miércoles, 24 de octubre de 2012

Toreros que se marchan / Por Joaquín Albaicín




Toreros que se marchan


JOAQUÍN ALBAICIN 
Escritor y cronista.

En San Isidro, se cortó la coleta Julio Aparicio. En la corrida pinzoniana, ha dicho adiós a los ruedos Fundi. Ahora, se han dado de baja en el escalafón —el tiempo dirá si definitivamente o no- Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez. Tres de los citados, han sido nombres de peso en los carteles durante muchos años de mi vida de aficionado. En cuanto a Cayetano, ha sido uno de los últimos toreros que han despertado mi fervor. Basta con revisar la película de su tarde en Barcelona junto a José Tomás para constatar que nació con unas condiciones artísticas no precisamente normales. De corazón deseo, a los cuatro, en la vida “civil”, al menos las mismas satisfacciones que han conocido en la de luces.

Al margen de las circunstancias de cada uno de los cuatro, las idas y venidas no son, en el toreo, nada nuevo. Si acaso, ahora son más frecuentes, lógica consecuencia del cambio experimentado por el toro —según algunos- y, sobre todo —creo yo- de los avances de la medicina. Una cornada de antes, suponía cinco meses con la pierna en alto, y cuidado con que no se parara una mosca sobre la herida. Hoy, en quince días se está otra vez haciendo el paseíllo… Por estas y otras razones, hallarse en activo —o volver a los ruedos- con cuarenta y ocho años de edad, como El Gallo, no constituye ya la rareza de antaño, como tampoco era antes concebible que alguien tomase la decisión de ser torero con casi treinta cumplidos. Hoy, incluso se puede ser máxima figura —aunque, por el momento, sólo en un único y especialísimo caso- toreando sólo tres tardes y sin que la inmensa mayoría de la afición pueda ver un solo muletazo de esos festejos, salvo rastreando los que alguien, quizá, haya cazado con el móvil y colgado en Youtube.

La cuestión es que una generación de toreros se va yendo. Los que acaban de despedirse, dejan atrás un grupo de figuras firmemente apuntalado: El Juli, Manzanares, Talavante, El Cid, Morante… También, a dos toreros domiciliados en un limbo especial: Enrique Ponce y José Tomás. Y, tras éstos, a un largo plantel de toreros de su edad o más jóvenes. Buenísimos unos, no tanto otros… Pero faltos todos de tirón para arrastrar por sí solos, a la plaza, un elevado número de aficionados o espectadores. La mayoría, de hecho, con mucho menos poder de convocatoria que, como mínimo, tres de los que se acaban de quitar.

Parece claro que la gente está tiesa, le cuesta retratarse en taquilla y, a muchas corridas, por consiguiente, van cuatro gatos. Nunca he sido un hacha para los negocios (más bien, lo contrario). Pero creo que la situación actual de la Fiesta se presenta -o debería presentarse- propicia para un resurgir de las novilladas, hoy al borde de la extinción. El novillo es más barato que el toro, como también la entrada y los honorarios —si los hay- de los espadas. Al bolsillo del aficionado, le duelen menos veinte euros que ochenta. Y, hoy por hoy, decenas de jóvenes —que constituyen la cantera torera del mañana- se están perdiendo para el toreo debido a la inexistencia de festejos en los que poder adquirir oficio, darse a conocer y ganar cartel. Sólo de por aquí, de Sevilla y aledaños, podría darles razón de un puñado de ellos.

Si las cosas están poniéndose cuesta arriba para los matadores, que, al menos, se aproveche los recursos en funcionamiento para procurar que el toreo vaya a conocer una continuidad generacional. Porque la crisis económica, tarde o temprano, pasará o se disfrazará de otra cosa. Pero, ¿qué sucederá si, llegado ese día, no existe relevo? ¿Cómo se resolverá la papeleta de que no haya absolutamente nadie a quien dar la alternativa, porque todos, poco a poco, hayan ido desistiendo del intento ante la completa falta de perspectivas de vestirse de luces ni una sola tarde? ¿Cómo se piensa llenar ese previsible hueco, y en un país cuya atmósfera se torna cada día menos propicia para estimular el nacimiento de vocaciones taurinas, e incluso de aficionados de a pie?

La marcha de un torero supone siempre un pellizco de emoción para cuantos le vimos torear (y quisiéramos seguir viéndole). Pero ahora toca pensar no en los que se van, sino en los que deberían venir…

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