martes, 1 de diciembre de 2020

Carta abierta del filósofo francés Francis Wolff


Carta abierta del filósofo francés Francis Wolff a la alcaldesa Claudia Rivera Vivanco y regidores del H. Ayto. de la ciudad de Puebla.

TAUROMAQUIA. Alcalino.- 
Carlos Horacio Reyes Ibarra
Con motivo de los reiterados ataques taurófobos en contra de la fiesta de toros, y el anuncio, por parte de la presidenta municipal de Puebla Mtra. Claudia Rivera Vivanco, de una convocatoria al cabildo del ayuntamiento para que vote la posible prohibición de las corridas de toros, este columnista acudió, entre otras personalidades, al filósofo de origen francés Francis Wolff, cuya pasión por la tauromaquia es de larga data y cuyos libros de tema taurino son reflejo exacto de su lucidez y rigor intelectual. 

El resultado es esta carta abierta, que nuestro generoso amigo dirige a la alcaldesa de la ciudad y a los miembros del cabildo del ayuntamiento a su cargo:

París, 29 de noviembre de 2020.

A la atención de la Mtra. Claudia Rivera Vivanco

Al H. Cabildo Municipal de la ciudad de Puebla 

Distinguida señora Presidenta Municipal de Puebla, distinguidos representantes ciudadanos. 

Les escribo desde París con sincero respeto a su labor pública y su legitimidad democrática. El propósito de esta carta es simplemente compartirles mi humilde punto de vista con respecto a la posibilidad de que se emita en Puebla un decreto municipal para prohibir las corridas de toros. Me inspira al hacerlo el profundo amor que siento por su país, por su estado y por sus tradiciones culturales, mismas que tengo la suerte de conocer y admirar desde hace mucho tiempo. También considero un honor poder defender una cultura que décadas atrás hice mía, tradición que ha existido en la región de Puebla desde hace varios siglos. Les escribo con cierta emoción: pienso que, si la fiesta de toros desapareciera de los países, de las regiones, o de los estados o ciudades como Puebla, donde hoy está viva, sería una gran pérdida para la humanidad y también para la animalidad... 

Prohibir la fiesta de los toros, una de las creaciones más particulares de la cultura latina, y portadora a la vez de los valores humanos más universales (coraje, grandeza, vergüenza, lealtad, ritualidad, dominio de la animalidad dentro y fuera de sí mismo, creación de belleza a partir de un riesgo cierto de muerte), significaría sucumbir a un conformismo que tiene en el mejor de los casos la apariencia de la universalidad, porque se trata de una universalidad sin sabor, como McDonald’s o Coca-Cola. Tal prohibición significaría un nuevo revés a nuestra cultura latina. La corrida ha dejado de ser la Fiesta Nacional de España, y con eso ha ganado mucho. Ahora forma parte integral del patrimonio latino mundial, y es una de las fuentes de resistencia a la civilización anglosajona dominante y uniformadora. 

Tal prohibición sería una pérdida ética para el humanismo. Yo entiendo que, para alguien ajeno a la cultura taurina, acabar con la tauromaquia pudiera parecer un “progreso” moral. Esto es una mera apariencia. El animalismo no es una extensión de los valores humanistas, sino su negación: porque, al intentar elevar a los animales al nivel con el que debemos tratar a los hombres, inevitablemente estaríamos rebajando a los hombres al nivel con el que tratamos a los animales. De hecho, los humanos no somos como los demás animales, porque podemos actuar obedeciendo normas y valores y no sólo impulsos; por eso, tenemos deberes absolutos y recíprocos hacia todos los seres humanos. Esta es la base del humanismo. 

Pero además, este humanismo también nos implica deberes hacia los animales. Son deberes relativos (y no absolutos) y diferenciados. Con nuestros animales de compañía mantenemos relaciones afectivas: por lo tanto, es inmoral traicionar este afecto, por ejemplo, abandonando a tu perro para salir de vacaciones. Con los animales domesticados que son criados por su carne, su lana o su fuerza de trabajo nos liga una especie de contrato: ellos nos ofrecen sus productos y a cambio los alimentamos y gozan de nuestra protección. Por lo tanto, sería inmoral tratarlos como meros “objetos”, como sucede en las escandalosas formas de ganadería industrial mecanizadas, y sin embargo no es inmoral matarlos puesto que generalmente los hemos criado con esa finalidad. Por otro lado, están los millones de especies de animales salvajes que pueblan los océanos, montañas y bosques del planeta, y hacia los cuales tenemos deberes ecológicos, que consisten en respetar sus ecosistemas y la biodiversidad que albergan. Esas son las bases de una ecología humanista, preocupada con el medio ambiente y la vida de las futuras generaciones.

