jueves, 15 de mayo de 2014

Sexta de Feria. Para Trinidad, la de Padilla, Escribano y Adame / Por José Ramón Márquez



José Ramón Márquez
¡Con qué ilusión bajábamos hoy por la calle de Alcalá camino de la Primera Plaza (de Pueblo) del Mundo! Después de haber hecho un sincero acto de contricción, nos impusimos la severa disciplina de leernos “Los toros contados con sencillez” de Fernández Román como justa penitencia por haber errado de manera tan notoria en la apreciación de la obra fandiñesca, ¿qué digo la obra?... ¡la gesta!, que no hay más que darse una vuelta por ahí para ver lo errados que andábamos, que no acertamos ni media y que hasta la estocada que nos pareció buena, tampoco era la que debía ser, que la buena fue la del volatín. Purificados por las palabras del ex-televisivo, con el espíritu preparado y en paz bajábamos por la calle de Alcalá como un Isidro más a la Feria del Isidro ’14, con dos bolsas de exquisitas pipas de girasol, con un bocadillo de chorizo envuelto en papel de aluminio, con una almohadillita de rayas amarillas y anaranjadas con asa, y con un impoluto y necesario pañuelo blanco en el bolsillo. Una vez en la Plaza nos atizamos un cubata en el bar del 9 bajo, y otro que nos subimos a la localidad. Con todo ese bagaje ya nos hallamos dispuestos a sacar por la Puerta Grande –cada vez menos grande– al lucero del alba con tal de que hiciese corretear alrededor suyo al toro, cabra, caracol o babosa y le pegase uno o dos sartenazos, dejando el estoque dentro del bicho. Para este cambio, para este necesario renacimiento como aficionado moderno sólo hay que tener la decisión de dar valientemente el paso adelante, olvidarse de cuatro antiguallas que ya no sabemos si es que las vimos alguna vez o nos las hemos inventado y acudir a la Plaza con una predisposición positiva, amable y comprensiva.

La verdad es que la cosa prometía para el inicio de esta nueva etapa de la afición, porque la empresa Taurodelta S.A., esa valiente firma comandada por la inteligencia del donostiarra José Antonio Martínez Uranga, había programado para hoy una interesante corrida de toros gaditanos de La Palmosilla, esmerado hierro cuyos productos ya han sido vitoreados con insistencia por la afición venteña, de procedencia Juan Pedro Domecq Solís, con aportaciones de la de Joaquín Núñez del Cuvillo. Ganado de lujo de un encaste exquisito, pues es bien sabido que las reses de este encaste tienen la costumbre de ir siempre a más, arrancándose con prontitud con alegría, ligereza y fijeza. No en vano es este el encaste preferido por tantos y tantos ganaderos, muchos de ellos hombres de negocios hechos a si mismos, industriales, constructores, grandes emprendedores españoles que para formar sus espléndidas vacadas, eliminando lo anterior, han elegido los productos que vienen avalados por la garantía que ofrece la solvencia de la marca Domecq. El propietario de la vacada es don José Núñez Cervera, a quien tanto debe la Coca Cola, y en homenaje al ganadero llamamos al ambigú para que nos traiga otro nuevo cubata, utilísimo para despejar la mente.

La corrida que trajo La Palmosilla a Madrid fue extraordinaria tanto de presentación como de comportamiento. Los animales, como corresponde a su estirpe, como dice el papel, no dejaron de ir siempre a más, arrancándose con prontitud, con alegría, ligereza y fijeza. Lo de los caballos creo que es poco importante, porque todo ese galimatías de la vara y del picador apenas es nada cuando hay un toro pronto, alegre y fijo. Se empeñan en ponerles dos veces y es evidente que en muchas ocasiones no habría que ponerlos más que una, y en otras, ninguna. La obcecación reglamentista de que entrasen al caballo, cosa totalmente innecesaria, propició que los animales, de tan fijos y alegres que eran, se rompiesen y saliesen del ingrato encuentro con el caballo tronchados. Se dejaban la vida los animalitos empujando alegremente en el peto, llenos de fijeza. Esta circunstancia fue aprovechada por diversos alevosos aguafiestas que comenzaron a protestar injustamente a los toros sin darse cuenta de que si no les hubiesen hecho ir al caballo, los toros no se habrían caído tan pronto. Para mortificación del ganadero y de su mayoral, el presidente (que para nosotros, y para lo que resta de Feria, será siempre Trinidad), de manera harto traicionera, exhibió por tres veces el pañuelo verde, aunque eso nos dio la ocasión de disfrutar enormemente con los saltos y cabriolas de los bueyes de Florito, de los cuales hay uno pequeñito que es una auténtica monada por su simpatía y por la ligereza de sus patas, aunque no queramos establecer comparación en términos de ligereza con la que exhibieron los toros de La Palmosilla. Parece que para enjugar la pena de ver irse a la oscura mazmorra a tres toros tan fijos, ligeros y alegres, los suyo es encargar un nuevo cubata, que además, con la sal de las pipas a estas horas los labios están ya en carne viva.

