lunes, 10 de febrero de 2020

Civilizar o derrotar a los bárbaros / por Jaime Alonso



Si el pensamiento mayoritario no ha sido eficaz para atajar nuestros males, ni solucionar nuestros problemas, deberíamos replantearnos el sistema de libertad y democracia en que vivimos, ajeno a la realidad de lo que no sean slogans y palabras vanas..

Civilizar o derrotar a los bárbaros

Jaime Alonso
FNFFMadrid, 10 de febrero de 2020
Una nación puede sobrevivir a cualquier catástrofe natural o política, siempre que su pueblo se identifique con ella, vivificando su comunidad geográfica, cultural e histórica. Una nación sobrevive a cualquier régimen, por muy tiránico que sea, a cualquier sistema por muy arbitrario y contrario a los intereses generales que sea. Un pueblo puede afirmar y sostener, con mayor o menor razón y criterio, eso de que “no hay mal que cien años dure, ni gobierno que perdure”. A lo que no puede someterse, un pueblo que se precie y una nación centenaria, es a un gobierno que no aspire a ejercer sus funciones de orden constitucional básico: unidad, ley común, orden constitucional, aplicación e imposición de las normas, coherencia institucional y respeto a su historia.

Resulta insoportable y letal el mantener un permanente y consensuado golpe de estado, contra esa nación y contra ese pueblo, con absoluta lenidad de su gobierno, que ampara, protege, negocia y auspicia a los que quieren destruir esa nación y enfrentar a su pueblo. Y tal parece que no nos queremos dar cuenta; qué ignoramos la tragedia que se nos aproxima; que olvidamos las enseñanzas de la historia; que no estamos dispuestos a sacrificarnos en la defensa de nuestra patria común, una e indivisible, del que deriva y garantiza todos los demás derechos. Parece que olvidamos el que, en la vida de los pueblos y naciones, “todo es posible”, dependiendo de múltiples factores, entre los que se encuentran el de no tener conciencia de lo que defendemos y su importancia; y desconocer hacia dónde nos conducen los nuevos utopistas totalitarios del siglo XXI.

El presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln en un celebre discurso en 1858, siendo todavía senador de Illinois, afirmó que “una casa dividida entre sí no puede mantenerse en píe”. Así llevamos más de cuarenta años en España. Por eso ha llegado el momento de decir ¡basta! a convivir bajo el mismo techo con quienes se burlan de nuestras creencias con el pretexto de una mal entendida libertad de expresión; con quienes infringen la ley con total impunidad; con quienes impugnan nuestra historia y pretenden destruir nuestra nación; con quienes  imponen unas doctrinas del siglo XIX, fracasadas en el XX; para quienes la tolerancia, la convivencia en libertad y el respeto al derecho ajeno, son despreciables conductas burguesas. En fin, con quienes ignoran que no puede darse una secesión, como no se dio en Estados Unidos, sin una guerra de secesión, y que España ya tuvo bastantes en el siglo XIX y liberó con la última de 1936, toda posibilidad de que triunfe la conjunción social/comunista/separatista.

Las falacias, los errores, las traiciones y los mitos construidos a la muerte de Franco, estallan en la actualidad política y social con toda su crudeza y desconsuelo, transcurrido el tiempo necesario para que la enfermedad ya pueda diagnosticarse. El pecado original del que vienen los demás se denominaciencia liberal. Walter Lippmann ya sostuvo a mediados del siglo pasado que “el cisma moral del mundo moderno, que tan trágicamente divide a los iluminados, puede atribuirse a la ciencia liberal”, pues es la que introduce la libertad irresponsable y sin fundamento que Karl R. Popper definiera como “sociedad abierta”, donde se introduce la permanente ideologización de las masas, la igualdad como valor supremo y el colectivismo comunitario en el que todos nos protegemos, garantizamos nuestros derechos básicos y una autoridad nos controla por el bien de todos de una forma tribal. Es lo que comenzamos a vivir y lo que nos conducirá, si no lo remediamos, al intervencionismo estatal y la tiranía.

