jueves, 27 de diciembre de 2018

Antonio Ordóñez versus Guillermo Sureda / por J.A. del Moral



Creo que Antonio Ordóñez quedará como uno de los grandes toreros que ha habido. Y ahí está, frente a nosotros, toreando cada día en las plazas, dando su lección de enorme torerismo.

Guillermo Sureda Molina

J.A. del Moral · 26/12/2018
Posiblemente, muchos de los más jóvenes y no tan jóvenes aficionados, no sepan quien fue Guillermo Sureda Molina. Este escritor y crítico, sentó cátedra como muy pocos en los muchos años que ejerció la información taurina en el diario Balear. Mallorquín de nacimiento, fue autor de varios y esplendidos libros en lo que dejó plasmados sus conocimientos e indiscutible autoridad en la materia. Larga etapa que culminó trasladándose a Madrid. Lo más lógico hubiera sido que fuera contratado para ejercer la crítica en uno de los diarios de la capital por la sencilla razón de ser bastante mejor que los que entonces ocupaban las principales tribunas. Pero ya se sabe que en este gremio no pocas tribunas las ocupan cuasi a perpetuidad periodistas sin categoría. En este periodo madrileño, el único que le dio sitio a Guillermo Sureda fue la Revista mensual “Toro” donde publicó sus últimos artículos y en la que José Luís Carabias y José Antonio del Moral fueron sus creadores y mantenedores. Vayamos ahora con su libro sobre Antonio Ordóñez:


Tres estadios

Antonio Ordóñez Araujo es hijo del que fue gran torero Cayetano Ordóñez Aguilera «Niño de la Palma». Su familia es toda cita eminentemente torera, y cuatro de sus hermanos visten o han vestido el traje de luces. Antonio nació el mes de octubre de 1932. En 1948, cuando «Litri» y Aparicio iniciaron sus irrefrenables éxitos, empezó a torear, y aunque con menos resonancia que los dos toreros citados, pronto demostró su gran clase. En 1949 toreó por primera vez en la plaza de toros de Madrid. Y en 1951, ya en plan de primera figura de la novillería, doctorados sus rivales citados, alcanzó numerosos x1tos. El 28 de junio del mismo año, en Madrid, Julio Aparicio le concedió la alternativa al cederle un toro de la Viuda de Galache. Aquel mismo año toreé alrededor de 40 corridas de toros y se situé en primera fila dispuesto a presentar batalla a los que estaban mejor situados que él.

Recién doctorado se acercó al «trust» Dominguín, bajo cuya tutela realizó su campaña torera durante el año 1952, en que toreó 74 corridas. En 1953 se retiró de los toros, pero pronto volvió otra vez al escalafón activo, en 1955. Desde entonces ha dado muestras de un torerismo de la mejor ley.

Así, pues, su carrera torera puede dividirse en tres estadios distintos, cuyo común denominador es, sin embargo, la gran categoría del torero en todo momento. El primero, comprende desde su presentación eh los ruedos hasta la alternativa. El segundo, desde su alter- nativa hasta su primera retirada. Y el tercero, desde su reaparición hasta el momento actual. Cada uno de estos tres estadios, posee unas características especiales y su análisis nos aclarará la evolución total del torero.

Primer estadio (1948-1951)

Desde el primer momento, Antonio Ordóñez, es un buen torero aunque, como he dicho, no levante los clamores, muchas veces injustificados, que levantan «Litri» y Aparicio. Sin embargo, para «Camará», ese viejo lince cordobés, no ha pasado desapercibida la clase de Ordóñez puesto que decide, siempre que lo es posible, eliminarlo de los carteles en los que figuren sus toreros. Pero lentamente, Ordóñez, va imponiendo su toreo horro de trampa, preñado de un añorado y esplendoroso clasicismo. En sus comienzos fue un torero irregular y yo no le vi lo suficiente como para poder decir si su irregularidad era debida a que su técnica aún no estaba del todo madurada, o a que su temperamento abúlico le jugaba a veces malas pasadas. Lo cierto es que ya al final de esto período, sea porque su técnica fuese cristalizando o porque el torero aprendió a dominar su abulia, logró adquirir cierta regularidad triunfal.