Los toros expulsados del dorado albero venteño fueron sustituidos por tres magníficos ejemplares de los hierros Torrealta, González Sánchez-Dalp y La Rosaleda, simpático nombre con el que el onubense don José Luis Pereda ha bautizado su tercer hierro en honor a su esposa –Rosa– y que no tiene nada que ver con el estadio de balompié donde juega el Málaga C.F. Los tres fueron estupendos, pero con algo menos de ligereza, alegría y fijeza que los del hierro titular.

La lidia y muerte a estoque o verduguillo de estas seis magníficas prendas taurinas correspondió a Juan José Padilla, Manuel Escribano y Joselito Adame, los tres en un gran momento profesional.

Padilla ha dejado en Las Ventas el sello de su tauromaquia de clásico bullidor. Dio unos estupendos lances a su primero inspirados en la acción de arrojar un papel al suelo, en una magnífica conjunción del toreo y de la cotidianidad. Luego, como suele, puso banderillas. Digamos que utilizó dos técnicas: la clásica, que es coger una en cada mano, y la otra, que es coger las dos con una sola mano. Con una vertiginosa velocidad ganó por pies a la ligereza de sus oponentes y digamos que dejó los palitroques clavados en lo negro –el toro–. Luego, con la muleta estuvo extraordinario. La agarró unas veces con la mano derecha y otras con la izquierda, la ponía delante de la cara del toro y la hacía temblar hasta que el bicho se iba a por ella y ahí la movía para que el animal no la enganchase, burlándole, aunque a veces la ligereza del toro le hacía ser más rápido y se la enganchaba, lo cual aumentaba la emoción, por no saber si al final la muleta se la quedaría el toro o el torero. Luego metió el estoque dentro de lo negro –el toro– y los animales se murieron. Sacamos el pañuelo con presteza en ambos, pero viendo que era el único que había en la Plaza, que la gente no se había dado cuenta del esfuerzo del torero, optamos por guardarlo.

Antes de salir el tercero nos pedimos otro cubata, que la cosa pintaba la mar de bien. Sale el de Torrealta y sigue con fijeza y con largura el capote de Adame, que le zapopinea. A la hora de afaenarlo, el mexicano decide con sabiduría que no le interesan las embestidas del toro y se dedica a cortarlas. Hasta que consigue ir desengañando al animal, Adame se coloca por fuera, ese lugar en que las cornadas son más fuertes, al decir de un señorito sevillano; para poder alargar el muletazo hasta el infinito, inclina reverenciosamente su cuerpo en el cite, y luego se pega un gran arrimón al que sigue una petición mayoritaria de la oreja, que el Palco de Trinidad desatiende, de manera absolutamente antirreglamentaria. En el sexto, Adame plantea su faena con idénticos argumentos a los de la primera, pero como ungido de una solemnidad enorme, especialmente en el acto de tomar una banderilla del suelo y llevarla unos pasos más allá para retirarla. En atención a la hora y a la conformación córnea del toro optó por no hacer lo del arrimón y tratar de abreviar para no esperar a que le diesen los avisos toreando, pero como la cosa se le puso cuesta arriba con los aceros, casi estuvieron a punto de darle los tres.

Manuel Escribano también estuvo por allí. Manejó el capote con la soltura de uno que sacude las migas del mantel, emuló a Padilla en la cosa de las banderillas en lo de portar una banderilla en cada mano y poner un par con las dos en la misma mano; con velocidad ganaba la cabeza del toro en los cuarteos y por la inercia de la carrera se pasaba de ella a la hora de clavar, aunque eso no es demérito alguno, pues los palos quedaban clavados en lo negro –el toro–. Con la muleta estuvo tan extraordinario como sus compañeros de terna moviendo el engaño, unas veces asido con la mano derecha y otras con la izquierda, unas veces enganchado y otras no. Digamos que rozó la perfección, aunque nadie le pidió la oreja en ninguno de sus dos toros.
Terminado el festejo, a las diez menos cuarto, al bajar de la andanada, acaso por el efecto de los cubatas, un inconveniente tropezón me proyecta contra la barandilla mugrienta, por lo que hay que buscar amparo en el SAMUR para que me den cuatro puntos de sutura en la brecha y me pongan la inyección antitetánica.

La verdad es que esto de ser aficionado moderno también tiene sus riesgos.

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