lunes, 8 de abril de 2013

Cuando el verdugo iba a los toros / Por José Aledón Esbrí



Durante el Antiguo Régimen en el siglo XVII y XVIII

Cuando el verdugo iba a los toros

Es un pasaje de la historia quizás poco conocido. Durante el Antiguo Régimen allá en los siglo XVI y XVIIII: la presencia del verdugo en las plazas de toros, para castigar a los infractores de las normas vigentes. Se trata de una costumbre que se consolido. Como narra el historiador José Aledón en este interesante artículo, la cosa no iba en broma, pues en un auto de 1661 se habla de aplicar penas de hasta "doscientos azotes y seis años de galeras" para los infractores. Entre otras fuentes, de ello dejó constancia gráfica es el pintor y dibujante suizo Emanuel Witz (1717-1797), que llegó a nuestro país en el séquito de lord George Keith.


Taurología / Por José Aledón Esbrí
No alude el título a la presencia en los cosos taurinos del tan temido como odiado funcionario que, en calidad de aficionado o mero espectador y, previo pago del importe de su localidad, presenciara corridas de toros o novillos. Ello no tendría la mayor importancia. Nos referimos aquí a la presencia obligada del verdugo o “ejecutor de sentencias” junto con el pregonero, como parte del personal oficial requerido en una plaza cuando, en el Antiguo Régimen, se daban corridas de toros o novillos. 

¿Por qué se requería la presencia de tan tétrico personaje en una plaza de toros? Pues para aplicar “in situ” las penas establecidas para todos aquellos que perturbaran el orden de la función. Tal costumbre se consolidó (tanto en la Corte como en otras plazas importantes de los distintos reinos de la Monarquía Hispánica) en el siglo XVII. Así lo corrobora José María de Cossío cuando cita textualmente la orden comunicada al marqués de Uxena fechada el 24 de junio de 1659: “En conformidad que se ha hecho otras veces en diferentes fiestas de toros, dispondrá V.S. que para la de pasado mañana de San Isidro se pregone que persona alguna saque espada en la plaza hasta que se haya mandado tocar a desjarretar [a partir de ese toque, cualquier espectador armado podía participar en la muerte multitudinaria del toro], y que para mayor terror y ejecutar luego la prisión de los que delinquieren quebrantando la orden, se formen cárceles en diferentes partes de la plaza, donde se pongan inmediatamente como se ha hecho en otras ocasiones…” (1)[1] . La cosa no iba en broma, pues en un auto de 1661 se habla de aplicar penas de hasta “doscientos azotes y seis años de galeras” para los infractores.

Con el advenimiento de la dinastía borbónica la máxima autoridad de los cosos taurinos, en festejos ordinarios, queda en manos de los corregidores, a quienes deben obedecer tanto las fuerzas del orden como los demás funcionarios presentes en la plaza, disponiéndose que, después del despejo y, una vez desmontados los dos alguaciles que en él han tomado parte, acompañen al pregonero y al verdugo y su ayudante para, dando la vuelta al ruedo, lean en cuatro partes distintas de él, de manera clara e inteligible, las prohibiciones y penas correspondientes a su infracción para general conocimiento. Tal costumbre duró hasta 1834, en que, desaparecido el absolutismo, cambian las formas aunque no el fondo de la represión.

Un testigo de excepción del discurrir de la consolidación de la corrida a pie en la plaza de Madrid – lo que equivale a decir de toda España – es el pintor y dibujante suizo Emanuel Witz (1717-1797), que llega a nuestro país en el séquito de lord George Keith, permaneciendo aquí muchos años (él habla de unos veinte).

Le interesan como artista las corridas de toros y se informa cabalmente sobre sus reglas y desarrollo, así como de las características de la primera plaza de toros de madera y mampostería que se erige en Madrid a las afueras de la Puerta de Alcalá, diseñada por el turinés Giovanni Battista Sacchetti, “Maestro Mayor de Obras de la Villa” y director de la Real Academia de BB.AA. de San Fernando. No es pues el suizo un visitante ocasional que apenas sabe de lo que escribe.

Witz dejó una inestimable información para los estudiosos de la Tauromaquia en un cuaderno manuscrito que él tituló “Description historique du célèbre combat de taureaux en Espagne, de la façon qu’il se pratique ordinairement à Madrid, capitale de ce Royaume” en el que, aparte del texto, hay 26 dibujos al aguatinta. De esta rara y exquisita obra hizo una magnífica traducción acompañada de enjundiosas notas el erudito y excelente aficionado don Diego Ruíz Morales, publicándose por la Comunidad de Madrid en 1993. 

