domingo, 21 de octubre de 2012

Festival de Chinchón, 2012. Leones en invierno / Por José Ramón Márquez

Manuel Jesús El Cid en la plaza de Chínchón

Con el toro nimeño brillaron de forma muy especial El Cid y Fandiño

José Ramón Márquez
Festival en Chinchón a beneficio de las Hermanas Clarisas. El día amenaza lluvia y ahí nos damos cuenta de la razón que llevan los defensores de cubrir las plazas de toros, para que la climatología, otra de las absurdas obsesiones del hombre contemporáneo, no influya en el desarrollo del espectáculo. La verdad es que la Plaza de Chinchón ganaría una barbaridad en confort si se estudiase la manera de cubrirla. Hay que estar acorde con los tiempos y no vale anquilosarse en el pasado, por lo que el Ayuntamiento, con la inestimable ayuda de la Comunidad de Madrid, debería ponerse a estudiar ese asunto crucial, pensando además que teniendo la plaza cubierta se podría llevar allí a los muñecos de la Warner a hacer monerías y así dejarse de tanto Frascuelo, sustituyendo al viejo torero por el gato Silvestre y el pajarillo Piolín.

En Chinchón subsiste la antigua costumbre, que por fortuna no ha podido ser erradicada, de vender entradas de callejón, de pie. En vez de llenar el callejón de paniaguados, como ocurre en todas partes, el callejón está lleno de los aficionados que desean estar a pie de obra, apoyados en las tablas. No dudamos que estarán desando quitar esto, pero de momento la cosa subsiste.

Por problemas con el piso de la Plaza se cae del cartel el rejoneador Fermín Bohorquez y finalmente el cartel de este LXXXIX Festival queda compuesto por El Cid, Andrés Revuelta, Eduardo Gallo, Iván Fandiño, Daniel Luque y el novillero Diego de Llanos con toros de Daniel Ruiz, y luego, además, un novillo de regalo de Zacarías Moreno para el sevillano Lama de Góngora, novillero sin picadores.

De los toros no hay nada que decir. Toros de festival en condiciones de festival, digamos que fueron toros absolutamente nimeños, salvo en el hecho de que ninguno saltó al callejón y ni siquiera lo intentó, para tranquilidad de los que estábamos allí. El de Zacarías es el que más genio sacó, que a este ganadero le pasa lo mismo que a ese padre que quiere que su hijo sea ingeniero y el chiquillo acaba de portero de discoteca, pues aquí igual, y cuanto más busca Zacarías en sus ganados la bobaliconería pastueña y nimeña, más le salen los animales con su genio y sus cositas, que el hombre se llevará sus buenos berrinches a costa de eso.

Con el toro nimeño brillaron de forma muy especial El Cid y Fandiño. Ambos, cada uno a su manera, explicaron el toreo que sin cesar reivindicamos, el toreo hacia adelante, el toreo de suerte cargada, de muletazo rematado a la cadera, de ligazón, el toreo en el que el diestro se mete en el terreno del toro y le hace ir por donde no quiere. Cada uno a su manera, asolerada firmeza, puro clasicismo en las formas, muñeca prodigiosa de Manuel Cid y vigor de torero macho de Iván Fandiño, buscando la pureza del cite, llevando al toro muy toreado, especialmente en las series al natural. Ambos mostraron los argumentos del toreo puro, en dos interpretaciones complementarias de una misma verdad. ¿Y por qué esas formas tan puras en Chinchón y no en Madrid?

Frente a lo anterior, la nada de Luque, puritito toreo contemporáneo y ajulianado, con profusión de ese espanto de circulares invertidos, que tanto halagan las bajas pasiones pueblerinas, y con todos los pases dados con la pierna retrasada; la negación del toreo, la apoteosis del Tío Vivo. A cambio dejó unas buenas verónicas, pues siempre hemos reconocido el gusto de Luque con el capote, puso banderillas, que nunca le habíamos visto en ésas y hasta se subió al jamelgo para picar el toro de Fandiño, quien luego se encaramó al aleluya para picar a su vez el toro de Luque.

Ni Gallo ni Revuelta parecieron estar a gusto con el ganado. Más porfión el segundo, le enjaretó al toro unos cuantos redondos templados; Gallo pasó por Chinchón sin decir gran cosa. Los novilleros anduvieron por allí y, sin ellos saberlo ni quererlo, nos llenaron de añoranzas del pasado, pues nos llevaron a rememorar aquel remoto día en que por vez primera vimos a un escuálido novillero llamado Enrique Ponce, tan distante en todo de estos dos muchachos.
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