Antonio Ordóñez vino a llenar un hueco en el toreo posterior a la muerte de «Manolete». Frente al toreo hiposo, congestionado y plebeyo de Miguel Báez, de signo eminentemente negativo y antitaurino, o al no mucho más tranquilo —aunque sí mucho mejor—, con ribetes de lidiador, que ejecutaba Julio Aparicio, Ordóñez opuso su toreo clásico, en el que se cargaba la suerte, se echaba la pierna adelante, se respetaban las distancias, sacando al toreo de su embrutecedor rumbo. Luego veremos en qué consiste todo esto.

Segundo período (1951-1953)

Antonio Ordóñez es ya matador de toros. Ya es figura del toreo. Su toreo técnicamente está aún en un período de transición. Estéticamente posee un arte ampuloso, lleno de una retórica del mejor rango torero. Tanto con el capote como con la muleta, es ya el torero de más clase que pisa los ruedos del mundo. Sin embargo, Ordóñez no es aún completamente fiel a sí mismo. Quiero decir, que aún no es decididamente fiel a su concepción taurina, porque cae, a veces, en contradicciones y concesiones de un gusto muy dudoso. Intentaré aclarar este último punto.
Antonio Ordóñez es un torero de ampulosa elegancia que torea, en sus mejores y yo creo que más personales momentos, con el compás abierto, cargando la suerte, adelantando la pierna contraria. Es, en suma, un torero que ejecuta un toreo hondo, genuinamente clásico, influido por la mejor y más rancia solera taurina. Sin embargo, durante este período, muchas veces mixtifica su estilo innato, su mejor yo, sustituyéndolo por otro que, sin duda, es su contraestilo. Antonio Ordóñez, como un nuevo Amiel taurino, no se decide a decidir. Le da lo mismo ejecutar unos lances portentosos que una serie de manoletinas. Su toreo no se ha creado mediante el inevitable proceso de síntesis. Por eso, Antonio Ordóñez, es como un Jano bifronte que por un lado muestra su aliento más sincero y personal, y por el otro lo mixtifica con concesiones que, en modo alguno, debe hacer. Ordóñez es infiel respecto de su estilo genuino y vital, si no sistemáticamente sí al menos en numerosas ocasiones.

Tercer estadio (1955

Antonio Ordóñez vuelve a los ruedos mejor, más torero, más técnico, más artista que nunca. Pero vuelve también, y esto es lo más importante, más sincero consigo mismo que antes. Estamos, pues, ante el mejor torero de este tiempo, ante un torero que pasará a la historia del toreo como uno de sus mejores y más dignos eslabones.

Durante este tercer período huye de las adulteraciones de su estilo personal, tanto como de las concesiones a la galería. Sus faenas llevan siempre su sello genuino, insustituible, absolutamente inolvidable. Muchos espectadores no comprenden el cambio y le exigen manoletinas y otros pases que él no quiere ahora ejecutar. Le chillan pero es igual. Antonio Ordóñez, seguro de sí mismo, conocedor de su propia valía y del valor técnico y estético de su gran toreo, parece un desdeñoso pero no lo es. Es, simplemente, un hombre fiel a sí mismo que prefiere una bronca a una mixtificación. Antonio Ordóñez al fin! ha encontrado su auténtico camino, su único camino. Por esta senda han sido muy pocos los toreros que le han precedido; serán muy pocos los que le seguirán.


El Toreo de siempre

En mi libro, «El toreo contemporáneo», dedico unas pocas páginas a Antonio Ordóñez, y si bien no creo que en el año en que se escribieron pudieran ser otros los juicios estampados, ahora quiero hacer algunas rectificaciones. Así, pues, no me desdigo de mis anteriores juicios, válidos cuando fueron escritos, sino que los rectifico y amplío. Sirva la aclaración para evitar confusiones.

