lunes, 18 de julio de 2016

La significación histórica del 18 de julio / por Pío Moa



"...Lo que se jugó en la guerra no fue, pues, ninguna democracia, ya que la misma estaba en crisis en toda Europa, y tras la experiencia republicana la derecha tampoco creía en ella. Lo que se jugaba era la continuidad de España, de la cultura católica y de la propiedad privada entre otras cosas fundamentales..."

La significación histórica del 18 de julio

Pío Moa
Si observamos la evolución histórica de España desde la invasión napoleónica podemos distinguir cuatro grandes etapas. La invasión deja una España dividida entre liberales y tradicionalistas, siendo los liberales quienes se imponen, para inaugurar una época de luchas, pronunciamientos e inestabilidad entre los propios liberales, con pérdida de la mayor parte del Imperio americano, que termina abocando a una demencial I República. Una segunda etapa comienza con la Restauración, un régimen quizá mediocre, pero estable y progresivo, que empieza a malograrse con la crisis moral derivada de la derrota frente a Usa en 1898: es entonces cuando toman cuerpo y van in crescendo el terrorismo anarquista, las demagogias socialistas y regeneracionistas, los separatismos y un anticristianismo o anticlericalismo de rasgos sumamente primarios. El resultado es una dictadura que solo contiene aquellos procesos por unos años, y una II República que no tiene mucho que envidiar a la primera en cuanto a violencias, demagogias, utopismos y odios desatados. 

Con la II República la radicalización social va dando forma a dos bandos: uno, que dará lugar al Frente Popular, reúne a todos los que piensan en destruir a la Iglesia, en disgregar a la propia España y, en su sector más importante, abolir la propiedad privada. Esto requiere una breve explicación. Los republicanos de izquierda no pensaban en abolir la propiedad privada, pero carecían totalmente de fuerza para oponerse a sus aliados socialistas y anarquistas. Estos tampoco deseaban, en principio, la disgregación de España, pero no les importaba demasiado, por lo que no vacilaron en aliarse con quienes sí la querían. Y los separatistas vascos no estaban contra la Iglesia, pero no les preocupó apoyar a quienes la estaban exterminando. 


El Frente Popular se compuso, de hecho o de derecho, de quienes se habían alzado en armas contra la república en octubre de 1934 y algunos más: socialistas, stalinistas, separatistas catalanes, anarquistas, racistas separatistas y golpistas republicanos de izquierda. Insisto mucho en este dato, tan a menudo pasado por alto, porque parece haber pasado inadvertido a muchos historiadores, y por sí solo convierte en una Gran Patraña la pretensión de que el Frente Popular defendía la democracia. Otra razón por la que la democracia no podía funcionar es que la república trajo consigo una carga de odios sociales y un aumento de la miseria que combinadas hacían imposible una convivencia civilizada en libertad. 


Lo que se jugó en la guerra no fue, pues, ninguna democracia, ya que la misma estaba en crisis en toda Europa, y tras la experiencia republicana la derecha tampoco creía en ella. Lo que se jugaba era la continuidad de España, de la cultura católica y de la propiedad privada entre otras cosas fundamentales. 


Es decir, se trataba de resolver del único modo que era entonces posible, unos problemas heredados de la crisis del 98 e, incluso, de la invasión napoleónica. ¿Se resolvieron? Es obvio que en lo esencial así fue, y para ello solo hay que pensar en unos pocos datos incontrovertibles: cuando fallece Franco, España es un país más próspero que nunca, con una economía mucho más sana que la actual, con un estado pequeño, práctico pleno empleo, sin apenas deuda pública, con una de las esperanzas de vida más altas del mundo, con una de las tasas de población penal más bajas de Europa. Otro dato fundamental al que no se presta atención casi nunca: el franquismo no tuvo oposición democrática, sino casi exclusivamente comunista o terrorista. Cuando muere Franco, los odios que terminaron desgarrando la república ya no existían, excepto por parte de los muy minoritarios comunistas y etarras, y los separatismos eran tan insignificantes que debían disfrazarse de autonomismos. Todo ello hacía posible una convivencia en democracia que no destrozase a la sociedad como ocurría antes de la guerra. 

¿Se resolvieron, pues, aquellos problemas en el franquismo? La respuesta, insisto, es sí. Sin embargo, hoy nos encontramos con que los mismos han resurgido, con unas u otras formas: los separatismos han recobrado un impulso muy peligroso; los ataques violentos a la Iglesia y los intentos de reducirla a la nada desde el poder son bien visibles; ciertos movimientos que llaman populistas (una de esas palabras que pueden servir para cualquier cosa) recogen las viejas demagogias estatalistas; el estado de derecho y el prestigio de la justicia hacen agua; la soberanía española se está no sé si vendiendo o entregando gratis como ocurrió en la guerra con respecto a la URSS. Ello aparte, tenemos nuevos problemas, en parte derivados, como el abortismo, las ideologías de género y similares, que afectan, como entonces, a la propia raíz cultural, mucho más allá de políticas de ocasión. ¿Por qué ha ocurrido esta tremenda vuelta atrás? No es difícil entenderlo: la inanidad intelectual de una derecha que quiere “mirar al futuro” sin aprender del pasado y ha dado pábulo a todas las viejas demagogias. En lugar de construir sobre la brillante herencia dejada por el franquismo, se ha preferido denigrarla y maltratarla. En La guerra civil y los problemas de la democracia en España, así como en Los mitos del franquismo, he querido tratar estas cuestiones más fondo. Revisar el franquismo es una tarea urgente.

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