El toro de lidia no entra en ninguna de las categorías descritas. No es un animal de compañía, ni un animal salvaje, puesto que la tauromaquia supone la preservación y moldeado de su instinto natural de hostilidad hacia el hombre, al cual llamamos “bravura”. Para este animal, una vida conforme a su naturaleza insumisa e indomable debe ser una vida libre y natural, es decir, con la mejor calidad posible, exactamente el tipo de vida del que gozan los toros en las ganaderías de reses bravas ubicadas en el estado de Puebla, como son Reyes Huerta, La Joya, Cervantes Hermanos, El Milagro, El Rocío, José Raul Cervantes, Vicencio o Zacatepec.

La muerte del toro en la tauromaquia debe ser respetuosa de su naturaleza de animal bravo y libre, una muerte luchando con bravura para defender en el ruedo la libertad a la que está habituado ¿Es acaso más apropiado para la bravura y la naturaleza del toro vivir como esclavo del hombre y morir en el matadero como bovino para consumo de carne? Vivir libre durante cuatro años y morir luchando durante unos cuantos minutos, en los cuales puede a su vez causar daño al torero, es el destino del toro de lidia, sin duda uno de los más envidiables en cuanto animal vive bajo dominación humana. Por eso, la prohibición de las corridas de toros, que supondría el fin de una raza y la derrota de un tipo de ganadería extensiva que respeta las exigencias biológicas de los animales, sería también una pérdida para la animalidad.  

Me encantaría poderles hablar sobre la estética de la corrida, de la grandeza sublime de este arte popular y culto a la vez, de la belleza singular de este arte clásico pero también contemporáneo, de la emoción única que nos embarga en los momentos de comunión espiritual a que una gran faena o un puro rasgo de torería o bravura genuinas pueden dar lugar. El sentido y el valor de la corrida descansan sobre dos pilares: la lucha del toro que no debe morir sin haber podido expresar, de la mejor manera, sus facultades ofensivas o defensivas; y el compromiso del torero, el cual no puede afrontar a su adversario sin jugarse la vida. El deber de arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho de matar a tan hermoso animal, respetado en vez de ser sacrificado de una manera mecanizada como en los mataderos industriales.

Me gustaría también evocarles las emociones que sentimos cuando asistimos a una corrida de toros. No es un gozo perverso o maligno, sino una emoción inmediata, tan carnal como intelectual, que se llama admiración. Admiración antes que nada hacia la bravura del toro: por su poder, por su incesante combatividad a pesar de las heridas, y por sus repetidas acometidas, a pesar de sus fracasos. Y admiración también hacia el valor del hombre, su audacia, su coraje, su sangre fría, su calmosa creatividad y su necesario despliegue de inteligencia en relación con el adversario. 

Estoy plenamente consciente de que ningún argumento logrará convencer a los que, en todo caso, consideran que la corrida consiste en torturar a un animal inocente. Que no les interesa el hecho de que, en esa lucha, realice su naturaleza el toro bravo, ni que queriendo evitar la muerte de unos cuantos de estos toros estén condenando a extinción a toda una raza, ni la comparación entre la corta y abyecta vida de las terneras criadas en batería y los toros de lidia criados en plena libertad; sé bien que todo esto seguirá siendo insuficiente ante la reacción inmediata y pasional del que se indigna y grita “¡No, eso no!”

Es cierto que tras todo esto hay sensibilidades personales en juego. En mi caso, nunca he podido soportar ver un pez atrapado en el anzuelo del pescador. Pero nunca se me ha pasado por la cabeza reclamar a las autoridades que prohíban este inocente ocio. El sentimiento de compasión es más que respetable. Y no me cabe duda de que la mayor parte de los adversarios de las corridas de toros son seres sensibles que sufren realmente cuando se imaginan al toro sufriendo. El problema es saber si esta sensibilidad es suficiente para legitimar un acto legislativo. ¿Acaso la sensibilidad de unos puede bastar para condenar la sensibilidad de otros?

Es claro que los aficionados se oponen a esta posible prohibición, muchas veces con la misma vehemencia y pasión. Podríamos quedarnos ahí, coexistiendo en esa oposición de pasiones si ellas mismas llegaran solamente hasta ahí. Pero la cuestión es que una de ellas reivindica para sí más que la otra. Reclama limitaciones, prohibiciones, interdicciones. En definitiva esta pasión quiere impedir a la otra que se satisfaga.

Y aquí es donde el papel de los representantes electos, desde mi punto de vista, debe ser el de mantenerse razonables y equitativos diciéndose: “Si algún día las corridas de toros desaparecen que sea porque ya no despiertan pasión alguna. Pero mientras llega ese momento, lo prudente (y lo digo con emoción) es dejar a cada cual con su pasión y hacer prevalecer el principio de libertad”.

Sea cual sea su decisión, estoy seguro de que será democrática e ilustrada; que será tomada sin ceder a las presiones de la moda, teniendo en cuenta todos los puntos de vista y el interés general a corto y largo plazo.

Francis Wolff
Catedrático emérito de filosofía
Universidad de París

Autor de “Filosofía de las corridas de toros”, ed. Bellaterra, Barcelona, y de innumerables libros sobre ética humanista.

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