domingo, 3 de enero de 2016

Volver a Manizales / por Jorge Arturo Díaz Reyes



"...Es una feria de ciudad grande que conserva el encanto y autenticidad de las pequeñas viejas ferias de pueblo. Quizá es la última que nos queda. Siempre hay que volver a ella..."


Volver a Manizales

Cali, Colombia, I 02 16
La Monumental de Manizales cumplió 65 años el pasado 23 de diciembre. Era domingo, Antonio Bienvenida, Manolo González y Alfredo Jiménez enfrentaron seis toros de Mondoñedo. Fue la primera de las tres corridas de aquella primera temporada del nuevo coso, de la nueva ciudad que celebraba su primer centenario. En realidad sus primeros 102 años (Fundada en 1849).

Ese día exactamente y casi a la misma hora moría en Buenos Aires (Argentina) el gran poeta del tango Enrique Santos Discépolo. Más que coincidencia cronológica, un calambur histórico pues Manizales tiene dos pasiones dominantes; los toros y el Tango. 

Tres años largos después, el 23 de enero, inauguraría la feria marcada por estas dos expresiones artísticas que ha hecho propias. Subir todos los comienzos de año a Manizales. Entrar por su Plaza de toros, puerta sur de la ciudad, evocando bandoneónes y castañuelas, cortes y largas, corridas y bohemia es como entrar a un mundo donde los mismo pueden maravillar una liebre parlante que un sombrerero loco.

Todas las plazas como todas la personas son únicas, pero esta es más única. Posada en el filo de la cordillera como un nido de pájaro a dos mil docientos metros de altura, mirando hacia el abismal paisaje que se pierde en lejanías los días despejados o se vela en blanco los brumosos dando a la corrida un aire fantasmal.


Ruedo gris. Líneas naranjas. Puertas altas. Al empinado graderío se accede por arriba, por las filas superiores. Hay que descender buscando el puesto y luego ascender para salir. Allí la música tiene caracter protagónico en especial el pasodoble “Feria de Manizales” compuesto por el catarrojense (de Valencia) Juan Mari Asens, saxofonista del empastre, y letrado por “el poeta de las ferias” el belemita (de Umbría, Caldas) Guillermo González Ospina, fallecidos ambos.

Pasodoble reservado durante las corrridas para premiar faenas excepcionales y prodigado de tal manera por las presidencias alegronas, que lo excepcional es que no suene. Porque si en América existe una plaza torerista y amante de la música y la pinturería es esta, que se pavonea de su vocación sevillana.

Dice uno de los versos de González, “toda la feria es un río”. Cierto, un río que fluye sin pausa entre la plaza de toros y el parque Caldas, donde se oye y se baila tango día y noche. Río multitud enfiestado, emponchado y flanqueado por ventas ambulantes de toda cosa, y en el cual navegan también rémoras, avibatos y carteristas transhumantes, quienes bautizaron cínicamente su cauce, la 23, como “El tontódromo”.

Es una feria de ciudad grande que conserva el encanto y autenticidad de las pequeñas viejas ferias de pueblo. Quizá es la última que nos queda. Siempre hay que volver a ella.

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