martes, 8 de octubre de 2019

Un dilema moderno / por Paco Delgado




Todo pasa y nada queda, que decía Antonio Machado, aunque muchos siglos antes ya el gran Heráclito descubrió que nunca te bañarás en el mismo río, queriendo decir que las circunstancias varían y nunca hay situaciones inalterables.

Un dilema moderno

No es ajena a esto la tauromaquia, que durante cientos de años ha ido evolucionando y transformándose en lo que hoy conocemos y disfrutamos. Y esta transformación, como todo en esta disciplina, gira en torno al toro, un animal que nada tiene que ver no digamos ya con el bos primigenius, sino con el que se lidiaba no hace tanto: cien años en la vida de nuestra sociedad es apenas un imperceptible suspiro. Pero, aún así, es evidente que, tanto en aspecto como en comportamiento nada tiene que ver el toro que saltaba al ruedo en tiempos de Joselito y Belmonte con el que  se corría cuando Manolete era el gran ídolo; al que se enfrentaban El Cordobés y el resto de extraordinarios matadores de la década prodigiosa o el actual, con mucho mayor volumen y duración pero menos fiereza. Cada época tiene su toro. ¿Mejor? ¿peor? eso va en gustos, pero está claro que es el público quien tiene la última palabra y a tenor de los hechos, acepta de buen grado este animal del que disponemos en la actualidad.

Con todo, sigue habiendo aficionados que añoran y anhelan el toro con más casta y menos toreabilidad que el actual. No en vano el toreo es el arte de reducir la fuerza bruta a base de técnica, dominio y valor. Pero aún así, sigue siendo un sector minoritario y la prueba está en el alto porcentaje de corridas que se nutren del toro digamos moderno y, otro dato, el mucho cemento que se vio, por ejemplo, en plazas como la de Castellón -con una grandísima afición al toro y a los espectáculos de calle, donde el protagonista indiscutible es el toro-, donde hubo muy pobres entradas cuando se anunciaron, hace años, los desafíos ganaderos entre hierros de los llamados toristas y que ahora se desempolvan en Las Ventas sin que tampoco el nivel de asistencia sea comparable al de otras funciones con otra composición.

Hay que tener en cuenta que también ha disminuido el número de aficionados -la falta de presencia en los medios de comunicación lleva, inexorablemente, a que el espectáculo taurino acabe siendo minoritario si no se remedia esta situación-  y que, por aquellas mismas causas ha bajado de manera alarmante el grado de conocimiento del espectador de un festejo taurino. Un espectador que no tolera una faena de aliño, que es precisamente la que pide un alto número de esos toros de conducta, digamos, pretérita, que exigen una lidia sobre las piernas y a los que es muy difícil, y muchas veces imposible, torear bonito como ahora parece ser inexcusable y obligado.

La emoción, claro, se reduce con el toro de hoy en día, aunque se le puedan hacer muchas más cosas y durante más rato -ya no es algo raro que suene un aviso antes de que el espada de turno vaya a cambiar la ayuda por el estoque de verdad- y el resultado de las faenas sea mucho más artístico, plástico y estético.

¿Es posible aunar ambas tendencias? ¿lograr que convivan estas dos formas de entender la lidia? Mientras sigan dándose las muy negativas y nocivas condiciones actuales parece difícil, y el aficionado se halla ante un dilema tan peliagudo como el de Teseo, ya saben, aquel del barco nuevo o antiguo. Y lo que tiene que hacer es, en la medida de lo posible, intentar disfrutar del toreo que impera en la actualidad y de la lidia antigua. Y no imitar al asno de Buridán, que por no saber qué hacer primero, si beber o comer, acabó muriendo. Por burro.

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