El nombre de Franco no es historia, es la Historia, como el de César y Napoleón. Primero fue el hombre, después su nombre, y sin ninguno de los dos nada hubiera sido posible porque él hizo el tiempo que vivimos y fabricó el espacio sobre el que caminamos.
El nombre de Franco no es historia, es la Historia, como el de César y Napoleón. Primero fue el hombre, después su nombre, y sin ninguno de los dos nada hubiera sido posible porque él hizo el tiempo que vivimos y fabricó el espacio sobre el que caminamos.
Como César y Napoleón, Franco fue el arquitecto y el relojero de las dos dimensiones que jalonan la vida de los hombres, no sólo de los que con él convivieron, también de las generaciones que nacieron en las huellas de su Obra después de su muerte.
Por eso la piqueta de los botarates contra su memoria, a pesar de su furia iconoclasta, de su rencor pirómano y de su odio rancio, no tiene más futuro que el olvido ni más canción que el silencio del porvenir, en el afán de esa melancolía que produce siempre el esfuerzo inútil del coro de los que alborotan sin más propósito que el ruido, sin crear nada. Cuando el tiempo los devuelva a la pequeñez de la que sólo les sacó el azar de las urnas, nadie evocará a los que quisieron anegar con la levedad de su mediocridad la Memoria de Franco, el gigante político y social que llevó a las madres de los botarates a un paritorio de la Seguridad Social, a sus padres a un trabajo digno y a todos ellos a la Universidad. Franco seguirá impreso en la memoria de sus obras y los botarates iconoclastas morirán como lo hace el ruido, provocando el placer del que deja de escucharlo. Nada dejarán porque nada son. No son nadie.
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