De ahora en adelante todo lo que digamos del toreo de Ordóñez se referirá al que hemos incluido en su tercer estadio, el más sincero, logrado y mejor de todos ellos.
En un tiempo en que el torero había juntado los pies ante el toro, o todo lo más los había entreabierto, el ampuloso y retórico —de la mejor ampulosidad retórica— compás abierto es un feliz y alborozador hallazgo. Frente a la moda casquivana de los pies juntos, frente a la relativa fugacidad de esta misma moda, Antonio Ordóñez baja a las mejores y más añejas bodegas del toreo, desempolva de ellas la más rancia botella y ofrece al público el olor de la solera, madre de todos los toreos habidos y por haber. Frente a la moda de los pies juntos, Ordóñez muestra la perennidad del toreo clásico; frente al esquematismo del toreo moderno, enjoya su estilo con un barroquismo que es formalmente insuperable. Tiene un arte espléndido, bello como el velamen henchido de un bergantín.

Su capote tiene una calidad aterciopelada que subyuga y apasiona, convirtiendo a Ordóñez en uno de los veroniqueadores de más sabor clásico que ha tenido el toreo desde la aparición de Juan Belmonte. Con la muleta ejecuta un toreo de «párrafo largo>, valga la expresión, que haría las delicias del retórico don Ramón del Valle Inclán, descubridor insigne de una de las prosas más bellas y retóricas de nuestras letras.

No hay que darle vueltas: Antonio Ordóñez es genuinamente un torero de aire barroco, entre otras cosas, porque resulta muy discutible que aquí, en España, se pueda hacer algo importante sin caer en el esencial concubinato con lo barroco, Sus pases tienen una hondura enorme, tan lejos de las modas actuales como cerca de la máxima verdad taurina. No es un torero largo, pero tampoco es un torero corto. Entiéndase esta especie de perogrullada: no es un torero corto, como «Manolete>, ni largo, como su cuñado Luis Miguel. Está en el punto medio de ambos toreros. Y con el estoque sabe ser, cuando es necesario demostrarlo, un buen estoqueador.
Todo esto puede ser la visión Sintética y como panorámica del toreo de Antonio Ordóñez. Queda por ver ahora el esencial y verdadero talante de este toreo.


Clasicismo de Ordóñez

Antes hemos dicho que Antonio Ordóñez era un torero de aire barroco, y ahora vamos a hablar de su clasicismo. ¿En qué quedamos? ¿Es clásico o es barroco el toreo de Ordóñez? Nos toca aclarar esta aparente contradicción.
Yo no creo en la antinomia clasicismo —barroquismo. Yo doy a la palabra «clásico», un sentido de fundamental ejemplaridad, y veo lo clásico no como género, sino como cualidad; rio afincado a un tiempo y territorio determinados — Grecia, Roma, siglos XVI y XVII, Francia—, sino como constante histórica, como « eón », en el sentido orsiano de esta palabra. « Azorín », clásico basta la raíz de sus cabellos, ha dicho en alguna parte —creo que en su maravilloso libro Castilla», aunque no estoy muy seguro— que lo clásico consistía en «ver volver», es decir, que es clásico lo que sufre una suerte de eterno retorno. Por otra parte esta cuestión no es exclusivamente de hechos, sino de criterios, corno rodas estas cuestiones de índole artística. Está, pues, claro que lo barroco no se encuentra ya, a priori, en oposición con lo clásico, sino que, por el contrario, un hombre barroco puede ser indudablemente un clásico ejemplar: El Greco, Góngora, Blake, Miguel Ángel, Valle Inclán, Poussin, etc. Para entendernos diré que lo barroco puede ser una norma de conducta, mientras lo clásico es un juicio de valor. Demostremos ahora en qué consiste el clasicismo del torero barroco Antonio Ordóñez.


