Rescatamos un artículo publicado en "El Ruedo" para acercamos a la Tauromaquia de uno de los maestros y toreros más poderosos de la historia. La evolución de su concepto, su toreo de capote...
Por Antonio Abad Ojuel «Don Antonio»
Fuente: Semanario gráfico de los toros, El Ruedo. Madrid, 19 de diciembre de 1963. Año XX, Nº 1017.
Edición y transcripción : Pocho Paccini Bustos.
Domingo Ortega de Borox, Toledo. Llegó a los toros por los años treinta. De él se han escrito, por lo menos, dos tauromaquias que recordemos, y firmadas por nombres ilustres. Pero falta la que él escribió sobre su sentimiento del toreo, su formación al margen de las escuelas, su personalidad íntima en el toreo de una edad que para nosotros fue la de Oro.
ZARAGOZA
En esos tiempos no conocía yo horas más que para ir a la Universidad por la mañana; a la fábrica, por la tarde; al periódico, por la noche. Los sábados, al salir en la madrugada de la redacción con el nuevo diario en el bolsillo, me iba a misa de Infantes para luego recalar en una churrería, donde desayunaba antes de acostarme. Mi madre sabía que no me debía despertar hasta hora y media antes de la corrida.
No he sido nunca hombre metódico, periodista de archivo. He vivido cada momento en su momento, y en el recuerdo de un hombre desmemoriado, como soy, sólo queda lo que quedó. Tengo bien presente que las ferias de aquellos años las toreaban Ignacio Sánchez Mejías, Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, «Niño de la Palma», Antonio Márquez, «Chicuelo», «Armillita», Francisco Vega de los Reyes «Gitanillo de Triana», Joaquín Rodríguez «Cagancho», Vicente Barrera... Tomó la alternativa Manolo Bienvenida. La época está bien localizada. Aún se hablaba de Rafael «el Gallo» y de Juan Belmonte en tiempo presente, pero ya no toreaban.
Me sería imposible decir en qué corrida vi por primera vez a cada uno de estos famosos. Los recuerdo en muchos momentos de sus actuaciones —la cogida de Márquez aquel día que toreaba vestido de blanco y oro; la media faena sensacional de Lalanda a un toro de Pedrajas, después de otra media inicial bajo una bronca estrepitosa e insultante; aquel pase de pecho de Barrera a un novillo jabonero; la desastrada faena de Villalta, de morado y negro, ante un «colorao» de Miura; las salidas a uña de caballo de «Cagancho» en sus primeras corridas zaragozanas; el momento en que «Armillita» cogió la bota de vino que había caído en la cara del toro, la parsimonia con que la abrió, el trago que echó recreándose en la suerte y en el cariñena mientras seguían lloviendo en su alrededor botas de vino, sombreros de paja y abanicos femeninos—; pero de ninguno podría decir: «El primer día en que le vi torear...». Miento. Hay excepciones. Mejor dicho hay una excepción. Y se llama Domingo Ortega.
EL PALETO DE BOROX
Vestía el debutante un traje gris y plata. Traía fama hecha por las plazas de gran parte de España; creo que principalmente de Barcelona. Pero no me hagan mucho caso porque no me he parado a consultar los libros. Le llamaban el paleto de Borox, y escucho —como si fuese ahora— la conversación que a mi lado mantenían unos vecinos de tendido:
—¿Ese? Pero si ese es un novillero viejo que antes se ponía de apodo «Llaverito».
—¡Serás mostrenco! ¡Si dicen que acaba de empezar!...
—¿Empezar? ¡Y sabe más que un ratón con alforjas!
Muchas veces me he preguntado a mí mismo por qué este recuerdo y esta conversación no se han borrado con el paso de los años. Respondo de su exactitud. Tal vez lo del «ratón con alforjas» —símil por mí antes nunca oído— fue el fijador de este recuerdo casi fotográfico. Pero la verdad, de la buena, es que lo recuerdo porque me impresionó de manera diferente a los demás. El recuerdo que tengo más destacado —en una tarde que no fue de gran triunfo— es de Domingo Ortega corriendo, muleta en mano, tras un toro huido. La carrerilla del diestro, como es fácil suponer, no resultaba airosa; pero cuando llegó a tablas el burel y esperó al matador, quienes presagiaban un desastre quedaron atónitos al ver al muletero ofrecer la tela, trastear con ello por bajo en cinco o seis pases sabios, bien ligados y eficaces y, sin dar respiro, dejar media estocada que dio torerísimo remate a la mal prestigiada aventura.
