"...Enrique Ponce está alcanzando un techo que lo convierte en un extraño en el paraíso. Definitivamente; hay que echarle de comer aparte. Cuando se hable de toreros habrá que comenzar a hablar del valenciano...y de todos los demás..."
Como las piernas de la Mistinguett fueron míticas porque elevaban en aras de la danza a la genial bailarina, transportándola a la sublimación del arte de Terpsícore, las muñecas de algodón de Enrique Ponce le pusieron ayer en Santander alas al toreo. Con la música clásica como fondo, el arte de Ponce alcanzó cotas de belleza sin igual. Puede que para algunos resulte cursi que el de Chiva viaje por esos palenques taurinos con las partituras de sus preferencias debajo del brazo pero, ¿quién no prefiere oír a Vivaldi, a Mozart y hasta a Nicolo Paganini mientras Enrique va pergeñando su obra maestra una tarde tras otra? Armonía sobre armonía dan a luz momentos de ensoñación. Y de ensueño fue la faena de Ponce al cuarto de la tarde al que, como final de una auténtica hemorragia de buen toreo, le sopló media docena de lambreazos por abajo de una belleza recia, poderosa y definitiva. Aquello fue la quintaesenciada ensoñación romántica de Chopin, hermanada con la maestría y grandeza de Beethoven, en una coyunda gloriosa. Y si del genial sordo se dijo que era la música, del chivano bien se puede decir que hoy por hoy es el toreo.
Y es que esta temporada que comienza a entrar en ebullición, el valenciano está alcanzando un techo que lo convierte en un extraño en el paraíso. Definitivamente; hay que echarle de comer aparte. Cuando se hable de toreros habrá que comenzar a hablar de Ponce... y de todos los demás. Pero con muchos más puntos suspensivos de los empleados aquí. Se vista de grana y oro, de esmoquin o de corsario de los mares del sur. ¡Ponce ya es historia viva del toreo!
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