miércoles, 12 de febrero de 2014

Linares, 1934: Gesto de Luis Castro "El Soldado" / Por Joaquín Albaicín



Entrando a por uvas con un pañuelo 
Luis Castro "El Soldado"

"...Sorpresivamente, poseído sin duda por el clima de efervescencia de los tendidos, el torero dejó caer la escarlata de su zurda y extrajo de su bolsillo un albo pañuelo que ofreció con gallardía y rotundo desprecio de la vida a los hocicos de la fiera y con el que, para delirio de la concurrencia, vació al encuentro su embestida. Pese a hundir sólo media espada, el efecto fue fulminante y su triunfo, total...." 

Quizá esta fotografía sea el único testimonio gráfico preservador para la posteridad de aquella hazaña. Y es que los más viejos del lugar ya no la recuerdan. Imposible recurrir a ellos, porque se han muerto. Durante muchos años, ha seguido vivo el último dorado que galopó con Pancho Villa, el último nieto de los pieles rojas que acabaron con Custer y cortaron la cabellera a su regimiento, el último de los que aguantaron en el búnker con Hitler, el último de los que se lo intentaron cargar… Pero, de los que vivieron y contemplaron esta estocada a todo o nada, hace mucho que no queda ni uno. De hecho, la novillada celebrada el 29 de julio de 1934, la afición no habló más que de la que habían formado en su ruedo dos toreros mexicanos: Luis Castro, El Soldado, y Lorenzo Garza. El ganado era de Gamero Cívico y, luego de retirarse a la enfermería el primer espada, Cecilio Barral, tras despenar al primero de la tarde.

El Soldado formó tal lío al segundo con capa, banderillas y muleta, que le tenía cortado el rabo antes de perfilarse para ejecutar la suerte suprema. Sorpresivamente, poseído sin duda por el clima de efervescencia de los tendidos, el torero dejó caer la escarlata de su zurda y extrajo de su bolsillo un albo pañuelo que ofreció con gallardía y rotundo desprecio de la vida a los hocicos de la fiera y con el que, para delirio de la concurrencia, vació al encuentro su embestida. Pese a hundir sólo media espada, el efecto fue fulminante y su triunfo, total. El júbilo y el pasmo estaban más que justificados, por cuanto para consignar un inmediato precedente de tal gesta era menester remontarse a Martincho, el torero de los tiempos de Goya, que citaba los toros a recibir con los pies encadenados y un sombrero por solo señuelo

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