Como he dicho, no fue tarde de apoteosis, al modo que hoy se entiende; no recuerdo que hubiera orejas. Pero Domingo Ortega salió calificado —por uno de los públicos más duros de entonces—como torero de suprema inteligencia. Y , por tanto, fuera de serie, porque esto se valoraba mucho más que ahora.
Al referirme a estos recuerdos me he detenido porque este de Zaragoza es el primer momento de los tres en que encontraremos a Domingo Ortega de cerca, en el diseño da este boceto de su tauromaquia; porque ni siquiera ahora —en que se puede juzgar toda su vida torera en una sola panorámica— sería posible sintetizar todo el toreo del borojeño en una fórmula unitaria, definitiva. Domingo —al hacer suya, en su toreo, la frase de su homónimo Ortega el filósofo, de que «la vida es un quehacer de absoluta actualidad»— se actualiza él mismo y actualiza su toreo. Cada día. A cada momento.
Sucede con el arte de Ortega lo que con él mismo. Existe en el torero una profunda transformación interior que informa y anima su fisonomía; desde el tosco toledano que se viste de torero y con prodigiosa intuición empieza sabiendo todo del toreo, hasta el último Domingo Ortega de aire intelectual y estilizada cabeza, como diseñada y tallada por un artista, va una distancia igual a la que experimenta su arte —a lo largo de sus años activos— en una paulatina transformación, no de concepción sino de estilo.
LA INFLUENCIA BELMONTINA
Porque la concepción orteguiana del toreo -una concepción inteligente, por encima de artística- tiene en su fundamento la idea del dominio. Ya sé que en esto no hago un descubrimiento, pero no es el momento de inventar un nuevo Ortega. Pertenece a este grupo privilegiado de los toreros científicos, reflexivos, en cuyo arte ven los buenos aficionados la más perfecta expresión de belleza taurina: la que surge de la fácil sucesión de lances en los que el toro va atemperado a la voluntad del torero, que es quien vence las reacciones instintivas del toro y les impone una norma humana.
Es un intuitivo; apenas tiene maestros; no ha visto apenas a Belmonte y, sin embargo, su toreo inicial es belmontino. Esta idea es la que está en el ambiente, en la época, en el estilo de los días. Y si las ideas filosóficas de Sócrates hay que buscarlas en la «Apología» y otros diálogos de juventud de Platón —antes de que éste alcance su magisterio y su madurez de pensamiento y deje de estar influido por el maestro—, nada tiene de extraño de que si el canon supremo de belleza taurina de la época se halla en Belmonte, sea Domingo Ortega un seguidor instintivo de esa regla de oro que consiste en echar la pierna por delante y dar el pecho para cargar la suerte, suma y compendio de lo más puro del toreo belmontino.
Un día, julio de 1934, coinciden Juan y Domingo en la lidia de una corrida de postín en Valencia. Son toros de Concha y Sierra; todo ha sido dispuesto para que el trianero —sol en su ocaso — tenga un triunfo; Pagés — después de haber inventado la frase anti-taurina de los «charlots»— ha montado para Juan las temporadas de su poderoso y armónico canto de cisne, y no lo hizo para verle fracasar; pero el recién llegado venía con tal poderío que aquella tarde el famoso «terremoto» se ve anulado y Domingo Ortega confisca todas las ovaciones del tendido, en el que se escucha profética una voz femenina gritar esta afirmación inesperada: «¡El verdadero Belmonte es Ortega!».
Y esto era cierto, porque además el diestro castellano —como afirmaba el banderillero mejicano «Pedrote» en una entrevista que recordaba Juan Leal— «toreaba como nadie el toro grande y fuerte cuando salía; y si no salía, no gustaba tanto porque se tenía la impresión de que no tenía adversario». Efectivamente, Ortega se plantea esencialmente un problema de eficacia más que de sorpresa o emoción para los espectadores; pero como es artista intuitivo, nato, no puede prescindir ni de su genio inventivo ni del hecho de que, al no dejar entre él y el toro más que el espacio exacto, preciso, mínimo, su toreo resulte emocionante.
