martes, 15 de mayo de 2018

Si el Rey firma el nombramiento del testaferro de Puigdemont estará traicionando a todos los españoles



Felipe VI no puede rubricar ni dar legitimidad al nombramiento de quien anuncia que utilizará su cargo para desacreditar la imagen internacional de España, con grave perjuicio para nuestra economía. Si Felipe VI valida el nombramiento de esa sombra alargada y siniestra de Puigdemont, estará traicionando a los españoles como ya lo ha hecho Mariano Rajoy.

Los meses de interinidad del Gobierno de Rajoy en Cataluña no han servido para nada. Vuelta a empezar con el golpismo otra vez en la sala de máquinas de la Generalidad. Quim Torra ha llegado a la presidencia de Cataluña gracias a la pasmosa ayuda de un Gobierno que ha preferido permutar con el PNV la vigencia del 155 a cambio de la estabilidad presupuestaria, para mayor gloria de un presidente que quiere agotar la legislatura a cualquier precio y para desgracia de los intereses de la nación española, como bien ha descrito Luis Herrero.

Hoy ha ocurrido lo que recoge el refranero respecto a lo que mal empieza. El racista Quim Torra ha sido investido presidente-testaferro de la Generalidad en segunda votación y por mayoría simple. El de Junts per Cataluña ha superado el trámite gracias a los 66 votos a favor de su grupo y ERC y las cuatro abstenciones de la CUP, que le han permitido superar los 65 votos en contra de Ciudadanos, PSOE, Cataluña en Comú y PP.

Lo mejor que podemos decir a estas horas del testaferro de Puigdemont es que al menos ha tenido la virtud de no ocultar las cartas con las que piensa ganar al Estado la partida, con la supervivencia de España en juego.

Ha reconocido ser sólo un paréntesis de cara a la investidura de Puigdemont, ha manifestado su brutal desprecio a los millones de catalanes que no son separatistas y se ha fijado como meta la república catalana. Es un caso único e insólito. El representante del Estado en Cataluña admite ser sólo una figura decorativa al servicio de los planes delictivos de un prófugo de la justicia y que está dispuesto a utilizar la maquinaria institucional de ese mismo Estado para acabar con él. No hay argumento jurídico ni criterio político que pueda justificar una situación tan humillante para los españoles. No hay matiz que pueda racionalizar un momento de la vida española tan irracional.

Apelar a quienes tendrían la obligación de reparar la afrenta sería perder el tiempo. No podemos esperar que los mismos que han gangrenado la salud del enfermo adopten ahora soluciones quirúrgicas. Como en tantos otros envites de nuestra historia, el pueblo español ha sido abandonado a su propia suerte. Aunque nuestra confianza en el jefe del Estado no es lo suficientemente amplia como para albergar esperanzas, tenemos el deber de exigirle que no firme el nombramiento de quien ha expresado de forma inequívoca su voluntad de poner las instituciones autonómicas catalanas al servicio de la sedición.

Felipe VI no puede rubricar ni dar legitimidad al nombramiento de quien anuncia que utilizará su cargo para desacreditar la imagen internacional de España, con grave perjuicio para nuestra economía. Si Felipe VI valida el nombramiento de esa sombra alargada y siniestra de Puigdemont, estará traicionando a los españoles como ya lo ha hecho Mariano Rajoy. Nadie podría convencernos de que un asunto establecido como imperativo legal deba subordinarse a la pretensión de sus beneficiarios de socavar todos los cimientos sobre los que se asienta el edificio de la dignidad y la convivencia españolas.

El futuro de España está condicionado indefectiblemente a la forma como acometamos la gran tarea de ganarle la guerra al separatismo y a sus cómplices, de tal suerte que logre modificar, mediante hechos, la realidad cotidiana de miles de separatistas catalanes y, con ella, la percepción que cada día tengan de que el precio de su desafío a los españoles les ha salido demasiado caro.

El nombramiento del racista Torra para servirle a Puigdemont de punta de lanza en las entrañas mismas del Estado contradice el diagnóstico triunfal del Gobierno estos días. Oponerse a una cirugía de hierro y conformarse con las soluciones curanderas, tal vez sea la razón de que los representantes separatistas hayan retomado el control de la Generalidad sin renunciar a la continuidad del golpe. Lo que está en juego no es sólo el futuro de España sino la supervivencia de la Monarquía.

