viernes, 20 de diciembre de 2013

APOCALIPSIS / Por BENJAMÍN BENTURA REMACHA




Diodoro Canorea, manchego y empleado de banca, se casó con la hija de Pagés y se convirtió en el empresario de Sevilla. Don Diodoro, simplemente. Como don Livinio. Es bueno tener un nombre poco común para que todo el mundo te conozca con solo nombrarte.

APOCALIPSIS

BENJAMÍN BENTURA REMACHA
APOCALISIS: “Último libro Canónico del Nuevo Testamento. Contiene las revelaciones escritas por el apóstol San Juan, referentes en su mayor parte al fin del mundo. APOCALÍPTICO: Terrorífico, espantoso”. Eso dice la Academia Española. Y esa sensación invade mi reparado corazón al leer a los apósteles de la información taurina de este nuevo tiempo, en el que a cinco toreros de primera fila se les ha ocurrido unirse frente a la verborrea tabernaria del heredero del señor Pagés, iluminado catalán que tuvo la habilidad de asegurar para sus herederos el arrendamiento de la Real Maestranza de Sevilla por los siglos de los siglos. Tiene gracia, además, que fueran un catalán y un vasco los que inventaran la Feria de Abril del Prado San Sebastián, en las cercanías de los Jardines de Murillo y la Fábrica de Tabacos donde trabajaba Carmen, la del francés Mérimée. Así de caprichosa es la Historia. Contra los maestrantes ya se reveló “Joselito” con la construcción de una nueva plaza en Sevilla y antes lo hicieran Bombita y Machaquito contra don Indalecio Mosquera, empresario de Madrid y don Eduardo Miura, sombrerero y ganadero. Y los gacetilleros de entonces y los de ahora se enfrentaron y se enfrentan a los “gallitos” de los viejos tiempos y a los de hoy, y en todas esas ocasiones se pusieron de parte de los toreros de segunda fila, como el penúltimo demagogo (la demagogia está presente en casi todas nuestras actividades colectivas) se puso de parte de Andrés Vázquez frente a las ínfulas imperialmente romanas de Antonio Ordóñez, el paisano de Pedro Romero.

Diodoro Canorea, manchego y empleado de banca, se casó con la hija de Pagés y se convirtió en el empresario de Sevilla. Don Diodoro, simplemente. Como don Livinio. Es bueno tener un nombre poco común para que todo el mundo te conozca con solo n ombrarte. Pero don Diodoro era un hombre inquieto y buscó sus aventuras por otras plazas, Zaragoza y Madrid entre ellas, y siempre se mantuvo fiel a Curro Romero. Murió Diodoro, su hijo Ramón se hizo con los mandos y, a las primeras de cambio, le puso puertas al campo del camero bien oliente. En la solapa, un ramito de romero. En la mente, la liquidación de los privilegios del artista. En la puerta de alguna plaza, los vendedores de orinales que decían que eran unos “mandaos” de un Gonzalito prevaricador. El caso es que don Francisco se acercaba a los 70 años de edad y se vestía de corto para torear un festival en La Algaba junto a José Antonio Morante de la Puebla después de desertar ambos de la cercana feria sevillana de San Miguel. Curro llamó a Fernando Fernández Román y le dijo la noche del 22 de octubre del 2000 que colgaba su recamado traje de luces. ¿Por qué? Un novillo le había pegado una voltereta a Morante y a Curro se le había encogido el corazón. “Si me la llega a pegar a mi me tiene que llevar a casa en parihuelas”. La edad, 67 años, y fin del siglo XX. ¿Y el hijo de Diodoro? Mejor no meterse en dibujos.

