jueves, 7 de marzo de 2013

El escritor como torero / Por Ernesto Giménez Caballero



Ernesto Giménez Caballero
El Ruedo. 1975

Ahora que están publicando sobre mí, como escritor de España, ilustres profesores tal que el norteamericano Douglas W. Foard y el español Miguel Ángel Hernando, aquél de la Universidad de Washington en Missouri, y éste en la de Valladolid, al llegar a cierto libro mío de 1928, Los toros, las castañuelas y la Virgen, que editara Rafael Caro Raggio, por indicación de su cuñado Pío Baroja, han indagado mis relaciones con la genuina Fiesta hispánica. Pero quizá no lo bastante y por eso me permitiría enviarles estas confesiones y al que quiera leerlas.

Mi vocación secreta fue siempre la de torero, tocador de guitarra y caballista. En las vocaciones fracasadas hay que ver muchas veces el origen del arte: dime lo que has soñado ser y te diré cómo escribes. La literatura ¿qué es, al fin y al cabo, sino la sublimación de instintivas querencias malogradas? Quizás la raíz de mi estilo, si es que lo tengo y tiene raíz, sea la de un "espontáneo" que se quitó la chaqueta y se tiró al redondel. A fuerza de capeas, encerraderos y cornadas logré vestir de luces a mi pluma y tomar un día la alternativa. Después toda mi vida torera -desde 1923 que me tiré el ruedo ibérico- ha consistido en lancear al bicorne lápiz (rojo y azul) de la censura española: el toreo más dramático que existe. Todo el cuerpo de mi obra lo tengo acribillado a puntazos, varetazos y serias empitonaduras. Pero a pesar de cogidas y cicatrices no ha perdido uno la vergüenza torera y le sigue a uno gustando eso de arrimar bien la taleguilla y la faja, clavados los pies en la arena.

¡Torero, tocador de guitarra y caballista! Si algún lirismo tenemos es el hondo de una guitarra muy adentro, rasgueada en el alma, ya que no la sé tocar, aunque lo haya intentado. Y si alguna voluntad, gracias al acicate de plata caballeresca con que nos espoleamos las entrañas. Mi infancia ha pasado entre toreros. También mi adolescencia. Entre toreros, gente del bronce y mujeres de tronío.
He ido a los toros recién nacido y en mantillas. De niño he visto tripas despanzurradas de caballo y hombres traspasados de muerte. Sólo dejé de ir a los toros en un periodo crítico y pedante en que me sentí "institucionista". Cuando en la Universidad me dijo algún maestro que las corridas eran una fiesta antieuropea, antiprogresista y bárbara, pero me duró poco.

Ahora tampoco voy apenas, porque la TVE, con el relajo o ralentí de las imágenes, hace ver, de cerca y despacio, lo que resulta difícil desde un tendido.

Porque las corridas de toros ni son bárbaras ni antieuropeas ni tienen nada que ver con los musulmanes. Recuerdo haber hablado en Universidades alemanas, belgas y francesas de que el toro es el animal más ario que tuvieron los arios. Es la imagen misma de Zeus, de Júpiter, del raptor de Europa. Y el torero: el Heros que logra con su magia, su arte -"técnica", que se diría ahora- vencer esa fuerza natural del dios, domeñarla, en sacrificio de sangre.

Toda la Mitología aria -la euroamericana- es torera. Desde Teseo el mancornador de Tesalia hasta Sigfredo que de un volapié mató al dragón. Desde Prometeo, que con banderillas de fuego cuarteó a los gigantes cornúpetas, hasta Fausto, que veroniqueó a Mefistófeles, que tenía cuernos. Julio César, El Cid, Borja torearon. ¿Es otra cosa Kissinger, hoy, sino un lidiador de tanto bruto?
Una plaza de toros es lo único de veras romano y sin falsificar que nos resta de Roma. ¡Lástima que la Democracia quitase del palco presidencial a un César con el pólice o pulgar verso y reverso y lo sustituyera con un concejal sacando el pañuelo del moco!

Yo he escrito y hablado mucho a los extranjeros cuando nos llaman crueles por la suerte de varas, ante "el pobre caballo". Argumentándoles que fueron Inglaterra, Francia y Norteamérica con sus revoluciones liberales las que desmontaron al Caballero español de su noble caballo y pusieron al piquero, al hasta entonces "peón" u hombre de a pie, que tapó un ojo a la inerme bestia y escuálida y en desecho. Por eso hice desde 1928 la campaña de volver a los rejoneadores, al nuevo ennoblecimiento del caballo, acompañándome Álvaro Domecq, campaña que, al fin, ha triunfado. Frente a una civilización mecanicista como la actual ¡salvar al toro y al caballo! Heróica tarea la de España.

Yo he toreado de muchacho. Tuve por maestro a Vicente Pastor, "el soldado romano"; en los inviernos iba a la finca de mi abuelo en Talavera. Y allí se entrenaba. Es a la única cátedra, la suya, a la que asistí sin aburrimiento, el corazón palpitante. Y descubriendo luego que el escritor, el orador, el artista, es torero porque el público es un estado al que o lo domina o le coge. ¡El público! ¡Un auditorio! ¡Hacerle pasar suavemente bajo vuestra pluma, vuestra palabra, vuestro arte! ¡Enardecerle! Y, al fin, hacerle rodar en medio de una ovación. Y la Pedagogía ¿es otra cosa? ¿Habéis tenido doscientos chicos de diez años en primero de Bachiller y habéis fijado, cuadrado y estoqueado su atención? ¡Superior faena a la de Orfeo con otras fieras!

Pero cuando al escritor le engancha el toro... Ahí están Sócrates, Ovidio, el Dante, Campanella, Quevedo, Wilde, Solzhenytsin... Y ¿no se dijo de nuestro Séneca que era "el torero de la virtud", muriendo de la cornada que le pegó Nerón?.

La única diferencia entre el escritor y el torero es que un día éste puede retirarse del peligro y vivir ya sin público y sin toro. Pero el escritor no. Necesitamos hasta el final una idea que nos embista y alguien que nos contemple. Y si el escritor no lleva coleta y no necesita cortársela es porque siempre tenemos una coletilla para rematar nuestra faena. Como yo ahora contigo, el que lea, al desearle "¡que lo haya pasado bien!".
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