miércoles, 5 de diciembre de 2018

Una constitución ilegítima y sistemáticamente violada / por Ismael Medina



Las Cortes Generales ordinarias se atribuyeron la condición de Cortes Constituyentes, argucia contraria a Derecho Político y Constitucional. Debieron disolverse y convocar nuevas elecciones con carácter de constituyente. El sistema político surgido de la Constitución de 1978 estaba aquejado de ilegitimidad de origen, además de espina bífida.

Una constitución ilegítima y sistemáticamente violada

Ismael Medina*
A.D. 5 de Diciembre de 2018
Nueva celebración del parto constitucional de 1978. Rito convencional al que sólo falta un despliegue de cadenetas y banderolas de papel con los colores de las diecisiete taifas y farolillos con los logotipos de los partidos para confirmar su carácter verbenero. Aquí está la tropa política dispuesta a convertir la jaleada y alabada Constitución en papel recomido por las ratas que la festejan.

Nació la Constitución de 1978 como si fuera un niño adulterino con espina bífida en su versión más grave y genética herencia cancerígena. La democracia partitocrática que la propulsó era hija legítima del régimen de Franco y de la aplicación de sus Leyes Fundamentales, una forma de constitución abierta. No sólo en lo que concierne a la sucesión en la Jefatura del Estado mediante la instauración de una nueva Monarquía hereditaria cuyo titular juró las Leyes Fundamentales del régimen del que provenía. Que fuera un Borbón carecía de relevancia histórica y dinástica, una vez que e trataba de una instauración y no de una restauración. La Ley de Reforma Política formaba parte de las previsiones constitucionales del régimen de Franco. Los socialistas pidieron el no a la hora del referéndum pero salieron descalabrados, lo mismo que quienes desde la Junta Democrática, conchavados con el padre del elegido, pedía la ruptura revolucionaria en vez de la reforma institucionalizada. No tuvieron otra opción que asumir la realidad y agazaparse en el sistema a la espera de que les llegara la ocasión para pasar paulatinamente desde la reforma a la ruptura.

UNA CONSTITUCIÓN CONTRAHECHA E ILEGÍTIMA EN SU ORIGEN

Las Cortes Generales ordinarias se atribuyeron la condición de Cortes Constituyentes, argucia contraria a Derecho Político y Constitucional. Debieron disolverse y convocar nuevas elecciones con carácter de constituyente. El sistema político surgido de la Constitución de 1978 estaba aquejado de ilegitimidad de origen, además de espina bífida.

 Asistimos sin duda a un golpe de Estado, o autogolpe si se quiere, con visos revolucionarios en la forma y en sus consecuencias. Habría de admitirse que la legitimidad de la actual democracia de totalitarismo partitocrático se asienta sobre una trapisonda revolucionaria, como sucedió con la II República, hoy tan añorada por Rodríguez, sus descerebradas huestes y el parejo sectarismo de esa otra izquierda residual y nacionalismos recrecidos.

No fueron expertos constitucionalistas los llamados a redactar la nueva constitución. Lo fueron representantes de unas y otras facciones políticas poco dotadas para el rigor y la cautela requeridos por el ensamblaje de una Carta Magna susceptible de promover una verdadera democracia participativa que facilitara una saludable convivencia y una general voluntad de ganar nuevos y prometedores horizontes. Se optó por el conchaveo y el chalaneo, presididos por la obsesión de ocultar y barrer cualquier atisbo de un franquismo del que institucionalmente se provenía y personalmente tantos de los neodemócratas. Prevaleció el antifranquismo sobre lo que habría sido razonable. La Constitución más pareció salir de una churrera que de una orquesta bien ajustada y armónica.

Menudean ahora, ocho lustros más tarde, quienes señalan preocupados que tantos de los males que nos aquejan en materia territorial, institucional, funcional, parlamentaria y de crispación provienen de aquel desajustado y contradictorio texto constitucional en el que tantas manos e inspiraciones intervinieron desde secretos baluartes de secta, de internacionales e incluso de concretos servicios de inteligencia. También surgen recrecidas voces que reclaman una reforma de la Constitución de 1978 susceptible de reconstruir un Estado democrático de Derecho, no sólo en lo que concierne a la recuperación de la unidad nacional, carcomida por el virus taifal de un confederalismo incoherente.

Consulto con frecuencia “Las constituciones europeas” (Editora Nacional 1979), de Mariano Daranas. Dos gruesos volúmenes que facilitan el estudio comparativo entre unas y otras, asi como las mutuas influencias, las cuales precisa Daranas en notas a pie de página. Es significativo que las más abundantes sean als relativas a la constitución española de 1978. La lectura de esas notas pone de manifiesto que además de un retorno más o menos encubierto a la constitución republicana de 1931, se espigueó en otras europeas, en particular la italiana, sin que faltara la bomba de mano rompedora del término “nacionalidades” de estirpe soviética.