Resulta, en principio, paradójico que con la libertad venga el colectivismo y la tiranía, pero ese camino ya se ha recorrido “socializando el conocimiento”. Lo políticamente correcto, lo que debemos pensar y hasta sentir, lo que debemos consumir en toda nuestra esfera vital, desde la educación hasta el final de nuestra existencia, se decide racionalmente en nuestro beneficio. No necesitamos pensar y menos oponernos al pensamiento único, ya sea en materia histórica, de violencia de género (feminismo) o del cambio climático, por ser las últimas paradojas del adoctrinamiento global. Bertrand Russel nos señala la importancia de la razón y la necesidad de imponerla, como fundamento de la libertad y garantía del progreso y la justicia: “La racionalidad, en cuanto supone la adopción de un patrón de verdad universal e impersonal, es de suprema importancia…, no sólo en las épocas en que predomina fácilmente, sino también y aún más, en aquellos tiempos menos felices en que se la desprecia y rechaza como el vano sueño de los hombres que carecen de la virilidad necesaria para matar allí donde no pueden ponerse de acuerdo”.

El determinismo colectivista viene impulsado por el viento, siempre favorable y plausible, del afán de progreso. La simpatía hacia los pobres, los más necesitados, los menos favorecidos consume el ardiente espíritu del materialismo histórico y su reivindicación, siempre frustrada en la práctica. Y como esas cualidades no suele atribuirse el liberalismo y tampoco combate que la desigualdad, habiendo tenido igualdad de oportunidades, no es inmoral por definición y es un reclamo de riqueza, pues se pretende igualar al que más tiene, no a los más pobres, termina triunfando los fundamentos más destructivos y reaccionarios. Así destruyen los corazones de los hombres, dividen sus mentes y les presentan alternativas imposibles. Alexis de Tocqueville, uno de los pensadores que más influyó en la actual sociología política señala: “Hay en el corazón humano un gusto depravado por la igualdad que lleva a los débiles a querer rebajar a los fuertes a su nivel y que conduce a los hombres a preferir la igualdad en la servidumbre a la desigualdad en la libertad”.

En el mundo actual la diversidad de conflictos unos ideológicos y otros impostados o mitologizados pueden subsistir largo tiempo frente a las lecciones de los hechos y de la historia. De ahí la complejidad de las soluciones, pues ya no cabe la disyuntiva de Tocqueville de que las sociedades industriales tienen la posibilidad de elegir entre dos tipos de organización económica y por tanto de democracia: el régimen de mercados y propiedad privada (democracia liberal), o el de propiedad publica y planificación (socialismo). Esos dos bloques enfrentados desde la revolución francesa, subsisten en la actualidad, y ni la derrota del segundo y las mejores condiciones de vida, libertad y tolerancia del primero han mitigado el conflicto, debido a las desigualdades en el desarrollo económico y social y la diversidad y nivel de información. También debido a la permanencia del nacionalismo supremacista, identitario y excluyente.

Durante siglos los liberales pensaron que el nacionalismo era una especie de apego irracional que se debilitaría a medida que las personas se volvieran más racionales y cosmopolitas y estuviesen más conectas, pero erraron en su diagnostico. Viendo el conflicto de Cataluña, gestado en solo cuarenta años de dejadez y el nutriente de la enseñanza y la nacionalidad (autonomía), se puede afirmar que es la más poderosa fuerza destructiva de nuestro tiempo y la respuesta, no prevista, al crecimiento de la globalización. Es, fue y será la única forma de educar a los bárbaros que en el mundo ha sido y siguen presentes desde los orígenes del mundo, como pecado por nuestros desvaríos y penitencia para no repetirlos. De no lograr educarlos nunca ha habido otro remedio que derrotarlos.

Eso y la actitud cobarde y suicida de los, mal llamados, intelectuales, despiadados con quienes pretenden regenerar la democracia y corregir sus errores, pero indulgentes con los mayores crímenes cometidos por los regímenes social comunistas, siempre que estos se cometan en nombre del pueblo, de las políticas correctas y bajo las palabras sagradas de: revolución, progreso, izquierda, proletariado, cuya amalgama de frases huecas y conceptos erróneos inundan las mentes del mentecato elector/ciudadano/contribuyente. Si Marx dijo que la religión era el opio del pueblo, y Simone Weil replicó que el marxismo se había convertido, a su vez, en una religión, hoy comprobamos que esa amalgama mesiánica y revolucionaria de izquierdas pervive, junto con los nacionalismos, convertidos en novedosa religión secular.