En una entrevista que mi buen amigo el periodista mejicano «Don Difi»; hizo y que apareció en Méjico, en la revista de actualidad taurina «Burladero», Antonio Ordóñez, al hablar de las escuelas taurinas, dice: «Ronda es clasicismo. Sevilla es alegría. Castilla es sequedad. Córdoba es sobriedad. México es sentimiento»; Si leemos esto sin gran atención, parece que Ordóñez acierta en su clasificación. Pero si volvemos a leer esta clasificación más atentamente, veremos al pronto su falsedad. Por de pronto, sólo la escuela sevillana y la castellana, según Ordóñez, se excluyen puesto que un clásico puede ser alegre, sobrio y torear con sentimiento. Ni la sobriedad, ni el sentimiento están peleados con la alegría y el clasicismo. 
Por otra parte, el hecho de radicar las escuelas taurinas en determinados países y regiones, entraña profundas injusticias y conduce a lamentables equivocaciones. En el toreo, la escuela no radica en región o territorio alguno, sino en personales individualidades Belmonte, que es de Sevilla, nada tiene que ver con Joselito, que también lo es. Ni «Manolete>, cordobés, con «Guerrita>, que también lo era. Ni Antonio Márquez, madrileño, con Domingo Ortega, de Borox. Ni Silverio Pérez, un puro sentimiento, con «Armillita», un puro cerebro. No, no entenderemos el clasicismo de Ordóñez si damos por descontado que un torero nacido en Ronda tiene que ser ya, sin más, clásico. Preguntémonos simplemente por qué Antonio Ordóñez, nacido en Ronda, es un torero clásico y no aventuremos a priori infundadas afirmaciones.

Empecemos por el cite. El cite consiste en la manera que tiene el torero de colocarse ante el toro pata iniciar el pase. Ya sabemos que en el toreo moderno, en el toreo posterior a 1936, han predominado cuatro clases de cites: a) el cite perfilado con el toro, b) el cite dando la frente al toro, e.) el cite sistemáticamente lejano, de frente o de perfil, d) el cite sistemáticamente cercano, sea también de frente o de perfil. Estas cuatro maneras de citar al toro han sido las que los toreros han usado durante los últimos veinte años. Demos un ejemplo de cada uno de estos cites.

a) Cite de perfil. Es el más usual en el toreo de la postguerra. «Manolete» fue su creador, y sobre este cite se basa casi todo el toreo manoletista. El torero se coloca completamente perfilado con el toro, ofreciéndole la muleta ya casi en el segundo tiempo del pase. Mucha gente ha dicho que torear de perfil no es torear. Nosotros no entramos en tan peregrina cuestión. Sólo diré que esta afirmación me parece absolutamente gratuita. Ahí está e1 caso «Manolete» para demostrarlo.

b) Cite frontal. Surgió por el año 1952, gracias al torero sevillano Manolo Vázquez. A partir de entonces ha sido ejecutado por varios toreros que han creído ver en este cite un retorno a la norma clásica de Belmonte, sin saber que era, precisamente, su más cumplida caricatura. (No me refiero al cite frontal que, en efecto, usaba Belmonte, y que consistía en citar al toro de frente, girando a medida que éste entraba en la suerte hasta ponerse de perfil en el centro del pase, seguir con el cuerpo todo el muletazo y rematarlo otra vez de frente, sino al cite de frente en el que el torero está inmóvil durante todo el transcurso de la suerte. En el primero, la figura del torero sólo da la frente al toro en el momento del cite, para ir luego acompañando con el cuerpo el viaje que el torero le obliga a hacer al toro; en el segundo, el torero cita de frente y en esta posición ejecuta todo el pase, sin que enmiende nunca la posición inicial de sus piernas)

c) Cite sistemáticamente lejano. Fue Miguel Báez «Litri» quien ejecutó el cite lejano de una manera sistemática. Este cite resulta muy emocionante, pero falla al realizarse sistemáticamente, ante todos los toros.