La falta de rigor constitucionalista se tradujo en un texto aquejado de no pocas vaguedades en aspectos fundamentales y prolijamente reglamentista en otras. Se fiaba a leyes el desarrollo del articulado. Y de esa potestad se valieron los gobiernos sucesivos, en particular los de tinte socialista, para violar el espíritu e incluso la letra en aspectos fundamentales como es, por ejemplo, la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. O se orillaron otros, como el indispensable de la ley de huelga. Si era poco el galimatías interpretativo facilitado por el texto constitucional, el Titulo VIII que consagraba el Estado de las Autonomías con unas privilegiadas y otras a remolque dinamitaba los cimientos del Estado y creaba una dinámica cancerígena invadiría de metástasis el entero entramado institucional y daría a los partidos dominantes patente de corso para pasarse la Constitución por el arco de triunfo, tantas veces en connivencia con el sometido y politizado Tribunal Constitucional. Sólo faltaba el acceso de Rodríguez al poder a causa de una sangriento, calculado y enigmático “accidente” para que la ya degradada Constitución saltara por los aires y quedara reducida en la práctica a su conmemoración folklórica da 6 de diciembre.

EL RESCOLDO REAVIVADO DE LA GUERRA CIVIL

Acababa de leer “Libelo contra la secta” (Ed. La Esfera de los Libros) de Herman Tertsch cuando me llegó “Aquí hubo una guerra. Otra memoria histórica. Otra antología“ (Ed. Plataforma 2003), de Enrique de Aguinaga. Dos alegatos que poco tienen en común en cuanto a estructura, consistencia documental y cronología. Pero que respecto a los orígenes de la deriva constitucional, el de Aguinaga, y de denuncia de la degradación democrática, el de Terstch, son en alguna medida complementarios.

Enrique de Aguinaga pertenece como yo a la generación que se ha dado en llamar de los niños de la guerra. Vivió lo que yo y tantos otros vivimos en tiempos aciagos. Nos identifica también coincidencia generacional en periodismo, adensado en su caso con el ejercicio de la docencia en la la Escuela Oficial de Periodismo y luego en la Facultad de Ciencias de la Información. Siempre minucioso en el espurgo y almacenamiento de documentación es abundantísima la que utiliza en este libro para refrendar su esclarecedor discurrir desde la guerra a su desembocadura tras la muerte de Franco. Tanto lo conocido, como lo silenciado e incluso desconocido. Los dos subíitulos tienen su justificación: Memoria histórica vivida y documentada frente la cainita falsa memoria histórica del gobierno Rodríguez y de una izquierda recalcitrante en la exhumación de rencores hace tiempo amortiguados. Casta integrada por una generación a cuyos componentes cabría denominar los nietos de la guerra. También son nietos de la guerra los que acampan en la derecha convencional, aquejados por el síndrome acobardados de que los opuestos les tachen de franquistas. Pero al hilo de esta crónica me interesa especialmente el primer capítulo dedicado precisamente lo que fue la guerra civil y a su estela en el tiempo.

Son muchos los que desde la implantación de la democracia partitocrática han opinado sobre nuestra guerra 1936-39 y consideran que suelen durar en torno a un siglo los ecos de una guerra civil en la sociedad. ¿Pero qué es en realidad una guerra civil? Apenas otra cosa que una de las muy diversas formas de guerra que los tratadistas enumeran. Puede servir de guía la definición de Villamartín: “La guerra es el choque material de los elementos de daño y defensa de que disponen dos poderes sociales que se hallan en oposición de intereses”.

Lo fue la nuestra en cuanto choque entre dos grupos de intereses que dividían la sociedad desde mucho antes. Más allá incluso del sectarismo laicista y ferozmente anticlerical de la II República y de las intentonas revolucionarias del socialismo marxista y el separatismo catalán.

Una confrontación ideológica y de intereses que existía internacionalmente y cuyos respectivos grupos ideológicos tomaron partido de manera activa y en ella se confrontaron por tratarse del preludio de la gigantesca guerra civil e ideológica que sería la mundial en sí misma y en el interior de cada una de las naciones que la protagonizaron y sufrieron. No se entiende sin aceptarlo que nuestra guerra civil haya producido casi tanta bibliografía que la mundial y hasta es posible que superior.

Tengo para mí que la reactivación a que asistimos de nuestra guerra civil, a la que responde el libro de Aguinaga, se mantendrá en tanto perdure la memoria vencedora de la civil mundial. Y no hay que ser un lince para descubrir que la falaz reactivación revisionista de la nuestra por Rodríguez guarda estrecha relación con la estrategia del Nuevo Orden Mundial al que se debe. Sobre todo en la humillación que para el relativismo materialista supuso el triunfo de Franco y de una parte sustancial de nuestro pueblo a impulso del patriotismo y de la fe católica.

*Con motivo de la conmemoración el próximo jueves del Día de la Constitución, reproducimos uno de los artículos publicados en AD por el malogrado escritor y periodista Ismael Medina.

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