Nada ha cambiado en Cataluña . Estamos justo donde nos hallábamos el 27 de julio, cuando el Parlamento de Cataluña aprobó una reforma del reglamento de la Cámara catalana para permitir la aprobación exprés, por lectura única, de la ley que amparó el referéndum del 1 de octubre y la ley de transitoriedad jurídica. Nueve meses después, los independentistas vuelven a tomar el control de la Generalitat y todo apunta a un mantenimiento de las posiciones que los partidos secesionistas han mantenido desde entonces. La clave de la derrota del Gobierno ha estado en la actitud que han mantenido las dos partes. Mientras los independentistas se han tomado el asunto como un “casus belli”, el adocenado Rajoy se ha enfrentado a ellos con moral de derrota. La guerra no siempre se libra con métodos convencionales. El desafío catalán es un grave asunto del estado; una vía hacia la supervivencia y extinción. Para los separatistas catalanes, el arte de la guerra es el arte del engaño. Rajoy nunca ha tenido la convicción de ganar a los separatistas. Estamos en guerra y en cualquier guerra se gana o se pierde.

Lo que ha marcado inevitablemente el resultado de esta guerra perdida es que una de las partes no sólo ha carecido de moral de victoria, sino que lo que más le ha preocupado ha sido infringir el menor daño posible al enemigo. Pensar que en apenas cuarenta días podía cambiar lo que se pudrió a lo largo de más de treinta años, ha sido una ocasión perdida que agiganta nuestra convicción de que estamos siendo gobernados por auténticos cobardes al servicio de las élites mandileras.

Los golpistas han repetido hoy los mismos mantras en el Parlament porque el PP y el PSOE dieron a los golpistas todos los medios y ventajas. El 155 supuso tan sólo la convocatoria de elecciones para que nada cambie y estemos tan mal como al principio. O peor aún. Salir a combatir al enemigo sin la voluntad de aniquilarlo te predispone a la derrota, que es lo que ha pasado. El Gobierno ha permitido que los separatistas concurriesen a las elecciones con los golpistas encabezando sus listas, con sus estructuras golpistas intactas y con una TV3 al servicio permanente de Puigdemont y dedicada día y noche a la tarea de inculcar el odio a España. ¿Alguien se sorprende que en medio de este escenario estemos donde estábamos?

El peculiar sistema escolar de Cataluña es una de esas estructuras por las que el Estado ha pasado de largo a pesar de tener constancia no sólo de los estragos del perverso y enfermizo método de la inmersión lingüística sino de la carga de adoctrinamiento en la superioridad catalana y la derivada del odio a España que predican unos maestros mutados en comisarios políticos desde preescolar hasta la universidad.

La situación no ha cambiado ni cambiará. Los intereses de cientos de miles de funcionarios y empleados públicos, así como de cientos de medios y de miles de contratistas de las Administraciones del tres por ciento, dependían del mantenimiento del régimen secesionista. Frente a semejante ejército, el 155 no ha sido nada. Los golpistas han seguido y siguen trabajando a favor de la unilateralidad. El 155 ha sido un gatillazo, un espejismo, un anuncio sin contenido que sólo ha servido para adelantar unas elecciones antes de que los corazones pasaran una más que necesaria etapa de refrigeración.

En cualquier democracia que se respetase a sí misma, el discurso de investidura escupido por el tal Torras el sábado lo habría inhabilitado para optar al cargo al que aspira. Porque aquello no fue el relato de un proyecto de gestión, sino una sucesión de amenazas. Una enumeración detallada de iniciativas políticas abiertamente contrarias al ordenamiento jurídico vigente. La confesión orgullosa de una serie de delitos en grado de tentativa, cuya consumación supondría el fin de las libertades que aún conservan los catalanes leales a la Carta Magna (cada vez más recortadas) y la ruptura de la unidad consagrada en su artículo II.

En cualquier otro periodo de nuestra historia, con la única excepción de los mandatos de Zapatero, semejante desafío habría sido respondido por los distintos poderes el Estado con medidas destinadas a ponerle fin de inmediato. Los partidos constitucionalistas habrían cerrado filas. El Ejecutivo habría tomado la iniciativa, el Legislativo, legislado con urgencia, y el Judicial, actuado para sancionar el intento de quebrar el espinazo de nuestra nación a base de hechos consumados las más de las veces impunes.

¿Qué se está haciendo ahora en el empeño de parar los pies a estos golpistas? Poco o nada. El Rey dio un puñetazo en la mesa el día después del referéndum ilegal y consiguió despertar con ello la conciencia dormida de millones de españoles. El juez Llarena y algunos de sus colegas en la Audiencia Nacional o los juzgados catalanes tratan de cumplir con su deber heroicamente, sorteando los obstáculos que interponen en su actuación declaraciones como la de Montoro, al afirmar que «no se ha gastado ni un euro de dinero público en el procés», sin otro fin que el de salvar sus posaderas ministeriales.

Las medias tintas con los sediciosos catalanes se pagan muy caro. Pero no vemos por qué tienen que ser los españoles los que paguen los platos rotos por un puñado de dirigentes cobardes y traidores. De lo que suceda en las próximas semanas dependerá que el reinado de Felipe VI pase a la historia como el de la derrota del Estado y la ruptura de la unidad de España, que él institucionalmente representa.

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