Hace años, los empresarios se juntaron y fueron a Villalobillos a pedirle a Manuel Benítez que volviera a los ruedos. El de Córdoba lo consultó con la almohada y les hizo firmar a todos los grandes en la funda de sus sueños. Ahora podían reunirse los empresarios y acudir a los cuarteles de invierno de José Tomás y pedirle que vuelva a los ruedos con un calendario profuso, decente y de alta alcurnia. Por ejemplo, que toree en todas las plazas de primera que van quedando. La fiesta de los toros solo la pueden dignificar los ganaderos y los toreros. Contarla, los que sepan escribir y tengas conocimientos del arte, y sostenerla, las gentes del pueblo que se asomen a las taquillas. Estos últimos tienen la sartén por el mango: pueden soltar la mosca o quedarse en casa. Lo demás son sueños de políticos frustrados metidos a aficionados que quieren gobernarlo todo.

Hace unos días, en Zaragoza, un amigo mío leyó su tesis doctoral sobre la economía en el mundo de los toros. No me enteré demasiado porque yo de “imputs” y otras bagatelas financieras entiendo más bien poco. En realidad nunca supe ganar dinero. Mi conclusión de la escucha atenta de lo que decía Julián Montañés Escribano fue que en el 2007 llegamos al cenit del negocio taurino y ahora estamos en la cuesta abajo. Un análisis de la incidencia del sector taurino en la economía española de tan difícil estudio porque son muchos los factores y escasas las informaciones, ese era el tema del doctorando. En 2008, casi 8 millones de espectadores para los espectáculos mayores, unos 90 millones de euros de ingresos, más la televisión, los bares y almohadillas, las carnes, los hoteles, transportes, tiendas de recuerdos, visitas a las plazas, fiestas en las fincas, los toros, etc, etc,… En total, una repercusión en el P.I.B. de mil trescientos millones de pesetas. Pero la curva, señores, es descendente mientras los que quieren vivir del negocio aumentan, los toreros, los ganaderos y los servicios. ¿Dónde iremos a parar? Yo siempre me acuerdo lo que decía no sé quien con motivo de las prohibiciones de Carlos IV, alguien no muy versado en lingüística: “Los toros son una fiesta que va de prole en prole que no hay nadie que la abole y ni habrá quién la abola”. Espero que así sea.

Julián Montañés, atrevido, intrépido y osado, fue dirigido en su estudio por los doctores Helena Resano Ezcaray y Antonio Purroy Unanua, este último bien conocido en el mundillo del toro bravo. Con él cambié algunas impresiones sobre temas que afectan más al devenir operativo de la fiesta. De las ganaderías, por ejemplo. Le dije que, para mí, don Alvaro Domecq y Díez era el mejor ganadero que yo he conocido. Me habló de Victorino y yo le argumenté que don Álvaro había creado una ganadería nueva y el de Galapagar se había limitado, con todo el mérito que ello suponía, a recuperar una ya existente y prestigiada, la de Albaserrada. Luego, con los “patas blancas”, las cosas ya no se han desarrollado con la misma fluorescencia pese a la indudable sapiencia del paleto de Galapagar. Ortega y Gasset decía que todo lo grande de España venía de sus pueblos. Lo repito en cuanto puedo porque yo soy de pueblo.

Estábamos en la Facultad de Veterinaria de Zaragoza, en donde don Álvaro Domecq tuvo una gran actividad a favor del toro bravo de la mano del profesor Isaías Zarazaga y creó un banco de sangre para estudiar la consanguinidad de las reses, subvencionó estudios sobre la alimentación y promocionó otros aspectos de la crianza y genética de tan singular animal. Por aquel entonces, hace más de veinte años, había también una colección de cráneos de cuyas medidas no puedo asegurar que consecuencias se sacaban. Estaban allí y había un especial interés por su examen y estudio. Don Álvaro también tenía un bien dotado laboratorio en su finca jerezana de “Los Alburejos”. Había y hay otros excelentes criadores, pero mis preferencias, con el caudillaje de don Álvaro, se inclinan hacia don Baltasar, los hijos de don Celestino, los Lozano y sus Alcurrucen, Ana, la de los Romero, el hijo de Juan Marí y la Montalvo y algunos más, no muchos. Y he citado a los que ahora están vigentes para que nadie me tache de nostálgico. Pero, señores del jurado, de aquello que había en la Facultad de Veterinaria de Zaragoza ya no queda ni un solo hueso. Lástima. España y yo somos así, señora.
     

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