Esto lo podemos comprobar en sus verónicas de la primera época, recogidas en las fotos que ilustran nuestras páginas. Más adelante tendremos tiempo de comprobar cómo su estilo se depura, se suaviza y —en abuso de la redundancia— se estiliza. Pero los elementos técnicos y dramáticos de la verónica están ahí. Bemonte puro. El Belmonte de su gran época; por eso pudo decir «aquello» la voz femenina de Valencia.
Después evolucionará. Su estilo se fijará de manera definitiva. Su toreo se asentará cada vez más en el dominio. Su facilidad pasmosa, inaprendida, inexplicable —al menos él no nos la explicará, ni sabemos que él mismo se la explica- hará que en etapas sucesivas de su vida se le hayan dedicado adjetivos que no se han usado antes. Se le llama ya torero «domador». Y mientras ciertos espectadores extranjeros, que ya empiezan a afluir a la Fiesta, empiezan a preguntarse al verle si los toros que se lidian están ensayados para acoplarse a las evoluciones del capote y la muleta, otros — como la señora inglesa de la muy narrada anécdota de una tarde del Pilar en Zaragoza— le dirán:
Eso que usted hace es muy fácil. Lo puede hacer mucha gente.
A lo que Ortega contestará:
Eso mismo pienso yo cuando oigo hablar a Churchill.
La anécdota, tal como se nos relata, tiene todos los caracteres de lo apócrifo y posiblemente lo será, pero responde a un estado de opinión. Si no es verdad, tiene su enjundia. El toreo de Ortega no tiene dificultad para el espectador; es diáfano. Y parece no tenerla para el torero; es puro juego. La primera de todas las consecuencias de tal idea es esta de que Domingo Ortega —torero catalogado como dominador, científico, pensador— nunca ha sido calificado de torero valiente. Sencillamente, el valor —base inmutable de todo toreo— pasa en él inadvertido porque cada uno de sus movimientos al torear tiene tal precisión en el diestro que el riesgo parece eliminado. Esta es una constante en los toreros científicos. Y que nos hará detener unos instantes en este interesante tema.
LAS SUERTES «HECHAS»
En efecto, habremos de volver de nuevo —y nunca serán demasiadas veces— sobre la idea del valor en el toreo. En su esencia, valor es una disposición espiritual que existe o deja de existir en nuestra naturaleza. Y que en su ejercicio y desarrollo tiene tres formas aplicables al toreo: valor de acometividad o impulso; valor de defensa o prudencia; valor de presencia o serenidad, que no es otra cosa es lo que «Paquiro» definió en su tauromaquia como «sangre fría».
En este último tipo de valor habremos de clasificar a Domingo. Lo contrario del impulso que — en su valoración popular desde el tendido — se confunde muchas veces con la temeridad, por encima de lo puramente negativo de la defensa.
Ortega nunca fue temerario; pero siempre fue valeroso; estaba valiente —se arrimaba y aguantaba en las suertes, andaba a los toros, les veía venir— porque los dominaba; sobre todo con la muleta. "El largo tercio con el toro a solas», como dijo el poeta.
Y también con el capote. Es aleccionador el repaso de las viejas colecciones de fotografías para actualizar los recuerdos. Hay que mirar sus verónicas perfectas, con los pies firmemente asentados en tierra y el brazo prolongando la longitud del lance —pureza clásica de un capote ilustre en la época en que florecían los capeadores máximos de la historia del toreo— para ver qué tenía la suerte «hecha».
Y la tenía hecha porque, en su intuición, la dominaba. A mayor dominio, menos peligro: esto es evidente. Y a menos peligro, más valor. La sensación que Domingo Ortega, como ya hemos insinuado, llegó a dar —aunque no en sus primeros años de torero—, es que el riesgo no existía.