Sobre el tema que nos ocupa escribe Witz: “Una vez dadas las órdenes [por parte del Corregidor], descabalgan los alguaciles y van en busca del verdugo que se encuentra en su cuchitril junto al toril, el cual sale inmediatamente acompañado del pregonero público y de un criado que lleva por el ronzal a un pollino, y a veces dos, sobre la albarda del que van atados los utensilios utilizados en España para amarrar a los criminales cuando son azotados. Los alguaciles preceden al cortejo, después marcha el pregonero, a continuación el criado del verdugo con el pollino y el ejecutor, que empuña una especie de látigo, cierra la marcha. Tan pronto que este personal se encuentra dispuesto de tal forma, el pregonero empieza a hacer público que cualquiera que provoque alboroto, pendencia, origine desórdenes o hiera al toro desde la talanquera será amarrado sobre el borrico y azotado de inmediato. Dando la vuelta al redondel, repite este pregón cada treinta pasos. Concluida la operación, el verdugo y su gente se reintegran a su reducto”.

Una de las faltas más frecuentes en la época era la de bajar gente al ruedo para intervenir en el curso de la lidia. Tal costumbre viene de las capeas populares, debiendo amenazar seriamente a aquellos “espontáneos”, como se ha visto, para evitar su actuación, objetivo no siempre conseguido, pues el siglo XIX está, hasta prácticamente el fin de su tercer cuarto, repleto de advertencias de ese jaez.

Hasta tal punto llegaban los ardores “toreros” de cierta parte del público de entonces que, para calmarlos, al final de casi todas las novilladas que se daban en la plaza de Valencia, había que soltar vacas para ser “lidiadas” por todo aquel que quisiera. Así se lee en el cartel del festejo correspondiente al 16 de noviembre de 1851, donde la empresa prometía que “se soltarán dos vacas para que las lidien los aficionados, debiendo advertir que en vista del bárbaro proceder de algunos que, no contentos con escederse (sic) de los límites permitidos parándolas, se han atrevido a maltratarlas, clavándoles navajas y otras armas ofensivas, de cuyas resultas han muerto. La junta ha solicitado del M.I. Sr. Gobernador Civil de la provincia la fuerza suficiente para apoderarse del que ose traspasar el círculo que se le concede en esta diversión”.

Realmente el público de toros del XIX (y del primer tercio del XX), con las excepciones de rigor, era “de armas tomar”, tomándose excesivamente en serio lo de la democracia directa en el coso. Un ejemplo de lo cual narra Sánchez de Neira en su “Gran Diccionario Tauromáquico” cuando cita el caso del toro “Pajarito”, lidiado en Málaga el 16 de agosto de 1840, al que “el Chiclanero”, “con gran exposición y como Dios quiso, le colocó únicamente una banderilla, y tocando a la muerte, se la dio Montes de un golletazo a la media vuelta, sin preceder pase de muleta alguno. El público rompió los tablones de los tendidos y arrojó sillas y cacharros al redondel, porque querían mas lidia a caballo y que no se hubiera ido el animal entero a la muerte” (¿será por eso que en 1833 se suprimió la madera de los tendidos de la plaza de Madrid, dejando la piedra desnuda?).

Con respecto al lugar que ocupaba el verdugo y su ayudante en la plaza, Witz nos ofrece una aclaradora ilustración en la que, a través del ventanuco, se ve lo que parece una mujer y un niño (la familia del verdugo tenía derecho a estar en esa estancia).

Tal “cuchitril”, como lo traduce Ruíz Morales, no era sólo privativo de la plaza de Madrid. La plaza de toros de Valencia, inaugurada en 1859, tenía (y tiene, aunque dedicada, desde hace décadas, a acceso desde el ruedo a la enfermería) esa misma estancia, llamada en lengua valenciana “la ratera del botxí”, estando durante mucho tiempo entre los dos portones de toriles. Aunque, como ya se ha comentado, por ley dejó de hacerse el pregón y de aplicar las penas “in situ” en 1834, no siendo ya necesaria la presencia del ejecutor de sentencias en el coso, el arquitecto valenciano Sebastián Monleón quiso dar ese toque tradicional a su plaza, al no prescindir de tan curiosa estancia.

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