sábado, 18 de abril de 2015

Habanos en Camelot / por Joaquín Albaicín


Remedios Amaya durante el concierto en la Sala Clamores de Madrid.PACO MANZANO

...No es que Remedios, los jaleos y la bulería tengan demasiado que ver con Kennedy, Boston o la Operación Mangosta, pero está claro que no se trata de tabaco liado en serie y, por eso, su llegada es precedida por un perfume que no especia como el del pitillo normal y corriente..."

 Habanos en Camelot

JOAQUÍN ALBAICÍN
Así –Habanos en Camelot- tituló William Styron una famosa crónica en la que evocaba el aroma de la presidencia de Kennedy. Si bien lo habitual en la época era que la gente fumara cigarrillos, en torno a Kennedy y sus allegados flotaba siempre, recordaba, un inconfundible olor a puro cubano de primerísima calidad y, dadas las circunstancias, por supuesto que de contrabando. También el aroma a pura hoja de tabaco es lo que, por expresarlo de algún modo, distingue hoy de los de casi todas las demás tanto el cante de Remedios Amaya como el modo en que sobre el escenario lo encarna.

No es que Remedios, los jaleos y la bulería tengan demasiado que ver con Kennedy, Boston o la Operación Mangosta, pero está claro que no se trata de tabaco liado en serie y, por eso, su llegada es precedida por un perfume que no especia como el del pitillo normal y corriente. Creo que nos entendemos. Y nos entenderemos mejor aún si evocamos el nombre y la figura de Billie Holiday, que vienen que ni pintados para trazar una imagen al carboncillo de la más reciente noche de Remedios en Clamores, un histórico y fundamental local de jazz de Madrid que ha propiciado su retorno a la capital poco menos que bajo palio.

Allí estaba, claro, la prensa flamenca: María Larroca, Paco Manzano cámara al hombro… Y, por descontado, sonaron los olés de muchos incondicionales de Remedios, como Juan Antonio Salazar, compositor raro por genial, o Manuel Molina, cuyo capote ha brillado tantos años en las cuadrillas de Manzanares padre, Uceda Leal o Julio Aparicio… A la guitarra estuvo, en todo instante entonado, eficaz y oportuno, Juan Requena, que acaba de sacar disco. Y al compás, Enrique Pantoja y Carmen Heredia. Ni una silla quedó sin ocupar. Clamores registró un lleno hasta la bandera en una noche marcada, sobre todo, por la extraordinaria comunión anímica cuajada en su curso, de modo casi palpable, entre artista y público.

De cualquier modo, la pretensión de escribir una suerte de crónica realista sobre una actuación de Remedios Amaya supondrá siempre poco menos que una torpeza, algo así como probar a describir el sonido del interior de un cometa. Ahora estoy leyendo un libro de Adam Zagajewski titulado En la belleza ajena(Pre-Textos). Yo creo que ahí reside un poco el secreto de la fascinación ejercida sobre quienes la escuchamos por esta gran cantaora: en que la gente anhela verse reflejada de algún modo en la belleza de su porte y de su cante y ella consigue el milagro de despertar de su letargo, durante un lapso de tiempo mágico, esa hermosura interior que, de algún modo, anida en lo más hondo y esencial de todo ser. No es fácil lograrlo, pero ella posee la clave de ese secreto.

Porque Remedios Amaya es una mujer y una cantaora, pero también, desde cierta perspectiva, un lugar. Y precisaría que no un lugar cualquiera, sino un enclave sagrado, un santuario. Es decir: para llegar a ella, a su cante, es menester conocer y recorrer cierta geografía que, seguramente, tiene más que ver con la surcada por los lamas en sus expediciones extramuros del cuerpo físico que con la cartografiada en los mapas de que echaba mano Julio Verne para escribir sus novelas. Yo, por lo menos, voy a escucharla cantar –y creo que también muchos otros- con un ánimo similar al de quien viaja hasta La Meca para tocar con la frente la Piedra Negra, o hasta Jerusalén para apoyar la suya contra el Muro de las Lamentaciones, o hasta Benarés para poder morir en paz tras recibir, de labios del propio Shiva, el mantra Táraka, viático al Más Allá. Y con su cante por bulerías y tangos, y con sus ademanes bailaores y su majestad al plantarse sobre las tablas me sucede, claro, un poco lo que se vivía cuando toreaba Rafael, el Rafael de nuestra época, Paula: que me siento raptado, escamoteado al tiempo y el espacio convencionales. Sumergido, en fin, en otra geografía.

La otra noche, esa geografía incluía la estrecha galería de descenso iniciático hasta las entrañas plagadas de estalactitas de Clamores, al término de las cuales aguardaba, para dar el visto bueno al neófito, Antonio Benamargo. Un poco antes, hubo que ascender reptando desde las entrañas de la Tierra para emerger por Casa Patas o surcar los aires de Narnia hasta avistar la Sala Caracol. Dentro de no mucho, se impondrá tomar un tren a Pamplona, donde está Remedios anunciada en Flamenco On Fire. En el fondo, todos estos sitios son el mismo, porque el verdadero lugar no es otro que la propia Remedios Amaya, una isla de exuberante vegetación que, por más que no cese de flotar, se halla siempre emplazada en las mismas coordenadas, en el Centro del Mundo (y del mundo más verdadero que conocemos: el mundus imaginalis de la belleza interior).

Seguiremos, pues, escrutando el mapa del tesoro, pendientes de la posición de la isla. Y, entre gala y gala, encenderemos un buen habano, como Castro y Obama, que seguro que han firmado la paz con puros. Aunque, por supuesto, el aroma de esos vegueros no es el del cante doliente y extático de Remedios. Pero… ¡Algo es algo!

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