Este es achaque común a los lidiadores poderosos; y se vuelve contra ellos muchas veces porque el público de toros—sobre todo el más popular— tiene deseo de asustarse de vez en cuando, no con la cogida, sino con la cercanía de la cogida; sin ella no se cierra completo el círculo de las emociones; y por ello a los toreros dominadores se les acusa de «fríos». Son más profesores que ídolos. Más admirados que populares. Y , sin embargo, corren los mismos riesgos y sufren las mismas cornadas.
Otro ejemplo de cómo el dominio es la fuente del valor, lo tenemos en la suerte de matar. Domingo Ortega, que ha pasado a la historia del toreo como muletero de excepción — y, según veremos, como un revolucionario de la técnica del toreo de muleta—, no se ha acreditado como gran matador de toros; como maestro en el arte ha matado toros muy bien; pero era frecuente que, después de haber derrochado valor en una faena, entrase a matar con decoro, no exento de precauciones y alivios. ¿Por ser la suerte suprema más difícil? Eso se podría decir en los tiempos en que se mataba a los toros sin haberlos toreado apenas de muleta; en la prehistoria. Hoy, con las faenas que se hacen —con las faenas que Ortega realizaba ayer y le hemos visto cuajar hasta hace bien poco vestido de luces—, el riesgo y la dificultad estriba en todas las suertes, en cada lance, en cada embroque.
El secreto no estaba en la mayor dificultad técnica de la suerte, sino en su menor dominio por el torero. Se cumplía en él esa diferencia sutil entre «toreros» y «matadores», que los maestros han resuelto siempre con el expediente de la habilidad.
EL TOREO DE CAPA
La característica esencial del torero científico —repetiremos como un crítico moderno— es conservar en todo momento la iniciativa de la lidia, sujetar al toro en posición propicia después de cada lance, recibir su embestida sin enmendarse, mantener la pelea en la posición escogida. Lo que hace la cosa difícil es que el toro tiene sus intenciones propias y no se presta con docilidad a todo lo que se pretende hacer con él. Esta dificultad —para Ortega— quedó reducida a cero desde que se auto enseñó como maestro del toreo.
Al contemplar la pureza clásica de los lances orteguianos que adornan estas páginas, se prende que el perfecto sincronismo logrado —el temple— ha de tener su clave en el mando del torero por medio de una extraordinaria maestría. Porque no se daba su triunfo en un toro de excepción —como sucede con los estilistas—, sino en animales de distinto genio, de diverso estilo, de muy varia condición. Porque dominaba a ley más toros que nadie en su época, gozó de fama de torero extraordinariamente largo.
No se piense que si fue torero largo, por dominar muchos toros, lo hizo con un corto repertorio. Pero muchos de los lances de Domingo Ortega son móviles, dinámicos, andando al torear. Son difíciles de disecar en una clasificación. Pero tienen una gran base clásica. Por eso hoy vemos a Domingo Ortega como torero de tres dimensiones: largo, por su poderío; ancho, por su repertorio; profundo, por su emoción.
Al hablar de la emoción que despertó, nos hemos de referir siempre a la emoción estética, a la que excita el gusto depurado —cada vez más sobrio, elemental— por las esencias del arte. La otra emoción —esa que está tan cerca del miedo del espectador, del fruto angustioso, del susto irremediable— no la poseyó Ortega: ni era digna de él.
La emoción de su toreo la hallaremos en la hermosa estampa de esos lances en las que se ha citado con el cuerpo ligeramente perfilado, con la pierna del lado que torea, levemente adelantada y los pies fijos en el suelo; porque no es lo mismo adelantar la pierna que sacarla cuando el peligro ha pasado, ya que lo que en un caso es anticipación y mando, en el otro es ventaja y truco. Me atrevo a decir, y no creo que ello sea ninguna herejía, que Juan Belmonte y su nueva manera estética, que divide en dos el toreo, no fueron comprendidos en toda su plenitud hasta que se vieron interpretados en los ruedos por el borojeño. Es la primera vez en que luce el toreo belmontino al margen de la figura atormentada y dramática de Juan. Es un verdadero descubrimiento.
