miércoles, 5 de agosto de 2020

En aras del progreso / por Jorge Arturo Díaz Reyes


Invocar ese “progreso” como camino del edén, llamar en su propia casa “embrutecido” al que no se comprende, culparlo y pedirle que renuncie a sí mismo es, por decir algo, una impostura de dimensiones astrofísicas.

En aras del progreso

Jorge Arturo Díaz Reyes
Crónica Toro, Cali agosto 4 de 2020
También la buena costumbre de la página taurina en los periódicos retrocede ¡Qué pesar! cada vez menos la mantienen, cuatro de ellos en Madrid: ABC, La Razón, El Mundo y El País.

Aunque esta última ensayando una dualidad nueva. Ser a un tiempo taurina y antitaurina. Verdadera revolución, que quizá llegue a sus otras secciones. Convirtiendo, digamos, la deportiva en antideportiva, la de cultura en inculta o animalizando la de “Gente”. Puede ser una eficaz estrategia de mercadeo para captar lectores de ambos bandos. Al fin y al cabo, algunos partidos políticos practican con éxito eso mismo de parecer simultáneamente una cosa y la contraria.

Por ejemplo, el pasado 28 de julio tras haber publicado un serio alegato defensivo del ganadero Victorino Martín, el diario echó encima un libelo firmado por Sergio Fanjul: “Dejen morirse en paz al toreo”. ¿Hubiese sido menos cacofónico escribir: ”Dejen morir en paz al toreo”?

De pronto. Pero no voy a glosar el estilo del joven autor, que se presenta públicamente como poeta, periodista, guionista, escritor, profesor y astrofísico. No soy quien. Me referiré solo al contenido, y eso porque me alude personalmente, como aficionado.

Se trata de una diatriba motivada por el acuerdo del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid para promover la cultura taurina. Frente a tal agravio embiste contra esas instituciones, el toreo en general, el romanticismo, la “imagen mítica de España”, su “sociedad embrutecida”, las peleas de gallos, TauroTen, los toreros y hasta sus cambios de pareja.

Desde la consabida superioridad moral y el desconocimiento repite las manidas descalificaciones antitaurinas: tradición sin ilustración, sin futuro, antimoderna, cruel, bárbara, torturadora, macabra, obstáculo al progreso, dañina para “la marca España” el país y los españoles…, y concluye: hay que acabar ya con los toros “por más que los pintara Picasso o le gustaran a Hemingway.”

Nada nuevo, nada original, nada diferente a lo que gritan sus correligionarios pintarrajeados en las manifestaciones y asonadas a las puertas de las plazas.

No es cuerdo tratar de contraargumentar insultos o responder con otros, decía mi padre. Pero resulta inevitable cuestionar al menos la paradisíaca imagen del “mundo empático, diverso y compasivo” al cual, según él, nos lleva el “progreso” que los toros impiden.

¿A cuál progreso se refiere?
¿Al que para su avance ha renegado de los valores éticos y estéticos que la corrida consagra; honor, lealtad, valor, arte, respeto a la naturaleza y al origen?
¿Al que ha propiciado la segregación, desprotección, sojuzgamiento de los diferentes, las minorías y los débiles?
¿Al que ha llevado a odios, guerras y terrorismos atroces con tecnologías de letalidad y crueldad monstruosas?
¿Al que ha convertido la intolerancia, la impiedad, el genocidio y la tortura en hábito?
¿Al que se nutre de la masacre cotidiana de todas las especies y el expolio de los recursos no renovables?
¿Al que deificando el consumismo y el confort produce océanos inmanejables de basura y suciedad?
¿Al que derrite los polos y amenaza la existencia del hombre?
¿Al que hace del planeta un muladar, de la atmósfera una burbuja de miasmas y del hábitat un lugar pronto inhabitable?
¿Al que para continuar depredando necesita exterminar el toro y su culto?

Invocar ese “progreso” como camino del edén, llamar en su propia casa “embrutecido” al que no se comprende, culparlo y pedirle que renuncie a sí mismo es, por decir algo, una impostura de dimensiones astrofísicas.

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