El escritor fue además teósofo y un extravagante ganadero
que quiso criar toros de ojos verdes
Fernando Villalón, el poeta brujo de la Generación del 27
Eva Díaz Pérez
ABC, 15 de JUlio de 2018
Ciertas noches el poeta Fernando Villalón regresa a su casa de la judería de San Bartolomé en Sevilla cabalgando en su jaca marismeña. Con Villalón (Sevilla, 1881-Madrid, 1930) todo era posible: la leyenda taurina, los cuentos de aparecidos, las historias mitológicas y las crónicas de bandoleros. Formó parte de la Generación del 27 con obras que representan lo mejor de ese espíritu de la vanguardia que aunó la lírica popular con la evocación surrealista.
Puede que de los poetas del 27 Villalón sea el de biografía más extravagante. Fue aristócrata -conde de Miraflores de los Ángeles-, teósofo y ganadero que quiso criar una raza de toros con los ojos verdes. Hay quien lo llamó el poeta brujo de la Generación del 27. Y es cierto que cuando «la brillante pléyade» viajó a Sevilla para quedar inmortalizada en la fotografía icónica, el creador tuvo un papel destacado en aquellos días de fiesta y versos.
Sevilla
En la finca de Pino Montano de Sánchez Mejías, donde los niños del 27 se reunieron para brindar por Góngora, Villalón puso la nota misteriosa. En aquella delirante velada se encargó de una sesión hipnótica en la que Rafael Alberti fue la víctima. Luego hubo flamenco, recital jocoso-gongorino de Dámaso Alonso, bromas dadaístas de Lorca, disfraces moriscos de Jorge Guillén y Gerardo Diego y visita al cercano manicomio de Miraflores para descubrir los perfiles acerados de la locura surrealista. Después de esto, ¿cómo no convertir a Fernando Villalón en personaje de una ficción?
En mi novela «Hijos del Mediodía», el poeta es uno de los protagonistas de una historia en la que se narra la desconocida crónica de la vanguardia en Sevilla con el paisaje de fondo de la Exposición Iberoamericana de 1929. En ella se cuenta el mítico viaje a Sevilla de la Generación del 27 y, sobre todo, la intrahistoria de la revista «Mediodía», una de las publicaciones de la Edad de Plata que sirvió de plataforma a la nueva literatura junto a otras como «Litoral», «La Gaceta Literaria», «Verso y prosa» o «Carmen».
Deseaba narrar el sueño de la vanguardia en Sevilla desde los años veinte al inicio de la Guerra Civil, cuando la pesadilla de la guerra borra todo como si nada hubiera ocurrido. En esos años asombrosos para la cultura española la revista «Mediodía» fue una versión curiosa de la vanguardia. Sus poetas organizaban cenas superrealistas en una mezcla de «soirèe» vanguardista y velada castiza con flamenco, cafés de recuelo y manzanilla bajo la luz vieja de los quinqués.
Se reunían en el Café Nacional de la calle Sierpes entre divanes de terciopelo rojo y ajados espejos isabelinos. Allí estaba Fernando Villalón con sus amigos Rafael Porlán, que se definía como una mezcla entre Lagartijo y Racine; Rafael Laffón, rey de los silencios, vestido con el luto de las Vírgenes grises; Juan Sierra, mirada melancólica de viejo boxeador; y Romero Murube, alcaide de los Reales Alcázares que narraba una Sevilla con espejos que guardaban el cadáver del aire y casas que olían a relojes parados.
La generación de Mediodía brindaba por la literatura y criticaba el mal de la ciudad hermosa: «Somos la sede de la flamenquería trasnochada, escenario de coplas de organillo, con toreros dulces de salones elegantes». Era una versión meridional de la Generación del 27 que matizó de costumbrismo las audacias de la vanguardia: hacían tertulias sobre «Un perro andaluz» y brindaban por Bretón en mostradores impregnados de vino picado y aceitunas. Y acudían a sesiones de jazz en patios de geranios y latanias que olían a mantillo recién regado.
Fue el 27 sevillano. Y aunque la foto generacional se hizo en Sevilla, ningún poeta de la ciudad aparece en la instantánea tomada en diciembre de 1927. A Villalón no lo encontramos en la fotografía, pero estaba allí. Igual que ocurrió con su paisano Luis Cernuda y los poetas de la revista «Mediodía», de cuya redacción formaba parte el poeta brujo.