En esto estribó un gran mérito, pero se agazapaba un gran peligro, que el mismo Belmonte introdujo en el toreo. El trianero —como tanto se ha dicho— era un genio, pero en su genialidad estaba su propia limitación; en su afán de dar profundidad a su arte, de hacer de él un arte «jondo», adentrado en el sentimiento, lo acortó en términos que hicieron desaparecer gran parte de la variedad de los lances del primer tercio. Este es un fenómeno que hoy se agrava cada vez más; Domingo Ortega, al incorporar la verónica y otras variedades de lances de capa a su repertorio, sigue —como hemos dicho— la inspiración belmontina, porque se siente heredero de una estética; pero después, cada vez más, se autonomiza y define; y no vuelve a la técnica de los capeadores pre belmontinos porque encuentra pueril tratar de conservar la variedad de lances de dominio y adorno con un tipo de toro que poco a poco disminuye, al que se pica con peto, con el que no hay que resolver problemas en el primer tercio; que para eso, y no para otra cosa, se capeaba antaño.
Ortega no lanceará por largas, no toreará a punta de capote. Con la muerte de Joselito "El Gallo" y la retirada de su hermano Rafael, el toreo de capa corre la suerte que marca para él la profunda verónica de Juan; el angustioso recorte de la media verónica, en que el cuerpo del torero se cobija en el ondulante costillar del toro bien doblado.
Lo mismo que Ortega. Si éste da más variedad a su modo de andar al toro, que no es propiamente repertorio, será para demostrar su genio inventivo, para introducir en su capeo esos adornos esencialmente mozárabes —dominio, técnica y gracia— que no pertenecen a la osamenta del arte y tal vez no sirvan más que para subrayar la facilidad artística del diestro, su orgullo de creador de nuevas formas estéticas o interpretativas, o la demostración del ascendiente que ha logrado sobre el animal.
No sabré afirmar si su dominio con el capote es preludio o consecuencia del Domingo Ortega gran muletero. Porque ha habido muchos toreros que fueron muy buenos en el primer tercio y nunca han llegado a dominar la muleta con tan plena eficacia y belleza (y aquí traigo al recuerdo otra vez a «Gitanillo de Triana». Pero rara vez los grandes muleteros han dejado de conocer los secretos del capote; eso se aprende antes o después, ya que se maneja con las dos manos, con técnica similar a la de la muleta, y además aprovecha la salida del toro, en que éste aún conserva su virginidad para la lidia, cosa que ya no es posible después.
Esto —¿antes capeador o muletero?— ya pertenece a la intimidad de la formación de Ortega como torero. Yo hubiese querido que él mismo nos hubiese dictado —en unas reposadas conversaciones— su propia tauromaquia; hubiera podido contestarnos a esta pregunta y a otras muchas. Pero esto exigía —como digo—reposo. Algo que ya no pertenece a este mundo.
Me consuelo al pensar que, en el fondo, el orden cronológico en la intuición torera de Ortega no tiene importancia. Lo esencial es que nos podamos adentrar en lo que el maestro dejó como fundamental en el toreo: su mera concepción del dominio del toro por medio de la muleta.
Pero esto pertenece ya al segundo momento de este boceto. Yo lo uno al recuerdo de una corrida que le vi en Logroño.
Continuará...
Pd: Escrito lo que antecede, encontramos una feliz coincidencia. En el número 1.016 de El Ruedo, correspondiente al día 12 de diciembre de 1963, se publicaron dos verónicas de Belmonte, con el comentario correspondiente a la técnica empleada en cada una de ellas. Cotejando una de las fotos con alguna de las publicadas sobre Domingo Ortega, se puede comprobar una exactitud asombrosa en la posición de los pies, la altura de las manos, la presentación del cuerpo en el cite. Se trata de la época en que Domingo Ortega era la pureza belmontina. Remitámonos a las pruebas:
Dos verónicas. Dos verónicas distintas. En una manos arriba. Hay que mandar, probablemente el toro se quedara corto; había que alargar el lance; nada mejor para ello que levantar las manos, sin que por ello se pierda el clasicismo de la figura. En la otra, las manos abajo, el torazo pasa muy cerca. Juan se permite hasta el lujo de torear —obsérvese— con el capote al revés.