se aburre. Los toreros se ven obligados a prestar toda su atención a lo que pasa en el ruedo, los banderilleros tragan lo suyo y algunos picadores se van al suelo. Robleño se vio en la obligación de agarrar el capote para ir a bregar su segundo, dado que la cosa se demoraba con el Peluquero, que si nos daba miedo a los que estábamos sentados en la piedra, no quiero ni pensar lo que estarían pasando los que tenían que ir a clavarle los palitroques. Juan Carlos Sánchez se pegó una costalada morrocotuda cuando Zorro, número 158, se abalanzó contra el armatoste equino provocando la clásica caída de latiguillo, tan querida por nuestros abuelos, en la que el piquero sale desmontado por la tabla del pescuezo del arre a medir la dureza del pavimento; el hombre pasó sus fatigas y por eso es que en la siguiente vara le costaba un montón alejarse de la protección que siempre dio a los picadores el hecho de situarse en la proximidad de las tablas, cosa harto comprensible. Entre los de la escuadra penquíl, en la cuadrilla de Robleño, Alfonso Doblado se ganó el jornal picando bien y arriba al primero, Yegüero, número 153, y Francisco Plazas cosechó las censuras del respetable por la sangría que le hizo al Peluquero y por el poco caso que le hacía el aleluya.

Y luego, punto y aparte, David Adalid, que había bregado con gran conocimiento y economía de medios al segundo, Preocupado, número 191, pero que se hizo el amo de la Feria con los dos pares que le puso al quinto, al Cartolito. Como el toro no mostró ni el más mínimo interés en acudir a banderillas por el pitón derecho, el torero decide banderillear al sesgo y con “valor ligereza y un completo conocimiento de su profesión”, cualidades que la antigualla jurásica de la Tauromaquia de Montes señala como imprescindibles para los ‘peones de lidia’, realiza dos extraordinarios pares de banderillas de los que acaso el de mejor ejecución fuese el primero, pero el de mayor dificultad fue el segundo, por haberse enterado ya el toro, que acosó al torero a la salida del par. Emocionante disposición la de Adalid, enorme emoción la de sus pares de banderillas, que nos levantaron de los asientos a ovacionar fortísimamente su torería, sobradamente demostrada a lo largo de la temporada.

Los matadores que se anunciaron con este corridón de tanto miedo fueron Fernando Robleño, Javier Castaño y Alberto Aguilar a los que enaltece como toreros el haber estado hoy en Madrid con semejante corrida, tragando lo que han tragado y por ello no hay cosa alguna que precisar sobre sus meritorias actuaciones mas que brindarles el más sincero aplauso.
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