Antitaurinos frente a taurinos en las puertas de la Monumental de Barcelona - Job Bermeulen / ABC.ES
¿Por qué nos gusta la fiesta de los toros? Porque hace tocar emociones y verdades fundamentales, tan puras y fundamentales como las que se experimentan en los cuentos y leyendas: el miedo, el sentimiento de la fragilidad de nuestra supervivencia, y la alegría del triunfo cuando el valor, la inteligencia y el arte han podido imponerse a todas las amenazas materializadas por el toro.
«Los aficionados debemos tener el valor para no tambalearnos ante la avalancha de condenas de los animalistas y antitaurinos», escriben François Zumbiehl y Miguel Cid Cebrián.
De toros y otros demonios
Los aficionados debemos tener valor para no tambalearnos ante la avalancha de condenas que los animalistas y antitaurinos hacen caer sobre nosotros. Es poco decir que nos demonizan. Nos excomulgan de la civilización con su moralismo y su intolerancia inquisitorial, apoyada en este tópico aplastante en forma de juicio final: «¡La tortura no es cultura!» Poco les importa torcer el significado de la palabra tortura, que se aplica a una víctima inmovilizada, encontrándose en la imposibilidad de defenderse contra un verdugo a salvo de cualquier reacción por parte de ella (¿De verdad es eso que acontece durante la lidia de un toro?). Tampoco se explican mucho sobre el término de cultura. Se limitan a dar un nuevo rumbo a la vieja mentalidad colonial, con pretensión universalista, que tanto se achacó a pueblos occidentales en épocas de conquista, los cuales llamaban salvajes o bárbaras a culturas que no entendían y no compartían. De aquí que la incomprensión y el rechazo de la Fiesta sea un problema esencialmente cultural.
En la manifestación de Valencia, el 13 de marzo de este año, el maestroEnrique Ponce lo dijo así de claro: «La cultura es lo que el pueblo quiere que sea.» No es una perogrullada. Es la traducción del concepto que la Unesco ha plasmado en sus dos convenciones, sobre el patrimonio cultural inmaterial y sobre la diversidad de las expresiones culturales: la cultura es el conjunto de los valores, representaciones y sentimientos con los cuales se identifica una comunidad humana (¿acaso los aficionados, repartidos en los ocho países taurinos del planeta, no constituyen una comunidad humana?). Ese concepto de la Unesco, refrendado por el conjunto de los Estados miembros, debe mucho a la antropología, y en particular al pensamiento de Claude Lévi-Strauss. La única exigencia con carácter universal, aparte del respeto de los derechos humanos -por cierto, ¿en qué los daña la tauromaquia?-, es el respeto de la diversidad y de las diferencias culturales.
Claro está, los antitaurinos quieren hablar por nosotros, y nos prestan toda clase de sentimientos sádicos, los que a lo mejor ellos mismos pensarían tener al pisar una plaza de toros y al ser impermeables a todo el sentir que cultiva una mente aficionada.
¿Por qué nos gusta la fiesta de los toros? Porque hace tocar emociones y verdades fundamentales, tan puras y fundamentales como las que se experimentan en los cuentos y leyendas: el miedo, el sentimiento de la fragilidad de nuestra supervivencia, y la alegría del triunfo cuando el valor, la inteligencia y el arte han podido imponerse a todas las amenazas materializadas por el toro. Hay un claroscuro inherente a cualquier tarde de corrida. El primer claroscuro es el contraste entre la brusquedad de la embestida y la suavidad del toreo que se impone poco a poco y, con el temple, apacigua la fiereza del animal, la hipnotiza como el cante de Orfeo a las fieras. Mientras dura la faena hay, a pesar de la lidia, un perfume de reconciliación y de compenetración entre el hombre y el toro, absolutamente excepcional. La violencia y la sangre se olvidan cuando la embestida de la res, conducida por una mano experta, se convierte en un casi mágico deslizar.
El otro contraste es que esta sinfonía o coreografía del torero con el toro no borra nunca del todo el clima de tensión en el cual se desarrolla. A cada instante puede sobrevenir la cogida, el aire puede levantar el engaño y descubrir al torero, el toro puede despertarse de su hipnotismo o cansarse de embestir. Por eso el arte de torear – por ser frágil y efímero– es tan humano y tan conmovedor. Y por eso cuando la belleza –siempre imprevisible– se realiza en el temple parece un milagro. El torero que dibuja con el toro en el aire y en la arena su obra, dibuja cosas «que no son de este mundo», como dijo un día el maestro Pepe Luis Vázquez.
Al presenciar un instante de toreo grande vivimos un doble sentimiento: el ansia por que esta belleza se prolongue, pero también la impaciencia para que llegue felizmente a buen puerto con el remate y para que todos – torero y espectadores –podamos comulgar en el ole de admiración y alivio. El remate en el toreo tiene una importancia crucial: es el colofón del momento artístico, la firma del torero, pero también el signo de que la belleza presenciada se acaba para siempre y no volverá a ser.
El remate de toda la obra es la suerte suprema, la muerte del toro. Es el sello del triunfo sobre todos los obstáculos que amenazan la eclosión de la faena así como la vida del artista y del hombre. Es el triunfo, ritual y momentáneo, sobre la muerte que nos espera a todos. Pero, al mismo tiempo, la estocada consagra la desaparición de algo bello e irrepetible, realizado durante unos instantes en el ruedo, y acaba con la bravura del toro. El caso es que cuando éste, en el último trance, resiste antes de caer vencido, le respetamos, le admiramos y nos sentimos identificados con él. Sabemos que llegará nuestro turno de morir y quisiéramos tener entonces algo de su bravura.
Que estas vivencias parezcan inasumibles a los que se sienten ajenos a ellas es absolutamente respetable si, por su parte, no nos quieren quitar la libertad de expresarlas, que es un derecho humano ineludible, como también forma parte de la humanidad universal el respeto a los muertos y al dolor de su familia, el cual ha sido pisoteado por algunas reacciones histéricas de antitaurinismo cuando, hace poco, murió un torero en las astas de un toro. Son ellas las que, en realidad, se pusieron del lado de los demonios.
- Autores: François Zumbiehl y Miguel Cid Cebrián
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