lunes, 9 de junio de 2014

'Mi india' de Jim Corbett / Por Joaquin Albaicín


"...En el fondo, lo que extrañamos es aquel palpitar de sentimientos básicos –sinceridad, compasión, familia- que entonces, con su casi omnipresencia, nos hacía en mayor o menor grado percibir la cotidianeidad como investida de vida, de hálito..."

Por Joaquín Albaicín /Foto: José Luis Chaín/
La otra mañana, en la Plaza de San Cayetano y en un banco de los de sentarse, que los otros no los frecuento hace mucho, terminé de leer Mi India, de Jim Corbett, incorporado al catálogo de Ediciones del Viento y cuyas páginas han despertado en mí muchas simpatías, y no sólo por retrotraerme a las persecuciones de fieras por los manglares del Indostán que llenaron, gracias a Salgari, buena parte de mi imaginario infantil y juvenil, sino por las líneas que contiene de denuesto a la burocracia. Ya Guénon, en tiempos en que, para sobrevivir, uno aún no había de figurar registrado en tropecientos ficheros, recordó la antigua sabiduría de las montañas, a tenor de la cual los pastores sabían que era de mal agüero contar a menudo las reses de sus rebaños, porque esa práctica contribuía a aumentar sus índices de mortandad. Con sólo echar un vistazo, el buen apacentador sabía si le faltaba alguna, y cuál.

Hijo de un funcionario del Raj y crecido en la región de Kumaon, en las estribaciones occidentales de los Himalayas, Corbett precisa, en efecto, cómo el principio del fin del dominio británico en India se desencadenó cuando a los ocupantes les dio por pretender que los indios razonaran y se condujeran como escoceses y sus gobernadores, en vez de seguir impartiendo justicia de acuerdo con las tradiciones nativas, incrementaron la burocracia a la inglesa a mayor gloria de los chupatintas arribados desde la metrópoli.

No sólo de esto habla Corbett, claro. También, decía, de batidas cinegéticas y cacerías en pos de la sombra de un tigre de tan particular especie como el famoso bandolero Sultana. Me ha emocionado el recuerdo de Corbett a su amigo Anderson, quien, pese a ir desarmado, le siguió a través de la jungla, resuelto a no dejarle solo en su misión de tratar de reducir a dos centinelas de la banda. Cien años después, Anderson, su gesto y su tributo a la amistad siguen vivos gracias a este libro. ¡Justo y generoso, también, el recuerdo de Corbett para el enemigo vencido, que no se estila ya en estos días en que al mundo le crecen a borbotones “Ejes del Mal”, un poco como cuando el dueño del circo, para justificar que registra poca caja, se agarra a que es que le han crecido los enanos!

Jamás he empatizado -ni lo haré- con el colonialismo, por más amable que sea el rostro con que quiera presentarse. Pero, calibrando los procederes y el sentido del honor tanto de los colonialistas como de los anticolonialistas de antaño, es triste haber de apreciar que el mundo haya cambiado tanto… y tan a peor.

Acaso sea que hayamos asistido a la desaparición de lo que antes comprendíamos como “la gente”. En 1917, los granjeros yanquis se alistaban, para combatir en la remota Europa a un ejército alemán invasor de países de los que apenas conocían ni el nombre, por puro sentimiento de justicia y de solidaridad, sin ser por ello tildados de terroristas internacionales al servicio del “Eje del Mal”. Era gente tan unida a la tierra que, en el tren, lejos de pensar en Verdún, sólo se fijaban en las cosechas que flanqueaban la vía férrea. Quizá escribo desde la ignorancia, pero estimo muy improbable que quienes hoy viven en un entorno rural conozcan el nombre de tantas variedades de flores y plantas como Willa Cather menciona en la novela dedicada a aquellos reclutas: Uno de los nuestros, publicada por Nórdica. Una novela sobre la gente corriente y sencilla que siempre protagonizó las novelas de su autora.

La mirada de la criada de la familia se posa sobre las fotos de soldados partiendo hacia el frente con máscaras antigás, y asume que las llevan para que no les lloren los ojos al cortar cebollas. Así se veían las cosas en una Nebraska donde la vida transcurría al ritmo de las estaciones y, a buen seguro, en todo el mundo en cuyo imaginario y arsenal no habían irrumpido aún conquistas de la ciencia como la artillería pesada y los gases asfixiantes.

Quizá sea, sí, una pena que la gente que fue a la guerra mandolina al hombro, la gente corriente y sencilla de antes, constituya casi una raza en extinción, porque la gente corriente y sencilla es hoy otra. Inspirada sólo por el dinero y creencias de usar y tirar, ha devenido una antigualla, o bien un gremio en verdad que nada interesante y con el que resulta de lo más recomendable evitar a toda costa el roce. Se ha convertido en eso a lo que Juan Montoya, con cabal tino, aplica el calificativo de “masa”.

Poco imaginábamos, hace solo unos años, ir a asistir a una expansión tan generalizada de la insensibilidad y la cutrez que llegaríamos a añorar… pues eso, la calidez de esa fauna fósil llamada, antaño, la gente corriente. En el fondo, lo que extrañamos es aquel palpitar de sentimientos básicos –sinceridad, compasión, familia- que entonces, con su casi omnipresencia, nos hacía en mayor o menor grado percibir la cotidianeidad como investida de vida, de hálito. Hoy, se pone un pie en la calle y resulta difícil pensar y sentir que la vida responda a los impulsos de una partitura, de una música. Mutada en corpúsculos ajenos a toda pulsión vagamente humana, la gente de a pie se ha convertido en cosa a la que no cabe ya aplicar el apelativo de corriente. Basta y sóbrale con el de vulgar. La compuesta por este ganado no es, desde luego, ni mi “India” ni habría sido la de Corbett. Como tampoco, creo, la del gusto de Willa Cather, pese a que en Nebraska, ya en sus años mozos, no quedara un solo guerrero pawnee ni con, ni sin pinturas de guerra

La pena es que… ¡el mapamundi va ofreciéndonos cada vez menos “Indias” entre las que elegir! Hemos de vivir confrontados a ese reto y a tamaño constreñimiento del horizonte vital. ¡Esperemos –otro remedio, no nos queda- que vuelvan las oscuras golondrinas!

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