De ahí la importancia de fundamentar el orden político en manantial sereno, en la raíz de nuestra civilización, en la cultura del progreso, en la verdad revelada que nos hará libres e iguales en derechos y oportunidades y cuya justicia se complementa con la caridad. Ese orden, opuesto sin matices a las doctrinas y desorden que propugna y provoca el liberalismo y el marxismo. Nace como reacción y cultura liberadora de la esclavitud, de la pobreza, de la injusticia, de la maldad intrínseca en el ser humano. Ese orden civil Agustiniano considera a Dios como creador del orden establecido; al hombre como sujeto de la historia y eje de todo el sistema político del que nacen y al que deben dirigirse todos los derechos; la libertad como atributo de su condición, formada en la verdad y educada en la rectitud de conciencia y hábitos; la igualdad de oportunidades y desigualdad según los merecimientos que no acepta imposiciones, ni limitaciones. Cuando se rechaza ese orden natural, en libertad, como algo pernicioso, se acaba con la libertad y en perpetuo desorden. Gustave Thibon acierta al decir “el hombre que no acepta ser relativamente libre, está condenado a ser absolutamente esclavo”.

En esa esclavitud se encuentra, paradojas del destino, el fundamentalismo democrático que tan acertadamente señalara nuestro ilustre, honesto y valiente filosofo humanista Gustavo Bueno: “forma perfecta de la sociedad política”; “el mejor de los mundos posibles” y “el fin de la historia”, o la historia contada según unos fines políticos coyunturales. Esa corrupción intrínseca a la democracia, un rasgo inherente a la misma, consecuencia lógica de su único objetivo: detentar el poder a cualquier precio y desgastar al que lo detente, aunque sea justo y beneficioso para el pueblo las medidas adoptadas. Tal perversión democrática la vemos de manera obscena en la composición de los partidos y su modo de comportarse y el resultado con leyes disolutas y falsarias como la de la memoria histórica, el aborto, el matrimonio homosexual y la de violencia de género. Gustavo Bueno la clasifica como “corrupción no delictiva” o sea impune, pues es fomentada por la propia democracia. De ese tenor es la ley electoral, los estatutos de autonomía, los medios de comunicación, la dependencia del poder judicial o el intervencionismo regulador en los mercados, banco de España, los convenios colectivos o la fijación del salario mínimo interprofesional.

Si la lógica en una democracia la aplicaramos a sus resultados y veríamos que éstos no son buenos. Por ello debemos replantearnos la conveniencia de cambiar sus usos y costumbres en aquello que nos perjudica. Si vemos que la mayoría de los votantes están mal informados o simplemente son manipulados por la información del poder; porqué admitimos que ese pueblo apoye medidas políticas y candidatos con los que no estaría de acuerdo e incluso van en contra de sus intereses. Si presenciamos, de manera habitual, la imposibilidad de acuerdos, ni siquiera en lo esencial, a los parlamentarios electos, preocupados únicamente en el uso y disfrute de su poder/prebenda y cuyas deliberaciones políticas y hábitos se vuelven irracionales, sesgados y hasta crueles. Porqué persistir en el error de votar tales aptitudes y actitudes y con mayor frecuencia, sin que cambie nada. Si el pensamiento mayoritario no ha sido eficaz para atajar nuestros males, ni solucionar nuestros problemas, deberíamos replantearnos el sistema de libertad y democracia en que vivimos, ajeno a la realidad de lo que no sean slogans y palabras vanas; deberíamos experimentar, como sostiene Jason Brennan, la “epistocracia” o el poder de los que saben. El “voto censitario” sería distinto en función de sus conocimientos, de su capacidad de comportarse de manera racional y del compromiso con él interés general. Se acabaría así la utilización de las masas adoctrinadas o aborregadas como ariete fácil de unas élites corruptoras e impostoras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario