martes, 1 de octubre de 2013

Diego López



–¿Qué oponen los pequeños burgueses a la máquina stalinista de picar carne? –se preguntaba Foxá–. Una dulce y sonriente democracia.

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Los hurones magentas de Rosa Díez presumen de ser el único partido que defiende a España.

O sea, que hasta España tiene ya más defensores oficiales que Diego López, a quien públicamente sólo han defendido Mourinho y el alcalde de Paradela, que escribió una carta al marqués de Del Bosque en demanda de respeto para su vecino.

Más allá de la excelencia, que para mí la tiene, Diego López es un español que trabaja para quien le paga, y calla. Tal vez llamarse Diego en vez de Íker Unai lo aleje de los gustos cacofónicos de la Generación Mejor Preparada de la Historia, pero choca un poco que, en la crisis, cuando se supone que los pobres nos caen mejor, hasta el periódico deportivo que lee Rajoy y que dirige el biógrafo de Zapatero le haga al “pobre” Diego López un traje de escayola tan grosero y miserable.

En los medios progres no está tan claro, pues, que el “derecho a decidir” valga para todos.

El “senyor” Mas tiene derecho a decidir cuándo y cómo tira de la americana (para llevársela, naturalmente) de la nación más vieja de Europa, pero el entrenador del Real Madrid no tiene derecho a colocar a un “pobre” en su portería.

Quizás esta injustificable injerencia del periodismo en una propiedad privada sea una de las causas de que el fútbol no arraigue en los Estados Unidos, donde Diego López gozaría del respeto allí debido a un “self-made-man”, en lugar de ser escracheado por la prensa con el C.V. de su competidor.

Después de todo, no recuerdo a ninguno de los biógrafos de Zapatero escracheando a su cliente con el C:V. de don Álvaro Figueroa y Torres Mendieta, conde de Romanones, por citar a un presidente rico y con muchos títulos.

–¿Qué oponen los pequeños burgueses a la máquina stalinista de picar carne? –se preguntaba Foxá–. Una dulce y sonriente democracia.

En el Madrid, esa dulce y sonriente democracia es la nasalidad somnífera de Butragueño y la desconfianza mustélida de Pardeza.

Aunque a lo mejor basta.

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