d) Cite sistemáticamente cercano. Carlos Arruza fue quien lo puso de moda. Este cite tiene el gran defecto de «ahogar» los pases, forzándolos antiestéticamente.
Como hemos visto, ninguna de estas cuatro maneras de citar al toro en el momento inicial del pase representa, taurinamente, un punto justo y medio. Estos cuatro cites forman las cuatro puntas de la estrella inicial del pase. Pero, como digo, son cuatro formas de extremar la posición primera y fundamental del torero ante el toro. Antonio Ordóñez, en cambio, está en el corazón de la estrella, en su punto central. Ordóñez no cita ni de perfil ni de frente, sino sesgado con el toro.
El cite de perfil es consecuencia de la evolución del toreo que llevó a cabo el gran «Manolete»; sin embargo, el cite de frente que ahora se usa quiere ser, por el contrario, una vuelta al pasado, que resulta fallida y, sobre todo, falsa. Antonio Ordóñez, espíritu clásicamente ecléctico, resuelve la antinomia citando en posición sesgada con el toro. Está, pues, en el centro de ambas tendencias y resume lo mejor de ellas sin que este eclecticismo haga mella en la calidad intrínseca de su toreo.

Ahora bien; ¿cuál es el toreo que este cite lleva consigo, casi inexorablemente? Es este el momento de analizarlo, así como de ver las diferencias fundamentales que hay entre el toreo de Ordóñez y el de sus contemporáneos y aún el de sus coetáneos. Veamos primero las características fundamentales del toreo de la postguerra: 

1) cite extremado: de perfil o de frente, desde muy lejos o desde muy cerca. 2) toreo rectilíneo, es decir, que la trayectoria que describe el toro al seguir la muleta es casi siempre recta, 3) no se suele cargar la suerte adelantando la pierna de salida, sino que, todo lo más, se entreabre el compás, siempre en un mismo plano, 4) toreo de un sólo sentido, ejecutado por medio de series: series de naturales, de manoletinas, de derechazos, de pases de pecho, etc.

Veamos ahora las características del toreo de Antonio Ordóñez. Como he dicho, Ordóñez no cita de perfil ni de frente, pero tampoco ejecuta el toreo de perfil ni el de frente. Cita sesgado con el toro y ejecuta un toreo de trayectoria curvilínea, porque carga la suerte adelantando la pierna de salida a un plano superior. Y además saca al toreo del círculo vicioso de las series, para devolverle su antigua y clásica dimensión de ida y vuelta, al realizar un toreo por ambos lados, mediante los llamados pases de revés.

Ya está Antonio Ordóñez frente al toro, sesgado ante sus astas, con las piernas zambas ligeramente entreabiertas, en su natural apoyatura. Ordóñez, para provocar la arrancada del toro, adelanta un poco el pico de la muleta, meciéndolo ante el pitón contrario de la res. Al embestir ésta, el torero carga la suerte, no entreabriendo meramente el compás, sino abriendo el compás y adelantando la pierna de salida hacia un plano superior, obligando a que la trayectoria que el toro describa sobre la arena sea curva, según postulan las mejores y más antiguas tauromaquias. Ordóñez, al dar el pase, siguiendo también en esto una norma ejemplar, acompaña con el cuerpo todo el viaje del toro hasta su remate final. Ya está, pues, dado el pase en sus tres tiempos esenciales —cite, centro de la suerte y remate—. ¿Qué hace ahora Ordóñez? ¿Da una serie de pases de la misma «marca» o, por el contrario, toma otro camino más insólito y difícil? hace lo último. Antonio Ordóñez, frente al toreo de series, frente al toreo de un sólo sentido —el de ida—, remata el pase primero con otro de revés, es decir, realiza un toreo bidimensional —ida y vuelta. Aclaremos, sin embargo, este último concepto.

En el toreo de la postguerra, el toro va siempre en un solo sentido: de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, según que el torero dé derechazos o naturales, etc., sin que casi nunca ese toreo tenga el debido remate —uno para cada pase o para cada par de pases— con el muletazo de revés. En este toreo, el torero es el eje y el toro, el burro de la noria Se crea un toreo de líneas paralelas. Antonio Ordóñez, en cambio, hace lo contrario: da a cada pase su debido remate. De este modo el toro va y viene por delante del pecho del torero. El toro va hacia la izquierda, toreado por un pase natural, y vuelve hacia la derecha, rematado por un pase de pecho; va hacia la derecha, embebido en un derechazo, y vuelve hacia la izquierda, mediante una trincherilla o un pase de pecho con la derecha. Esto es lo que hacía Juan Belmonte y esto es lo que hacía Domingo Ortega. 

