lunes, 3 de junio de 2019

Que la llama taurina no se extinga. ¡Juguemos al toro! / por Julián H Ibáñez



Recuerdo, al finalizar una corrida, ir a buscar a mis amigos para juguetear al toro y al torero. Los críos de entonces llevábamos ese juego metido en nuestra alma, con total naturalidad, como el niño que hoy día juega al futbol en la puerta de su casa. Esa era la afición de hoy y los toreros del mañana.

Que la llama taurina no se extinga.
 ¡Juguemos al toro!

Julián H Ibáñez
Todavía resuena en mi cabeza el triunfo incontestable de Pablo Aguado en La Maestranza de Sevilla. Esa faena mágica que a muchos aficionados veteranos nos transportó a unas formas de interpretar el toreo antiguo. También me hizo recordar tiempos ya muy lejanos, cuando en mi Murcia, mi abuelo me llevaba a los toros, y al finalizar la corrida era tan grande la satisfacción que sentía que buscaba a mis amigos para juguetear al toro y al torero. Los críos de entonces llevábamos ese juego metido en nuestra alma, con total naturalidad, como el niño que hoy día juega al futbol en la puerta de su casa.

En estos tiempos eso se ha perdido. Los toros están mal vistos en la sociedad, los niños no tienen donde mirarse, donde encontrar a sus ídolos. No existen sobres de estampas de toreros, como sí existen de futbolistas. No pueden ver corridas de toros o buenos resúmenes. No pueden palpar con normalidad esa afición nuestra. Ya apenas se lleva a toreros a programas de televisión. No veremos a Pablo Aguado en espacios como El Hormiguero porque no nos quieren, nos tapan, nos insultan, nos coartan, y así es muy difícil que un niño vuelva a jugar a ser torero, como pasaba en nuestras calles hace cuarenta años.

Hace mucho tiempo, un servidor iba paseando por la plaza del Castillejo de la capital murciana y se encontraba a un grupo de niños jugando al toro. El más pequeño hacía de toro. Normalmente el más jovencito era el que desempeñaba esta función, provisto de unos cuernos cubiertos de roña que Dios sabe de dónde saldrían. El niño embestía con ahínco al matador de turno, que solía ser el más mayorcito de la reunión, con palo bien asido a la chaqueta, que hacía las veces de muleta, más pequeña que la de verdad. El torerillo parecía tener un temple...

Nuestra satisfacción no tenía límites cuando resonaban los gritos de ¡Toro! ¡Toro!, y el toro embestía con fijeza y por derecho y tomaba el engaño, mientras el “maestro” corría la mano, embarcándola para darle la salida justa, para seguir ligando los muletazos. Éramos capaces de inventarnos una corrida completa, que se dice pronto. Por haber había hasta picadores, uno montado a hombros de otro; banderillas y toros mansos que había que devolver. 

Esa era la afición de hoy y los toreros del mañana. ¡Cómo quisiéramos ver eso mismo al salir de todas las plazas de toros y en todas las calles de España! La Fiesta Nacional es nuestra, sólo nuestra, y no deberíamos permitir que nadie nos la arrebate. Nosotros tendríamos que llevar a los niños a las plazas, como ya hicieron nuestros padres y abuelos. Deberíamos animar a nuestros hijos, nietos y sobrinos a jugar al toro. Yo lo hago a diario con mis hijos en casa. No permitamos que la llama taurina se extinga. Está en nuestra manos, y si la sociedad no ayuda, nosotros ayudaremos a la sociedad. Empecemos por los nuestros.

¿Alguien se apunta a jugar al toro? 

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