Uno puede entender fácilmente que haya personas a las que no les guste el espectáculo de los toros y hasta otras a las que les repatea ver hombres con coleta hasta la cintura o con un moño erizado sobre la coronilla, pero ni unas ni otras tienen derecho alguno a prohibir ni una cosa ni la otra. Si la democracia se distingue por algo es por ser un sistema de libertades, en el que cada cual puede hacer de su capa un sayo siempre que respete los derechos de los demás.
A mí no me gusta ver cómo dos hombres se rompen la crisma a guantazos sobre un ring y por eso no he presenciado nunca un combate de boxeo. Sin embargo no he escrito una línea en contra de ese tipo de espectáculos. Tampoco me seducen las peleas de gallos ni por supuesto las de perros y he hecho lo mismo. Y por supuesto no he clamado jamás por la prohibición de tales espectáculos. Ello salvando las distancias siderales entre el toreo que es arte y cultura y ese tipo de eventos que tienen como protagonistas a seres humanos o a animales de la misma especie que se enfrentan con una crueldad innegable.
Pero claro, los aficionados o los detractores del boxeo no son suficientes para decidir el resultado de las urnas en uno u otro sentido, y cosa parecida ocurre con los que disfrutan viendo a dos gallos arrancándose la cabeza a picotazos o a dos canes pegándose dentelladas en la yugular.
Pero el toreo es una tradición multisecular en España que cuenta con millones de aficionados, y no se sabe de dónde sacan los prohibicionistas del toreo que darle el cerrojazo a la Fiesta supondría un vivero de votos para sus respectivos partidos.
Uno está convencido de que los enemigos de la tauromaquia andan errados –sin hache por favor-, pero continúan “erre que erre” pensando que la prohibición significaría un éxito electoral para los abolicionistas. Y descuidan -hasta abandonar- los problemas reales del país, empleándose a fondo en darle palos de ciego al toreo hasta que hable inglés. Qué pena, penita, pena…
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