«Don Ventura» en su libro «Domingo Ortega, el torero de la armonía», dice así: «No le hemos visto (a Ortega) dar varios naturales ligados, o sea practicar el toreo en redondo; cuando más ha dado dos, eso sí, engarzándolos en seguida con el pectoral, cuya unión suele verificar generalmente con uno solo de aquellos». No quiero decir que Antonio Ordóñez haga siempre este toreo. Lo que quiero decir es que casi nunca se pierde en ese círculo vicioso del toreo de series, tan aburrido y monótono si quien lo ejecuta no tiene la mágica y fascinante personalidad del propio creador: «Manolete».

Sinteticemos, pues, el toreo de Ordóñez en las conclusiones siguientes: primera, el cite de Ordóñez se ejecuta estando éste en posición semifrontal, sesgada con el toro; segunda, realiza un toreo de líneas curvas; tercera, carga la suerte adelantando la pierna de salida; cuarta, su toreo tiene las dos clásicas dimensiones de ida y vuelta, del pase «natural» y del pase «cambiado», según la más clásica terminología de las ancianas tauromaquias.

Pero hay más: Antonio Ordóñez no «pasea casi nunca su toreo. Quiero decir, que casi nunca lo desliga saliéndose por la tangente con uno de esos paseos para provocar las ovaciones, con los que se corta la integridad de la faena, creando inconexos segmentos de ella. Algunas veces es bueno que el toreo sea orgulloso. Esta, por ejemplo.


Conclusión

Volvamos al principio de este breve trabajo. Ahora podemos decir ya que la aparición del toro con puntas no ha menoscabado la calidad taurina del toreo de Antonio Ordóñez. Ahora, lejos de los escándalos —tanto buenos como malos—, tan alejados del verdadero clasicismo de su toreo, está siempre dentro de un tono magistral de gran torero. El es el mejor de la que podemos llamar, parodiando una denominación steiniana, «generación perdida», y podría haber sido un auténtico torero de época, es decir, un torero que hubiera dado nombre a su época, si su voluntad triunfal hubiera sido más recia y sostenida, más acuciante y perentoria, más ambiciosa y necesitada de éxitos.

A mi juicio no hay, hoy en día, un solo torero que reúna las virtudes taurinas de Ordóñez, ni que ejecute como él un toreo de tan alto rango. Podrá haber uno u otro que en ésta o en aquella dimensión superen al torero de Ronda. Pero no hay uno solo que pueda presentar ante el aficionado más exigente, el cúmulo de virtudes taurinas que él atesora. Desde el punto de vista estético, ningún torero puede compararse con Ordóñez cuando está bien; desde el punto de vista técnico, muy pocos toreros pueden compararse con él cuando está mal. Y ninguno, repito, reúne en armonía tan perfecta estas dos esenciales cualidades taurinas. Por otra parte, estas dos virtudes —técnica y estética— están en él estrechamente ligadas y es inútil pretender separarlas, ni aun cuando sea para colocarlas bajo el bisturí de la crítica más acerada. Su estilo no es una solución parcialmente verdadera, sino una solución completa en la que todos sus componentes —personalidad, técnica, estética, sentimiento, etc—, prietos y debidamente colocados, forman un todo común, perfectamente amalgamado.

Creo que Antonio Ordóñez quedará como uno de los grandes toreros que ha habido. Y ahí está, frente a nosotros, toreando cada día en las plazas, dando su lección de enorme torerismo. En este ensayo no he pretendido definir el toreo de Antonio Ordóñez, sino abrir una pequeña vía para su comprensión total y verdadera. Quiera Dios que este mi amoroso deseo se haya convertido en una lustrosa realidad. Y quede el empeño más ambicioso para otra más sosegada ocasión.


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