sábado, 8 de noviembre de 2014

Trotski en España… y otra vez Savinkov / por Joaquín Albaicín



"...Todo –la estancia en Madrid y la posterior en la Tacita de Plata, a espera de ser irradiado en un barco rumbo a Canadá- lo cuenta el propio Trotski en Mis peripecias en España, a disposición de los lectores en el catálogo de Reino de Cordelia..."

Trotski en España… y otra vez Savinkov

  • A su paso por la calle de Carretas compra un pollo para cenar, pero no llega a entrar en Pombo, con lo que, sin saberlo, priva a Ramón de la ocasión de improvisar una gran greguería a cuento del líder rojo y el volátil. 

Escritor y poeta
Foto: José Luis Chaín
 Un día de 1916, tras haber sido expulsado de Francia por germanófilo, bajó León Trotski de un coche de tercera en la Estación del Norte madrileña, bajo la custodia de dos policías galos con los que, charlando sobre Tolstoi e Ibsen, había hecho el camino. Uno de ellos ya había recorrido el mismo trayecto con Pablo Iglesias y, según el escoltado bolchevique, se entendía con los gendarmes de Irún mediante gestos masónicos. Trotski –para situarnos- ponía pie en Madrid un año tarde para haber podido ver la premiére en el Eslava de Gitanerías, de Falla, y uno antes de que lo hiciera Diaghilev con sus Ballets Rusos

Antes de ser alojado por cuenta del Gobierno en la Cárcel Modelo, durmió en el luego famoso Hotel de París (por entonces, una “modestísima fonda de tipo provinciano” cuya patrona, obviamente, no sabía ni papa de francés) y alquiló también un cuarto en una pensión de la calle del Príncipe, donde hacía casi un siglo que no existía ya la librería allí abierta para vender Biblias por George Borrow, traductor al caló del Evangelio de San Lucas. Muy cerca se había hospedado ocho años atrás el mago Aleister Crowley, que un día le escribiría una carta ofreciéndole su ayuda para hacer desaparecer el cristianismo de la Tierra. Faltaban aún unos tres lustros para que, a dos pasos, estrenara Argentinita en el Español Las calles de Cádiz. En aquel entonces, Trotski se encontraría de nuevo en el exilio, esta vez en Constantinopla o por ahí.

A su paso por la calle de Carretas compra un pollo para cenar, pero no llega a entrar en Pombo, con lo que, sin saberlo, priva a Ramón de la ocasión de improvisar una gran greguería a cuento del líder rojo y el volátil. Trata de ir a los toros, pero suspenden la corrida por lluvia. Se cruza con asnos cargados de pavos, con curas que fuman abiertamente en la calle y con las filas de limpiabotas de la Puerta del Sol, va al bar de Palace y al Prado a ver Las Meninas y, en Cádiz, se asombra de la erudición de las polillas españolas, únicos seres asiduos de los libros de su Biblioteca Central.

Todo –la estancia en Madrid y la posterior en la Tacita de Plata, a espera de ser irradiado en un barco rumbo a Canadá- lo cuenta el propio Trotski en Mis peripecias en España, a disposición de los lectores en el catálogo de Reino de Cordelia. Y nos preciamos de poder comunicar al lector que su testimonio avala algo que siempre habíamos sospechado: no hay tren sin parada en Alcázar de San Juan. ¡Hasta el fundador del Ejército Rojo se detuvo allí! ¿Quién no, por tanto?

“Esta cárcel de Madrid es verdaderamente admirable”, escribió Trotski sobre la Modelo. Fue una pena para los innumerables desdichados que, después, pasaron por los calabozos bolcheviques, que un hombre de su experiencia en tal sentido no apostara por la aplicación en Rusia de un régimen penitenciario similar al disfrutado por él en la España de Alfonso XIII. Por desgracia, cuando no se
trataba de probarlo en carne propia, el sistema de reclusión del gusto de Trotski era muy distinto, y en una de las celdas improvisadas inspiradas en sus métodos terminó sus días su correligionario Andrés Nin, traductor de la primera edición española de esta obra, a la que Reino de Cordelia ha incorporado los dibujos originales que ilustraban la primera en lengua rusa.

Trotski podía presumir de tener muy buena pluma y el libro –un retrato pintoresco y vivo e irónico de la Iberia de entonces- es muy ameno. ¡Lástima que el sentido del humor de su autor se quedara en el papel y no aplicara sólo un poquito a la vida real! Lo de la buena pluma era virtud bastante corriente entre los revolucionarios profesionales de la época. Hace no mucho cantamos las virtudes de una novela de Bujarin recuperada por Pre-Textos (Cómo empezó todo) y de otra de Boris Savinkov lanzada por Impedimenta (El caballo amarillo). Enrique Redel ha comprendido que la lectura de esta última es de natural complementaria de la de El caballo negro, y la ha publicado también. Si el primer “caballo” relataba las aventuras del Savinkov implicado en el combate terrorista contra la autocracia, el segundo recrea –en tono conciso y acerado, con hondo dramatismo- las del Savinkov pasado a las filas de la guerrilla anticomunista: sus amoríos, nostalgias, saqueos, batallas y reflexiones apocalípticas en el bosque y su posterior clandestinidad de animal acosado en Moscú.

Con El caballo negro viene además, a modo de apéndice, la breve novela en que Savinkov abjuró de sus rebeldías pasadas y que los bolcheviques, tras capturarle y juzgarle, le obligaron a escribir con fines propagandísticos. Mientras anduvo en ello, dispusieron que disfrutara en la Lubyanka de un régimen de vida no muy distinto del de un huésped del Ritz. Luego le tiraron por la ventana, pero, al menos por un tiempo, pudo decir que había dado cien vueltas a Trotski en lo que a buen trato penal se refiere.

Sabíamos de la mini-novela de Savinkov gracias a la investigación de Shentalinski sobre su proceso, encarcelamiento y muerte, pero sólo en esta edición de El caballo negro está disponible en español, que sepamos, el texto completo. Una lástima, que a Savinkov no le diera por ser torero, pues hubiera estado en la línea de El Pana, sin duda. Pero no anduvo por estos pagos. Trotski, al menos, escuchó hablar de Belmonte. Llegaría a sus oídos aquello de: “Ni me quito yo, ni me quita el toro”

Ramón Mercader del Río, el asesino de Lev D. Trotski

Y, ya en México, en su enésimo exilio, seguía emperrado en no quitarse y fue arrollado por un mercancías llamado Ramón Mercader. Muy lejos quedaban aquel vagón de tercera en el Paseo de la Florida, las polillas de Cádiz y el Madrid con olor a fritanga y gallineja.

La policía mexicana exhibe el piolet con el que Ramón Mercader, espía y brazo ejecutor de Stalin, mató a León Trotsky. Click


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