Sin embargo, Villalón sí aparece en la antología que publicó Gerardo Diego en 1932 y que ha marcado el canon de la generación de la amistad. Villalón había sido un poeta casi secreto hasta que su primo, el también escritor Manuel Halcón, le «robó» el manuscrito creado con tinta roja de «Andalucía la Baja» para publicarlo. Luego siguió la edición de «La Toriada» y «Romances del 800», así como sus dramas de contrabandistas y bandoleros, entre ellos «Don Juan Fermín de Plateros». En sus páginas atraviesan los campos meridionales personajes como Tragabuches, Juan Repiso, Satanás o Mala-facha. El propio Villalón contó a su primo Halcón el encuentro que tuvo en 1906 con el temido bandolero Pernales. En Villalón se mezclaban sospechosamente la realidad y la ficción. Se sabía personaje de novela…
Ojos verdes
Villalón murió pobre en Madrid, pero se había criado en Sevilla en una casa solariega de la vieja aristocracia. Su familia residía en Morón de la Frontera, paisaje telúrico que influyó en su biografía. Era propietario de varias fincas como el Cortijo de la Sierra de Gibalbín o la Dehesa Majada Vieja cerca de Lebrija. Pero fue malvendiendo tierraspara criar una ganadería de toros con los ojos verdes. Toros mitológicos, como de mosaico antiguo, porque buscaba la raza más añeja, la que seguía pastando en los campos de Tartessos. Parece que lo de los ojos verdes era una de sus bromas poéticas. Lo que ansiaba era conseguir la característica de la ganadería saavedreña con un tono verdinoso en el arranque de los cuernos. Villalón soñaba corridas imposibles porque, como decía Belmonte, nadie quería lidiar sus morlacos de leyenda. No quiso hacer un negocio sino una metáfora. Por eso se arruinó.
En la Residencia de Estudiantes se guardan las fotografías de Villalón en el campo a caballo y vestido de garrochista haciendo faenas de acoso y derribo a sus toros. Esos mismos que aparecen en sus versos: toros ensabanados, altos de agujas, corniveletos y con olor a tiniebla. Y buscaba aventuras de surrealismo campero como ocurrió con la estrafalaria excursión a la isla de Tarfía. Tarfía era una isla de su propiedad que desaparecía con las mareas del Guadalquivir como una mínima Atlántida mitológica. Allí fue con su primo Halcón y el poeta Rafael Porlán que se inspiró en esta expedición para escribir un curioso ensayo filosófico: «Pirrón en Tarfía». La isla del Guadalquivir aparece aquí como una isla fenicia habitada por extrañas faunas de ibis y fenicópteros entre la llamada Costa Tartesia y la Punta de los Baobabs.
Fantasmas
Así era Villalón, un hombre de campo que en sus delirios poéticos veía a los albures del Guadalquivir convertidos en las nereidas de las que hablaba Bécquer en sus leyendas. De hecho, en el desván de su casa guardaba un silfidoscopio, una deliciosa invención literaria- para cazar las nereidas de agua dulce en el viejo Betis.
Villalón era teósofo y admirador de Madame Blavatsky. Decía haber descubierto a espectros que olían a almizcle y a patos de la marisma que corrían con pies de fantasmas. En las noches de ánimas, a la lumbre de camillas alhucemadas, entre aguardientes y castañas asadas, contaba historias de ultratumba. Describía a los fantasmas del Mediodía español: los terribles mal-lázaros, que nada tienen que ver con los trasgos, las hadas y los fantasmas sutiles del Norte.
El mal-lázaro es un tipo de espectro que ronda los campos solitarios y las últimas casas de los pueblos en los descuidos vesperales de las fiestas y las procesiones de los disantos. Estos cuentos deslumbraban a Gómez de la Serna cuando Villalón los narraba los sábados madrileños en la sagrada cripta de Pombo entre aparecidos por la Puerta del Sol.¿Es o no es un personaje de novela?
Sin embargo, cuando el autor escribía el libro me encontré con un problema: Villalón muere en 1930 y yo quería que la novela terminara el 20 de julio de 1936, justo cuando las tropas de Queipo de Llano toman la ciudad y comienza a desaparecer el sueño feliz de la vanguardia. Opté por seguir al pie de la letra la biografía sugerida por el propio escritor. Y pensé que, teniendo en cuenta su afición por el espiritismo, no sería disparatado que regresara a la acción novelesca convertido en espectro.
Además, había un delicioso precedente en una conferencia que el poeta Adriano del Valle ofreció en el Ateneo de Sevilla en 1935. Hacía cinco años de la muerte de Villalón, pero aún así Del Valle anunció su presencia leyendo un telegrama: «Desde el cielo del mar del Japón del norte donde cantaba mi canario. Enterado conferencia. Acudiré Ateneo ocho noche. Firmado: Villalón».
En el transcurso de la conferencia, en la que el pintor José Caballero improvisaba dibujos con «sus tizas eléctricas», Adriano del Valle sacó otro telegrama que decía: «Desde el cielo de Sevilla. Después de galopar incansablemente para asistir conferencia experimento gran contrariedad por falta de previsión. Mi jaca marismeña no cabe dentro del ascensor angélico del cielo sevillano. Discúlpame ante amigos. Villalón».
Todo en este escritor era singular, extravagante y delicioso. Arruinado por su sueño de toros mitológicos y acosado por los acreedores, tuvo que marcharse a Madrid. Poco después murió tras una operación de piedras en el riñón que se complicó. Quiso ser amortajado con ropa de campo, botas de montar y espuelas. En «La arboleda perdida», Alberti apuntaba el dato macabramente lírico del último deseo de Villalón: que lo enterraran con un reloj de leontina en el chaleco para que, al menos durante doce horas, siguiera sonando un latido bajo tierra.
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