viernes, 4 de enero de 2019

El salvador de España / por Aquilino Duque




... no se explica el empeño puesto en la exhumación del que la salvó en los años treinta, a ver si repite la hazaña del Cid y la salva, aunque sea embalsamado…O desde la vida eterna, que es más verosímil.


El salvador de España


Fue en Nairobi donde conocí a Pío Cabanillas Gallas, que acompañaba a su amigo el entonces Ministro de Comercio Leopoldo Calvo-Sotelo a la IV Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, celebrada en esa capital africana en mayo de 1976. Cabanillas había sido ya ministro de Información y pronto lo volvería a ser y en el incipiente cabildeo partitocrático se
Pío Cabanillas
caracterizó con la rapidez con que entraba y salía de las combinaciones en las que tenía amigos, sin acabar de sentar la cabeza en ninguna.  Entre sus piruetas, siendo aún ministro de uno de los últimos gobiernos del Caudillo, estuvo la de ir a Barcelona y encasquetarse una barretina, y otra de ellas, en relación con la cinematografía de la época, le costó el cese fulminante. En 1977 volvió al ministerio, ahora llamado de Cultura, palabra a la que él añadió la de Bienestar, que duró poco. Por aquellas calendas me tocó figurar en el jurado del Premio Nacional de Literatura y en las deliberaciones tuve un roce con el presidente del mismo, el director general del ramo, ya que ambos teníamos el mismo candidato, mi fraternal amigo Bernardo Víctor Carande, y en vista de la oposición de los demás, encabezada por Delibes, contra quien se estrellaron todos mis argumentos, el alto funcionario alegó que había que darle el premio de todos modos, ya que era hijo nada menos que de don Ramón Carande, a quien todos los jóvenes políticos con futuro y ambición de la época profesaban una devoción rayana en la idolatría.  Entonces fui yo el que se plantó y dije que no era don Ramón, al que también era yo adicto, pero por motivos de más calado que los politiquillos del momento, el autor de la novela que yo apoyaba, no porque el autor fuera mi amigo, que también, sino porque me gustaba más que las otras que concurrían. El director general me puso mala cara y el premio fue a parar a otro conocido más lejano, el sanluqueño José Luis Acquaroni. Uno o dos días después andaba yo por la Feria del Libro cuando me vi venir un montón de gente y entre ellos el director general y cuando se acercaron descubrí al ministro, a quien como era más bajito, no vi en un primer momento; él sí que me vio y me saludó con efusión y alegría porque, entre otras cosas, me recordaba de Nairobi, y como por ensalmo, toda la tropa que lo rodeaba, encabezada por el director general, se derritió en expresiones de amabilidad. Años atrás, cuando aún vivía en Roma, escribí una novela en la que describía una situación idéntica, pero situada en la Cuba castrista, referida por un cubano a quien conocí a través de María Zambrano.  

Según se alejaba en el tiempo el “entierro mayúsculo” que por pocos meses se perdió el pobre Luis Felipe Vivanco y se les iba soltando la lengua a los de la “adhesión inquebrantable”, vi y oí por televisión al amigo Pío que en una simpática entrevista o alocución decía que esperaba que “a España no le volviera a salir otro salvador”.  Esas palabras no eran más que la glosa de un epigrama que había circulado años atrás, concretamente al ser bautizado el primer nieto del Generalísimo, atribuido por el poeta García Nieto que fue quien me lo recitó, al ambiente de “Rosanco y Vivales”, distanciado ya de la Poesía heroica del Imperio y que decía así más o menos – cito de memoria-:  

Por la voluntad de Dios/ que en sus mercedes no es manco,/ en vez de un Francisco Franco/ ahora tenemos dos. /El uno del otro en pos/ nos llegan, por nuestro bien./ Pero Dios nos libre, amén/ de que, doblando la hazaña, si el uno ha salvado a España/ la salva el otro también. 

El caso es que la exhumación del concepto por mi amigo Pío no dejó de inquietarme, pues de sus palabras se desprendía que en las altas esferas de la mirífica Transición lo que se tramaba era volver a las andadas, es decir, poner a España en el trance de que alguien tuviera que acudir en su auxilio.  

La motivación de los que han puesto a España en ese trance, cuyos propósitos a mí no se me alcanzaban del todo, debe de ser la interiorización freudiana del epigrama susodicho, de lo contrario no se explica el empeño puesto en la exhumación del que la salvó en los años treinta, a ver si repite la hazaña del Cid y la salva, aunque sea embalsamado…O desde la vida eterna, que es más verosímil.

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